—No creo poder llevar mucho tiempo una vida de hogar —dijo-. La idea de no correr mundo me abruma. —Vale más que te cases y sientes la cabeza —dijo el anciano.
—¿Con quién quieres que me case? Lástima que uno no pueda casarse con su sobrina. Pilar es endiabladamente atractiva.
—¿Lo has observado?
—Ya que hablamos de sentar la cabeza, debo decir que por lo que hace al respecto, George ha elegido muy bien. ¿Quién es ella?
Simeon se encogió de hombros.
—Yo qué sé. George la pescó en una exposición de modas, según creo. Ella dice que su padre era un marino retirado.
—Seguramente piloto en algún barco de cabotaje —sonrió Harry-. Si no va con cuidado, George tendrá un disgusto con su mujer.
—George es un imbécil —afirmó Simeon.
—¿Por qué se casó con él? ¿Por su dinero? El anciano encogióse de hombros.
—Bueno, ¿crees que podrás calmar a Alfred? —preguntó Harry.
—Eso lo arreglaremos pronto —contestó Simeon. Pulsó el botón del timbre que tenía junto a él. Horbury no tardó en aparecer.
—Dígale a mi hijo Alfred que suba —ordenó Simeon. Cuando Horbury se hubo retirado, Harry comentó: —Ese tipo escucha por la cerradura.
—Probablemente —replicó Simeon.
Alfred llegó presuroso. Su rostro se ensombreció al ver a su hermano. Sin hacer caso de Harry, preguntó: —¿Me has llamado, papá?
—Sí, siéntate. Estaba pensando que debemos reorganizar un poco las cosas ahora que tenemos a dos personas viviendo en esta casa.
—¿Dos?
—Como es natural, Pilar vivirá con nosotros. Y Harry también debe quedarse.
—¿Harry vendrá a vivir aquí? —murmuró Alfred.
—¿Y por qué no, hermanito? —dijo Harry. Alfred volvióse violentamente hacia él.
—Creí que lo comprenderías tú mismo.
—Pues lo siento, pero no lo comprendo.
—¿Después de todo lo que ha pasado? ¿Después de tu inexcusable comportamiento? ¿Del escándalo...? Harry agitó una mano.
—Todo eso pertenece al pasado, muchacho.
—Te portaste muy mal con papá, después de lo mucho que él hizo por ti.
—Oye, Alfred, creo que eso es asunto de papá y no tuyo. Si él está dispuesto a perdonar y olvidar...
—Estoy dispuesto —declaró Simeon-. Al fin y al cabo, Harry es hijo mío, ¿sabes, Alfred?
—Sí, pero me sabe mal... por ti papá.
—Harry ha vuelto porque yo se lo pedí —prosiguió Simeon. Y apoyando una mano en el hombro de su hijo, añadió-: Quiero mucho a Harry.
Alfred se levantó y abandonó la estancia. Estaba mortalmente pálido. Harry salió tras él, riendo.
Simeon se quedó solo, mientras una sarcástica sonrisa asomaba a sus labios. De pronto se sobresaltó y dirigió una mirada a su alrededor.
—¿Quién diablos está ahí? —preguntó-. ¡Ah, es usted, Horbury! Haga el favor de no andar como un gato.
—Le suplico me perdone, señor.
—Está bien. Ahora escúcheme. Tengo unas órdenes que darle. Quiero que después del almuerzo todo el mundo suba aquí. ¿Me entiende? Todos han de subir.
—Sí, señor.
—Hay algo más. Cuando suban, usted les acompañará. Y cuando llegue a la mitad del pasillo levante usted la voz de forma que yo pueda oírle. Hágalo con cualquier pretexto. ¿Me entiende?
—Sí, señor.
Horbury bajó a la cocina, y al encontrar a Tressilian le dijo:
—Vamos a tener una Navidad muy divertida, míster Tressilian.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó secamente el mayordomo.
—Aguarde y verá. Hoy es víspera de Navidad. Espere hasta mañana... No sé...
Entraron todos en la habitación, deteniéndose en el umbral. Simeon hablaba por teléfono. Les saludó con un ademán.
—Sentaos; en seguida estoy por vosotros. Continuó hablando por teléfono.
—¿Es Carlton, Hodkin y Brace? ¿Es usted, Carlton? Simeon Lee al habla. Sí, muchas gracias... Sí... No, sólo quería extender un nuevo testamento... Sí, claro, desde que firmé el otro ha pasado mucho tiempo. Las cosas han cambiado. No, no tengo prisa. No quiero estropearle las Navidades. El veintiséis o el veintisiete. Pase por aquí y le diré lo que quiero hacer... Está bien, no creo que hasta entonces me ocurra nada.
Colgó el teléfono en su horquilla y, a continuación, dirigió una mirada a los ocho miembros de su familia. Soltando una seca carcajada, comentó:
—Estáis todos muy serios. ¿Qué os pasa? —Nos mandaste venir... —empezó Alfred.
—¡Ah, sí! No ha sido nada importante. ¿Creíste que íbamos a celebrar un consejo de familia? No, hoy me encuentro muy cansado. Me acostaré temprano. No hace falta que nadie suba a verme después de cenar. Quiero estar fresco para el día de Navidad. Gran institución familiar esa de la Navidad, ¿no te parece, Magdalene?
—¡Oh, sí, sí... claro!
—Tú vivías con un marino retirado... tu padre —siguió el viejo, haciendo una significativa pausa al final de la frase-. Supongo que no celebraríais muy bien las Navidades, ¿no es verdad? Para eso hace falta una gran familia.
—Sí... desde luego.
La mirada de Simeon Lee se posó en George.
—No quiero hablar de cosas desagradables en este día, pero debo decirte, George, que lamentándolo mucho me veré obligado a reducir tu pensión. De ahora en adelante los gastos de esta casa van a ser mayores.
George se puso muy colorado. —¡Pero papá, tú no puedes hacer eso!
—¿Por qué no? —preguntó con voz suave Simeon-. Mis gastos son ya muy elevados. Mucho. Aún ahora me resulta sumamente difícil cubrirlos todos. Se necesita la más rigurosa economía.
»Haz que tu esposa economice aún más. Las mujeres saben hacerlo. Pueden economizar en cosas que un hombre jamás hubiera imaginado. Una mujer inteligente puede hacerse sus propios vestidos. Recuerdo que mi esposa era muy diestra con la aguja. Lo era en todo, una buena mujer, pero muy aburrida...
David se puso en pie de un salto.
—Siéntate —le ordenó su padre-. Vas a tirar algo. —¡Mi madre...! —empezó David.
—Tu madre tenía menos seso que un mosquito —estalló Simeon-. Y me parece que sus hijos lo han heredado. —Se incorporó. La sangre se le había agolpado en las mejillas. Su voz elevóse chillonamente-. Ninguno de vosotros vale un comino. ¡Estoy harto de todos! ¡No sois hombres! ¡Sois una cuadrilla de cobardes encanijados! ¡Pilar vale más que todos vosotros juntos! Estoy seguro de que cualquiera de los otros hijos que tengo por el mundo vale más que vosotros, a pesar de haber nacido en la ilegalidad.
—Te pones un poco duro, papá —dijo Harry, cuyo rostro alegre parecía cruzado por una sombra.
—¡Lo mismo te digo a ti! —chilló Simeon-. ¿Qué has hecho en el mundo? De todos los rincones de la tierra me has enviado plañideras demandas de dinero. ¡Os juro que me dais asco todos! ¡Fuera de aquí!
Después de esto dejóse caer en su asiento, jadeando ligeramente.
Lentamente, uno a uno, sus parientes fueron saliendo. George estaba rojo de indignación, Magdalene parecía asustada, David estaba pálido y tembloroso. Harry salió casi corriendo, Alfred se movía como un sonámbulo, Lydia le siguió con la cabeza muy erguida. Sólo Hilda se detuvo junto a la puerta y volvió lentamente atrás. En sus movimientos había algo de amenazador.
—¿Qué pasa? —preguntó Simeon.
—Cuando recibimos su carta creí lo que usted decía en ella —respondió la mujer-. Pensé que deseaba reunir en torno suyo a su familia en una fiesta tan señalada como la de Navidad. Por ello persuadí a David de que viniese.
—¿Y qué?
—Pues que usted quería agrupar a su alrededor a sus hijos con otro propósito del que afirmaba. Los quería para insultarles, para demostrar que los tiene a todos agarrados por el cuello. ¡Tiene usted una idea muy extraña del humor!
—Siempre la he tenido —rió el anciano-. No pretendo que los demás la compartan.
Hilda Lee permaneció callada unos segundos. Al fin, algo inquieto, su suegro preguntó:
—¿En qué estás pensando?
—Tengo miedo —replicó Hilda.
—¿De mí?
—No, por usted.
Y como juez que acaba de dictar sentencia, volvióse y abandonó lenta y silenciosamente la estancia.
Alrededor de las siete y cuarto sonó el timbre de la puerta.
Tressilian acudió a abrir. Cuando regresó a la cocina encontró a Horbury que estaba examinando la marca de algunas tazas de café.
—¿Quién es? —preguntó el enfermero.
—Míster Sugden, el inspector de policía... ¡Cuidado con lo que hace!
Horbury había dejado caer una de las tazas, que se partió en mil pedazos.
—Mire lo que ha hecho —se lamentó el mayordomo-. En once años que llevo fregándolas nunca se me había roto una. Y ahora viene usted metiendo las manos donde nadie le ha mandado, y vea lo que ha sucedido.
—Lo siento mucho, míster Tressilian —se excusó el otro con el rostro punteado de sudor-. No sé cómo ha ocurrido. ¿Dice que ha llegado el inspector de policía? —Sí, míster Sugden.
—¿Y qué... quería?
—Viene a recaudar fondos para el sostenimiento del Orfanato de Policía.
—¡Oh! —Horbury pareció verse libre de un gran peso-. ¿Y le han dado algo?
—He avisado a míster Lee y me ha dicho que lo hiciera subir, encargándome que antes llevara una botella de jerez viejo.
—En esta época del año todo el mundo pide. El viejo es generoso. No puede negársele esta cualidad, a pesar de sus otros defectos.
—Míster Lee ha sido siempre muy desprendido —declaró con gran dignidad el mayordomo.
Horbury asintió con un movimiento de cabeza.
—Eso es lo mejor de él. Bien, me marcho. —¿Al cine?
—Eso creo. Adiós, míster Tressilian.
El mayordomo dirigióse al comedor, y después de convencerse de que todo estaba en orden fue a golpear el batintín del vestíbulo.
Cuando se apagaba el último llamado Sugden descendió por la escalera. Era un hombre alto, fornido y de buen semblante. Vestía de azul y caminaba como hombre que está convencido de su propia importancia.
—Me parece que vamos a pasar bastante frío esta noche —comentó-. El tiempo se ha mostrado muy variable. Tressilian se mostró de acuerdo con las palabras del policía.
—La humedad afecta mucho a mi reuma.
Sugden declaró que el reuma era una dolencia muy molesta, y Tressilian le acompañó hasta la puerta principal.
Después de cerrar la puerta, el viejo criado regresó al vestíbulo. Saludó con una inclinación de cabeza a Lydia, que entraba en el salón. George descendía lentamente por la escalera.
Cuando Magdalene entró en el salón, donde estaban va reunidos todos los demás invitados, Tressilian entró solemnemente, anunciando:
—La cena está servida.
A su manera, Tressilian era un gran conocedor de los trajes femeninos. Mientras servía el vino no dejaba de observar y criticar los vestidos de las mujeres que se sentaban a la mesa.
La mujer de Alfred vestía un traje floreado de tafetán negro y blanco. Era muy llamativo, pero Lydia sabía llevarlo como muy pocas mujeres hubieran podido hacerlo. El traje de la esposa de George era un modelo, de eso el mayordomo estaba completamente seguro. Debía de haber costado mucho. Se preguntó cómo era posible que George Lee estuviera conforme en pagar un traje así. A George nunca le había gustado gastar. La esposa de David era una mujer simpática, pero no tenía la menor idea de cómo debe ir vestida una dama. El rojo es una mala elección. En Pilar, el sencillísimo traje resultaba encantador. Míster Lee ya cuidaría de que a la muchacha, por la cual parecía sentir una gran atracción, no le faltara nada. En todos los viejos hacía milagros una cara joven.
Tressilian observó que en el comedor reinaba un extraño silencio. En realidad no era silencio, pues el señorito Harry hablaba por veinte... No, no era Harry sino el caballero sudafricano. Los demás también hablaban, pero no de una manera segura. Había algo extraño en ellos.
Alfred por ejemplo, parecía abatido, como si hubiera sufrido una conmoción. Jugueteaba con la comida que tenía en el plato, sin probarla apenas. Lydia estaba preocupada por él. George seguía muy rojo, tragando la comida. Si no cuidaba su presión arterial tendría un disgusto. Su mujer no comía. Debía estar a dieta para conservar la línea. Pilar parecía disfrutar mucho con la comida, hablando y riendo con el caballero de África del Sur. A ninguno de los dos parecía preocuparles nada.
¿Y David? Tressilían sentíase preocupado por él. Era exactamente igual que su madre. Aparentaba muchísima menos edad de la que en realidad tenía. Estaba muy nervioso. ¡Ya había vertido el vino! En un momento, Tressilian secó con una servilleta el vino, sin que David, absorto, como inconsciente, pareciera darse cuenta de nada de lo ocurrido.
Cuando acabó la cena, las damas pasaron al salón, donde las cuatro permanecieron sentadas, al parecer muy molestas. No hablaban. Tressilian les sirvió el café.
Cuando regresó a la cocina, Tressilian sentía un extraño abatimiento. Toda aquella tensión y disgusto que dominaba a los invitados era impropia de la Nochebuena... No le agradaba.
Haciendo un esfuerzo regresó al salón para recoger las tazas vacías. La estancia se hallaba vacía. Sólo al fondo, de pie junto a una de las ventanas y con la mirada fija en la noche, se encontraba Lydia.
Regresó lentamente al vestíbulo, y en el momento en que se dirigía a la cocina llegó hasta sus oídos el ruido que hacían al caer numerosas piezas de porcelana, volcar de muebles y otra serie de golpes.
—¡Dios santo! —exclamó Tressilian-. ¿Qué estará haciendo el señor? ¿Qué ocurrirá allí?
Y de pronto, claro y potente, llegó un terrible alarido que se fue apagando poco a poco.
Tressilian quedó un momento paralizado; luego salió al vestíbulo y echó a correr escaleras arriba. Por el camino encontró a otros. El grito se había oído claramente en toda la casa.
Corrieron por el pasillo que conducía a la habitación de míster Lee. Míster Farr e Hilda se encontraban ya ante la puerta. La mujer de David trataba de abrirla.
—¡Está cerrada! —exclamó.
Harry Lee se abrió paso y, a su vez, probó de abrir.
—¡Papá! —gritó-. ¡Papá, abre!
Levantó una mano pidiendo silencio. Todos escucharon. No llegó ninguna respuesta.
Sonó el timbre de la puerta, pero nadie hizo caso.
—Tendremos que echar la puerta abajo —dijo Stephen Farr-. Es la única manera de poder entrar.