Dentro de la cabina, José gritaba con toda la potencia de la que era capaz, en un intento quizá de apartar de su cabeza semejante barbarie.
Por fin, la furgoneta terminó de recorrer los últimos metros y chocó brutalmente contra la pared del parking, precipitando a José contra el cristal y quedando, fatalmente, perpendicular a la rampa, de modo que todos los zombis que descendían por allí se encontraban ahora con el lateral de la furgoneta.
—Hostia... —exclamó Dozer.
Ligeramente conmocionado, José se sobresaltó cuando de pronto, uno de los muertos se estrelló violentamente contra la puerta. Fue tal la inercia que llevaba que salió rebotado unos pasos. Tenía la nariz ensangrentada, probablemente a causa del golpe. Luego le siguieron otros, con los brazos alargados como lanzas, dirigiéndose directamente a la ventana de la puerta.
José intentó meter la marcha atrás con tanta rapidez como pudo, pero se puso lívido cuando algo en el mecanismo de cambio protestó con un crujido ronco. Volvió a intentarlo y, finalmente, la palanca se quedó fija.
Maniobró como pudo, apartando con enérgicos codazos las garras de dedos tensos como cinceles de acero que intentaban agarrarle. Una vez hubo retrocedido lo suficiente, giró el volante completamente y metió la primera para avanzar de nuevo, esta vez haciendo subir la furgoneta por la rampa. El capó, seriamente castigado y despidiendo ahora una desvaída humareda, golpeaba a los espectros que venían de la calle y los hacía caer y perderse bajo las ruedas. En el último momento, José giró el volante otra vez para cruzar el vehículo en la rampa y el metal chirrió de una forma estridente a medida que se empotraba contra los sólidos muros.
Por fin, la furgoneta no avanzó más.
Rápidamente, José pasó al asiento del copiloto y, desde allí se deslizó a duras penas fuera del vehículo. Luego cerró la puerta. Mientras tanto, al otro lado, los muertos se agolpaban cada vez en mayor número, golpeando con violencia la chapa del compartimento de carga.
José miró alrededor; estaba pisando la argamasa sobrecogedora que el paso de la furgoneta había dejado tras de sí: un puré pavoroso que manchaba sus botas y el pantalón. Entre las formas abyectas que conformaban ese panorama aterrador había ojos todavía abiertos que parecían mirarle como si le acusaran.
En ese momento, José se llevó la mano al estómago y, plegándose sobre sí mismo como presa de una arcada, terminó por vomitar.
* * *
Todo parecía haber acabado ya. Los muertos seguían arremetiendo contra la furgoneta desde el lado de la calle, pero por lo que sabían, seguirían golpeándola hasta el mismísimo fin del mundo. El resto del parking había quedado ya en silencio y el Escuadrón paseaba entre los coches haciendo constantes barridos con las linternas para asegurarse que todo estaba en orden.
Hicieron un recuento de accesos y se aseguraron que estuviesen controlados. Los accesos peatonales tenían las puertas cerradas pero sin llave, aunque encontraron éstas en la cabina de control. Allí, los paneles para las luces, cajeros electrónicos y cámaras de seguridad estaban cubiertos de una sustancia negra y de aspecto pegajoso que, interpretaron, alguna vez pudo haber sido sangre. Las máquinas expendedoras de chocolatinas estaban intactas, y en su interior, éstas esperaban dormidas en sus plásticos de colores sugerentes y llamativos.
Moses no dejaba pasar a nadie más allá del hueco del boquete. Muchos de los supervivientes habían bajado, alertados por el ruido de los disparos y la explosión, y otros manifestaban su descontento al descubrir que habían aplicado explosivos a una pared sin consultar con nadie. Todavía peor, se había hecho cuando Aranda estaba ausente.
—Ha sido una imprudencia —decían unos.
—¡Nos habéis puesto en peligro a todos! —protestaron otros.
Moses los tranquilizó como pudo, asegurando que todo se aclararía.
Buscaba con la cabeza a Isabel entre el pequeño gentío que se había creado, y se alegró de que no estuviera allí. No quería que lo viese en esa situación comprometida, donde las miradas más duras recaían en él como jefe de seguridad.
Por fin, consiguió escabullirse y dejar a la pequeña congregación en el umbral del boquete, mirando con creciente horror el océano de cadáveres que habían dejado. Les traían demasiados recuerdos del día en el que el padre Isidro casi acaba con Carranque.
Moses se acercó al grupo formado por el Escuadrón. Descansaban de pie, con los fusiles entre las manos.
—Sois increíbles, chicos —les dijo al acercarse. —De veras, no sé lo que hubiera pasado de no ser por vosotros.
—¡Yo sí lo sé! —bromeó José.
Uriguen, contra todo pronóstico, no dijo nada. Alimentaba un sentimiento de culpa que había borrado el humor de su fuero interno. Dándose cuenta, Dozer intentó continuar con el ritmo normal de la conversación.
—Bueno, así están las cosas. Veamos, tenemos la rampa bloqueada por la furgoneta. No creo que dure mucho, cada vez hay más de esas cosas golpeándola. ¿Veis cómo se bambolea? Hay que reforzarla con otros coches a falta de algo mejor. Es lo que haremos primero. Las buenas noticias son que las otras rampas están todas cerradas con rejas metálicas de seguridad. Pueden empujarlas, morderlas o limpiarse el culo con ellas, no cederán. Los niveles inferiores están vacíos, los accesos peatonales están cerrados, tanto arriba como abajo, y los dos ascensores, lógicamente, no funcionan, así que no constituyen un problema tampoco.
Se puso un cigarro en la boca.
—¿Cómo lo veis? —dijo al fin.
—Suena bien —dijo Susana— ganar el parking ha sido una buena cosa.
—¡Sí, joder! —exclamó José, eufórico—. Voy a ver qué encuentro por ahí. Creo que he visto otro vehículo grande allá al fondo —y acto seguido, se alejó hacia el extremo más alejado de la planta.
—Bueno. Ahora viene lo peor —dijo Susana.
—¿Lo peor? —preguntó Moses.
—Los cadáveres —dijo Susana haciendo un gesto vago con la mano—, hay que deshacerse de ellos.
* * *
Ayudados por casi todo el mundo, estuvieron limpiando el parking hasta altas horas de la madrugada. Eran demasiados cadáveres como para arrastrarlos por las escaleras, muy angostas y angulosas como para eso; en su lugar, utilizaron el hueco de uno de los ascensores como improvisada chimenea para quemar los cuerpos, los cuales arrojaban cubriéndose la boca y la nariz con pañuelos. Afortunadamente, la caja estaba en los niveles más bajos y la torre exterior tenía salidas de humo construidas, así que echaban los cuerpos poco a poco y las llamas los recibían ávidas y crepitantes. El color áureo-rojizo de las llamas, en medio de aquella oscuridad, le confería a la escena un aspecto irreal, como si el hueco del ascensor fuera un vertiginoso acceso directo a ese lugar del infierno donde arden los condenados.
Aranda volvió de su búsqueda cuando todos andaban en plena operación de limpieza, antes del anochecer. A medida que se acercaba a la ciudad deportiva y las cenizas caían sobre él, ingrávidas, tuvo la confusa sensación de que estaba nevando, pero el olor que impregnaba el aire era inconfundible. Después vio la fumarola de humo saliendo atropelladamente de la caseta del ascensor, y se asustó. Desapareció por la alcantarilla a toda prisa y estuvo en el sótano en un tiempo récord.
Allí escuchó la historia de lo que había ocurrido, pero con una ceja levantada. No dijo nada, sin embargo; veía en la mirada esquiva del escuadrón que sabían que habían actuado impetuosamente, y de todas formas, habían vuelto a salvar la situación. Como Moses, se daba cuenta de que el Escuadrón desempeñaba un papel en extremo importante en su supervivencia y era hora, de todas formas, de extraer el lado positivo. Éste consistía, naturalmente, en haber conquistado el parking. Era una vía que les acercaba a los edificios al otro lado de la calle y, en especial, al Álamo. La barricada que José había improvisado fue reforzada con otros vehículos que impedían que la furgoneta volcase, y la cabina de la misma fue bloqueada para evitar que uno de los espectros acabara por dar, accidentalmente, con el paso.
Por la mañana, el parking entero olía a humo, pero también a sangre, que había impregnado todo el suelo desde la rampa de acceso a la puerta del ascensor. La luz del día, filtrada por los tragaluces de la pared occidental, trajo macabros descubrimientos, en particular pequeños pedazos de carne y un brazo de un color desvaído que habían sido olvidados durante la noche anterior. Lo limpiaron todo. No utilizaron agua, que era un bien demasiado escaso, pero sí todo tipo de detergentes, limpiadores y lejía, con la cual contaban en grandes cantidades.
Al mediodía, como había dicho Moses, observaron que la pared del extremo opuesto al de la brecha comunicaba directamente con el garaje privado para propietarios que se desplegaba en el sótano del Álamo. Nadie sugirió esta vez recurrir al explosivo en ningún momento; en lugar de eso, con el Escuadrón presente, utilizaron unas machotas comunes para derribar la pared, cosa que les llevó apenas cuarenta minutos.
Tampoco hubo problemas, esta vez. El garaje estaba vacío, y la puerta de acceso a la calle convenientemente cerrada. No había signos de violencia ni coches colisionados; todo presentaba un aspecto confortablemente normal, y si no hubiera sido por la gruesa capa de polvo que cubría todos los vehículos, se diría que aquél garaje había sido preservado de la hecatombe que había devorado el mundo.
Como el edificio había sido limpiado y clausurado por el Escuadrón con anterioridad, celebraron el puente subterráneo con unas latas de cerveza. Las abrieron allí mismo sobre el capó de los coches, y la espuma cayó a borbotones limpiando las carrocerías. Fue casi una fiesta improvisada de media mañana donde acudió casi todo el mundo, porque aunque se trataba únicamente de un garaje, al fin y al cabo era un lugar nuevo para unas personas que habían estado tres meses confinados en el mismo lugar.
—Es una tontería —dijo Morales— ¡pronto seremos todos inmunes!
Hubo vítores y voces que aplaudieron el comentario. Pero Moses, que miraba de reojo al doctor Rodríguez, vislumbró su mirada esquiva y preocupada, y sólo pudo sentir que sus temores se confirmaban.
—Tómatelo todo, Alba.
Alba le miraba mohína, con el cuenco de sopa instantánea sobre las rodillas. Odiaba la sopa, pero el cuenco al menos estaba caliente y sentaba bien rodearlo con sus pequeñas manitas.
Gabriel había comido cosas mejores, pero la sopa no estaba tan mal. Hubiera preferido un cuarto de libra con queso naturalmente, pero ya no las hacían. Ya no hacían nada.
—Si me lo como todo, ¿jugamos a las cartas? —preguntó la niña, esperanzada.
Gabriel protestó visiblemente.
—¡Si está anocheciendo, Alba!
—Anda.... solo un ratito...
Pero Gabriel sabía que su hermana quería jugar a las cartas porque eso era lo que hacían con papá y mamá antes de que los monstruos complicaran sus vidas para siempre. Antes de
Aquella Noche.
Antes de que... bueno, antes de que esas cosas entraran en casa, tiraran a papá al suelo y se llevaran a mamá a rastras. Él quería darle con el gancho de los aperos de la chimenea al
zombi
que mantenía a su padre tumbado en el suelo contra su voluntad. Quería darle con todo. Pero Alba tironeaba de él, chillando:
"¡Tenemos que irnos, Gaby, hay que IRSEEEEEEE, GABY HAY QUE IRSEEEE!"
y cuando la miró y vio sus ojos suplicantes y los regueros de lágrimas bañando toda su cara, descubrió una cosa, que los gritos de su padre habían dejado de oírse. Sus brazos ya no peleaban.
Gabriel permaneció allí unos segundos más conmocionado. Sus piernas eran los dos pilares principales del Partenón, pesadas e inamovibles. Su madre había desaparecido por la puerta; los muertos habían tirado de ella llevándosela por la larga cabellera rubia, y tampoco se le escuchaba ya. El aire estaba lleno tan solo de esos ruidos deformes y horribles que les eran propios a los muertos.
"GABY HAY QUE IRSEEEE GAAAABY"
Pestañeó intentando sacudirse el horror que se había apoderado de él. "Jesús", pensó; su hermana se veía tan pequeña a su lado, tirando de su pierna con todas sus fuerzas y buscando sus ojos como si con ello quisiera rescatarlo del shock.
La terraza, señalaba la terraza. Pero no había ninguna salida allí como no fuera saltar.
Gabriel, sin dejar de mirar a los ojos de su hermana, negaba con la cabeza como si no entendiese. A tan solo dos metros de distancia el
zombi
seguía subido a horcajadas sobre su padre. Su cabeza subía y bajaba al son de una melodía demencial. Parecía que el jovencísimo Gaby, mecido todavía por las ondas de la increíble explosión de adrenalina que acababa de sufrir, estaba dejándose seducir por el agrio encanto del plan más simple del mundo, rendirse.
Pero entonces se fijó en la expresión de su hermana. Tenía ese rictus desagradable en el rostro, el mismo de todas las otras veces. Y movía la nariz como si estuviera olisqueando, igual que todas las otras veces. Estaba
viendo,
porque su hermana
veía.
Desde que era pequeña.
—¿Alba? —preguntó en un susurro.
—Tarta de coco —dijo la niña, oliendo el aire a su alrededor y entrecerrando los ojos. —¡La terraza, Gaby, la terraza!
Tarta de coco.
Para Gabriel, que sabía exactamente lo que eso significaba, fue más que suficiente. Se puso rápidamente en marcha, cogió a su hermana de la mano y voló hacia la terraza. Ésta daba, casi en su totalidad al apartamento de abajo, pero por el lado izquierdo era posible saltar sobre un seto desproporcionadamente grueso y mullido, y desde allí al jardín comunitario. Era apenas un salto de medio metro, así que Gabriel pasó a su hermana por encima del muro de la terraza levantándola por las axilas, y la dejó caer suavemente; luego se lanzó él mismo.
—¡Gaby, por aquí! —decía su hermana, impaciente.
Rebotaron rápidamente hacia el suelo, Gaby se puso en pie y escudriñó los alrededores. Era un recinto privado cerrado por una verja de hierro, así que afortunadamente el jardín estaba todavía libre de esos horrores. La enorme hilera de eucaliptos que crecía al otro lado de la verja se mecía con cierta parsimonia, como si entonaran una canción por los que morían.
—¡Ven Gaby, por aquí, por aquí!
Atravesaron corriendo el jardín. Alba sabía perfectamente hacia dónde iban, porque lo había
visto,
naturalmente, y lo que
veía
no se podía cambiar. Era una especie de Ley con la que había vivido desde pequeña. Así que llegaron al otro lado del recinto, corriendo por el borde de la piscina, treparon unas altas escaleras de piedra y por fin, Alba se escabulló entre unos arbustos para desaparecer por un hueco estrecho entre el suelo del jardín y el edificio.