Necrópolis (34 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

BOOK: Necrópolis
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Habían arrastrado una rudimentaria mesa de oficina de la primera planta y la habían volcado contra la puerta. Encajaba bien contra el primer peldaño de la escalera, aunque sabían que si los espectros se determinaban a entrar la barricada no resistiría.

Volvieron a subir. Allí, José y Uriguen daban vueltas examinando la sala sin terminar de decidir acercarse mucho a las ventanas protegidas por barras cruzadas. Se trataba del área de recepción de viajeros, una basta superficie con dos alturas y altos techo surcados por curvas estructuras de madera. La sala era diáfana a excepción de unos bancos y unos mostradores. Desde allí unas puertas de doble hoja daban acceso a los pasillos de enganche, unas pasarelas de hierro y cristal que conectaban con los barcos pero que ahora conducían a la nada.

La sala era testimonio de antiguos horrores. Cerca del extremo más alejado, varios cadáveres estaban dispuestos en varios ángulos sobre charcos de sangre reseca. Tres de ellos llevaban uniformes de la Policía Local y el resto eran civiles, una mujer y varios hombres. Alrededor había montones de casquillos de bala.

—Me pregunto qué historia hay detrás de esto —dijo José examinando los agujeros de bala que recorrían sus cuerpos por todas partes. Caminaba con la camiseta interior asomando por debajo del chaleco y puesta sobre la nariz, porque el olor estando tan cerca era en extremo espantoso.

—¿Crees que esto pudo tener la culpa? —preguntó Uriguen señalando unos barriles pequeños.

—¿Qué es?

Uriguen hizo rodar uno de los barriles con la bota de forma que el rótulo del frontal quedó visible.

—¿Combustible marítimo?

—Es el que usan los barcos —dijo Uriguen. —No soy un puto detective, pero sospecho que esta gente se mató por estos bidones. Quién sabe qué tipo de embarcación querían alimentar para huir de aquí. ¿Te suena plausible,
pecholobo?

—No me extrañaría. Supongo que historias así deben de darse por todo el mundo, incluso ahora mientras hablamos. Gente que se mata por una caja de chocolates, o un poco de agua —dijo José, pensativo.

—Bueno, aquí hubo al menos un superviviente —comentó Uriguen—, mira.

Señalaba ahora unas inconfundibles marcas de bota en el suelo. Nacían de uno de los charcos y se encaminaban hacia el acceso por el que habían entrado, cada vez más débiles hasta desaparecer.

Se giraron para ver llegar a Susana y Dozer.

—¿Cómo vamos a salir de aquí? —preguntó Uriguen entonces cuando los cuatro estuvieron juntos.

—Buena pregunta.

—Vamos a ver cómo está la cosa fuera —dijo Dozer señalando las ventanas que daban a las grandes puertas de acceso al puerto.

La situación era aún peor de lo que habían imaginado. Había miles de espectros sacudiendo los brazos por encima de sus cabezas vociferantes, formando una masa confusa que no parecía ir en ninguna dirección en concreto. Los que estaban cerca del agua caían al mar empujados por el resto, y allí se debatían con una rabia desatada luchando unos por sobresalir sobre los otros.

—Dios mío de mi vida —dijo José con la voz rota.

—Es una puta manifestación —soltó Uriguen.

Susana se estremeció recorrida por un escalofrío. No recordaba haber visto jamás tantos
zombis
juntos, el camino de regreso a las alcantarillas que tan providenciales habían sido hasta ese momento, ya no existía como tal. El sitio era propicio desde luego, la avenida que bordeaba Carranque no era ni por asomo tan espaciosa.

—Tío, estamos
bien
jodidos —dijo José de nuevo dejando colgar el fusil por el cinto y pasándose ambas manos por el cabello.

Dozer suspiró con fuerza, pensativo.

—Bueno. Veamos qué pasa con el barco. Vayamos al otro lado.

La vista del otro lado era un poco más esperanzadora. El número de
zombis
era todavía enorme, pero al menos no tan numeroso, aún así calculaban que unos buenos cien metros les separaban del enorme buque. Allí, los espectros recorrían los pasillos formados por los grandes contenedores como si estuviesen atrapados en un laberinto, entregados a una búsqueda desesperada de algo a lo que pudieran hacer frente.

El aspecto del
Clipper Breeze
les fascinó, con la proa retorcida y abrazada al muelle de hormigón. Hierros y vigas de acero de enormes proporciones se hallaban enroscados unos sobre otros y despuntaban en todas direcciones formando una intrincada maraña. A través de ésta se vislumbraban los diferentes niveles del interior del barco, expuestos ahora a la luz del día. En la segunda planta, un retrete colgaba peligrosamente de una tubería oscilando al viento como un monstruoso estandarte.

—Hostia —soltó José.

—Creo que ese barco no venía a salvarnos —dijo Dozer con la voz queda.

—Joder —exclamó Uriguen entonces. —Haber venido para esto, y ahora nos vemos en esta situación de mierda.

—¿Habrá todavía alguien con vida dentro? —preguntó Susana. Pero nadie contestó inmediatamente.

Dozer tenía serias dudas sobre eso. El casco del barco era de un color negro devorado por manchas de óxido y la superestructura no se veía diferente, el aspecto de abandono, incluso a aquella distancia, era del todo evidente. Cristales rotos en las ventanas, cañerías partidas que surgían inútiles de la fachada y cables que colgaban inertes por la borda.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo José al fin.

—Esperemos un poco —contestó Dozer— a ver qué pasa con esas cosas.

La idea les pareció buena a todos y se sentaron en uno de los bancos. Uriguen se tumbó cuan largo era y cerró los ojos, aunque en su cabeza danzaban pensamientos insidiosos y no consiguió relajarse. José por su parte, había localizado una máquina dispensadora y estaba mirando su interior, aún en sus bolsas una especie de magdalenas momificadas habían generado un moho blancuzco a su alrededor, pero las chocolatinas seguían luciendo el mismo aspecto que antes de que el mundo se fuera a pique. Siempre se podía confiar en las chocolatinas. Rompió el cristal con la culata del fusil y extrajo unas cuantas que distribuyó entre sus compañeros.

—Qué oportuno es todo esto —meditó Susana.

—¿A qué te refieres? —preguntó Dozer.

Susana jugaba con el fusil, frotando su superficie con la palma de la mano.

—A Aranda —dijo— se fue esta misma mañana. Él podría haber hecho algo con su maravilloso truco.

—Oh —dijo José con los ojos fijos en un punto indeterminado.

—De cualquier forma, pronto será mediodía —comentó Dozer— y los días son tan cortos, no quisiera estar aquí todavía cuando se haga de noche.

—Bueno. Ya veremos qué pasa —dijo Susana.

Pero una hora más tarde la situación no había cambiado en absoluto. En el área diáfana del puerto el maremágnum de
zombis
seguía en franca ebullición, evolucionando como una marea que fluye en todas direcciones. El agua estaba también llena de cabezas que intentaban inútilmente mantenerse a flote. El estruendo era quizá lo peor, alaridos en todos los registros que helaban la sangre en las venas. Susana observaba la escena desde una distancia prudencial para no ser vista, con los brazos cruzados y los hombros encogidos. No le gustaba estar ahí encerrada, impotente y rodeada de muertos vivientes le recordaba demasiado a su antiguo yo, cuando en los primeros días de la infección se mantuvo recluida en su casa, viendo cómo el mundo se desestabilizaba demasiado asustada para hacer frente a su propia y nueva realidad.

Dozer se le acercó.

—He estado pensando en un posible plan —dijo.

Susana se giró para mirarle.

—Cuéntamelo todo —exclamó Susana, y Dozer vislumbró en su mirada un atisbo de la Susana que fue cuando se encontraron por primera vez en Carranque. Allí, tras sus ojos color miel, había un deje de inquietud.

—Puede salir bien. Estaba pensando en el barco. Tiene que tener barcas de emergencia que podríamos utilizar para escapar de aquí por mar. El problema es llegar hasta ellas. Es imposible abrir la puerta de acceso desde fuera, que además queda demasiado alta como para que pudiéramos alcanzarla, pero la proa está destrozada y, por lo que he visto, podríamos llegar al interior trepando por entre los restos.

—Uf, no lo sé —dijo Susana, moviendo la cabeza.

—¿Qué otras posibilidades tenemos?

—No muchas, creo. Pero, ¿qué encontraremos dentro?

—Habrá que averiguarlo. Pero tenemos armas, y vaya si sabemos usarlas.

Susana asintió.

—¿Y cómo llegamos hasta allí? Hay unos cien metros de esas cosas, ni con el triple de potencia de fuego podríamos abrirnos paso.

—Ése es el principal problema, pero se me ha ocurrido algo. Se mueven por el ruido, y no hay nada que les atraiga más que la vista de alguien vivo. Uno de nosotros podría subir a los tubos de conexión de pasajeros y armar un Santo Cristo: gritar, saltar... lo que haga falta para atraerlos. Con un poco de suerte, podremos conseguir que el camino hasta el barco se despeje lo suficiente para intentar llegar.

Susana pensó unos instantes con el ceño fruncido.

—¿Y si lo conseguimos, qué pasa con el que se queda?

Dozer la cogió del brazo para que se desplazara apenas unos pasos. Ahora, la estructura larga del tubo de acceso era perfectamente visible.

—Mira ¿ves? Se prolonga por encima del muelle y acaba a apenas dos metros del mar. Desde esa distancia es muy fácil saltar y acabar en el agua.

—Entiendo, así que cogemos la barca y rescatamos al que se quede.

—Bueno, ése es mi plan a falta de algo mejor.

—¿Se lo has dicho ya a los chicos?

Dozer negó con la cabeza. Cuando se acercaron a ellos, José y Uriguen escucharon el plan con atención. José se acercó un momento a la ventana para ver el tubo de conexión y volvió con paso lento y dubitativo, manejando datos e ideas en la cabeza.

—Hay un problema —dijo—, hay un buen montón de
zombis
en el agua y a cada rato que pasa hay más. Se caen los muy gilipollas, y se quedan ahí intentando mantenerse a flote. Es como, bueno, es un espectáculo enfermizo.

—Coño, no lo había pensado —dijo Dozer chasqueando la lengua.

Permanecieron callados unos momentos, reflexionando sobre eso.

—Aún así, habrá que intentarlo —dijo Uriguen quien llevaba un rato callado. —Yo me quedaré. Creo que puedo saltar y subir a la barca con la suficiente rapidez como para que ninguno de esos hijos de puta pueda atraparme. Al fin y al cabo, vosotros podéis darme cobertura desde la barca, ¿no?

Dozer pestañeó, y supo en un instante porqué Uriguen se mostraba voluntario para esa empresa. Ya no era el Uriguen despreocupado y bromista que solía ser, no desde que su error en la apreciación del muro del parking casi les cuesta la vida a todos. Había sospechado, quizá de un modo no del todo consciente que albergaba sentimientos de culpa, pero ahora lo sabía. Le miró con ojos apreciativos.

—Podemos echarlo a suertes, tío —dijo al fin.

—No, seré yo —contestó.

—Podemos echarlo a suertes a ver quién se hace la pajilla más corta,
pecholobo
—exclamó José intentando distender, detectando con suspicacia lo que estaba ocurriendo.

Pero sólo él rió la gracia.

—Es mejor que lo haga yo. En serio.

—Un momento —dijo Susana entonces—, ¿y si no hay barcas?

—Todos los barcos —empezó a decir Dozer pero José le cortó.

—Ya, pero... ¿y si las usaron? Por lo que sabemos el barco podría estar vacío.

—Bueno —contestó Dozer encogiéndose de hombros— entonces volveremos aquí otra vez y pensaremos en otra cosa.

Estuvieron de acuerdo en eso a falta de una idea mejor. La puerta que daba acceso al tubo de conexión para pasajeros, aunque estaba cerrada, no resultó un problema porque la cerradura cedió con un solo disparo; el engranaje entero salió despedido hacia fuera, humeante, y rebotó hasta tres veces sobre la pasarela antes de caer.

—Listo —dijo Uriguen saliendo al exterior. Allí arriba el viento soplaba con fuerza, y en el cielo unas nubes oscuras empezaban a formarse tapando parcialmente el Sol—. ¡Qué frío del carajo, coño!

Avanzó hasta el final, arropado por el estrepitoso clamor de los muertos que vociferaban a apenas seis metros por debajo de él. Uriguen se asomó brevemente y descubrió que las caras enervantes de los muertos estaban giradas hacia él, furiosas, proyectando sus garras en el aire intentando asirle. Luego, terminó de recorrer la distancia que le separaba del final y disparó hasta cuatro veces al aire.

—¡EH, HIJOS DE PUTA! —gritó con toda la potencia que fue capaz—. ¡AQUÍ ESTOY, VAMOS!

La horda de
zombis
intensificó el clamor de sus inhumanos alaridos. Saltaban sobre sí mismos intentando llegar hasta donde estaba, totalmente fuera de sí. Sorprendido, Uriguen observó que de tanto en cuando, alguno de ellos se enzarzaba en una pelea con otro espectro que tenía al lado. El que estaba mirando acababa de hundir los dedos en las cuencas oculares de su enemigo, hizo tanta presión que en un instante acabó con la cabeza en la mano, arrancándola de cuajo del cuerpo de su víctima. Uriguen se estremeció y buscó el hierro de la barandilla para sujetarse, demasiado temeroso por unos segundos de caer abajo. No había visto nunca una congregación de zombis tan masificada.

—Bueno —dijo Dozer—. Ahora nos toca a nosotros.

Se dirigieron a buen paso hacia la escalera que conducía a la salida, revisando los cargadores y desbloqueando los seguros de los rifles.

Una vez que hubieron retirado la mesa de escritorio esperaron todavía unos momentos antes de abrir la puerta para dar tiempo a los
zombis
a retirarse. Fue Dozer quien pegó el oído en un intento de escuchar si había ruido fuera. Por fin, abrió con exquisito cuidado.

Había caminantes por supuesto, pero en un número mucho menor que en el otro extremo. Aliviado Dozer abrió la puerta, el plan había funcionado.

La vieja maquinaria de combate se puso en marcha. Salieron con rapidez, cubriendo cada uno de los flancos. Sabían que el ruido de los disparos volvería a atraer a unos cuantos, así que no se detenían. Cuando habían recorrido casi la mitad del trayecto se produjo un momento de tensión, una caterva de
zombis
salió corriendo del hueco entre dos hileras de contenedores a demasiada poca distancia de ellos. José estaba cubriendo el otro flanco y ni siquiera los vio.

—¡AQUÍ! —gritó Susana.

José se volvió con tremenda rapidez, pero los espectros estaban ya encima de Dozer. Incapaz de disparar contra ellos por no tener ya ángulo posible, el gigantón rechazó al primero de ellos con un contundente golpe de culata que lo envió rápidamente al suelo. Susana erró su ráfaga, que arrancó nubes de sangre del pecho de otro de ellos. No acabó con él, pero detuvo su avance el tiempo suficiente para que José desde su posición le acertara en la cabeza.

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