Authors: Miguel Aguilar Aguilar
Te vas hundiendo en la cama líquida, oyes el batir de alas del Ángel Azul y sientes en tu frente su aliento reconfortante. Te dejas ir por el tobogán de tus pesadillas, ahí ves tus demonios pegados a las paredes deseando salir a tu encuentro, pero permanecen quietos. Pasas de largo, cierras los puños y sigues hundiéndote en confusas sombras. Caes y tienes conciencia de que caes. No te gusta la sensación pero te tranquiliza tener un ángel al lado, su risa de trineo en la nieve todo lo puede.
—Tienes los ojos azules: dos puntos de cobalto sobre nácar.
—Ya lo sé.
—Y mi sombra la llevas enredada en tu pelo. Me gustaría que te la quedaras de recuerdo.
—Hum. Esas frases tan bonitas, ¿son tuyas?
—A veces creo que me las van a quitar, otras que soy yo quien las roba.
—No importa. Cuando tenía quince años mi primo Anders me mandaba poemas. Veraneábamos en una pequeña isla en New Jersey, prácticamente deshabitada, eran veranos aburridísimos. Él iba a entrar en la universidad el curso siguiente y se daba aires de intelectual. Yo luego los recitaba lentamente delante de mis amigas y ellas suspiraban envidiosas. Tenía un pretendiente poeta que además era de la familia, era la chica más afortunada de aquel verano. Me paseaba por la playa rocosa suspirando y leyendo una y otra vez los poemas. Las gaviotas me gritaban que no hiciera caso,
quiá, quiá
, quejándose en raudas pasadas sobre mí, pero yo ya estaba enamorada. Cuando me acosté con él se acabaron los poemas. Después descubrí que los había copiado de un libro de grandes autores del diecinueve que tenía nuestra abuela en casa. Aun así fue hermoso mientras duró.
—Qué triste. Tus pezones son agujeros negros, no puedo dejar de mirarlos.
—A las cuatro tengo vuelo, ¿vas a estar mucho tiempo aquí?
—No creo. Pero estoy seguro de que volveremos a encontrarnos.
—Eso espero. Deja que vaya al baño y ahora vuelvo. ¿Me dirás más frases bonitas?
—Claro, pero no te quites las alas, Ángel Azul.
—Me gusta que me llames así. ¿Por qué lo haces?
Y el trineo se va deslizando por la nieve camino del cuarto de baño.
La habitación del hotel está llena de soledad. Como todas las habitaciones de todos los hoteles. Cuando llegas a un hotel es como romper una piñata: nunca sabes de qué sabor son los caramelos de la almohada, de qué color las hojas de carta, cual es el interruptor que apaga el aplique junto a la cama y evita tener que levantarse. Abrir la puerta del baño es descubrir el escaparate número tres: ¡Ha ganado un baño completo con hidromasaje! Miras con aprensión las normas de evacuación en caso de incendio. Te sorprendes con los precios de las habitaciones en temporada alta. Dos horas en que estás animado descubriendo lo mismo que hay en todos sitios, y después te asaltan todas las historias de llantos, despedidas, amores clandestinos, desamores inevitables, que han pasado por ella. Te sientas en la cama y te entran ganas de llorar, te abruman las soledades del alma que encierran las cortinas descoloridas, las sábanas gastadas, los muebles rayados.
Detrás de la ventana se presiente la ciudad llena de luz y vida. Se escucha una germanía que deseas comprender. Cada ciudad tiene sus códigos propios, sus voces y secretos. Todavía tienes confianza para descubrirla. No te vas a rendir tan pronto. Vas a poder. Intentas animarte sentado en la cama, y sólo tienes ganas de llorar y taparte la cabeza con una almohada, esconderte del Máximo Seis Meses.
Decides llamar al servicio de habitaciones, no te apetece bajar al restaurante.
—Service des chambres. Qu’est que vous voulez?
—Eh… esto… Excuse me…
—Sí, dígame, hablo español.
—Quisiera comer algo. ¿Qué me pueden mandar?
—Junto al teléfono tiene el nuestro menú. Por favor, vuelva a llamar cuando tenga decidido la orden. Gracias.
La voz varonil y oxidada arrastraba las erres desde el fondo de la garganta. Miras junto al teléfono pero no encuentras nada. Abres los cajones de la mesita de noche, primero el de arriba, no hay nada, ni siquiera la omnipresente Biblia. Luego el de abajo, hay una pistola.
Ahí, solitaria y fuera de lugar, brilla amenazante, desafiándote. Ni siquiera te asombras, te limitas a mirarla. El metal es cálido, de un brillo azul apagado, demasiado atrayente. Cierras de golpe el cajón. Ya no tienes hambre, se ha abierto un sumidero y te vas escapando en círculos como el agua, te va robando lo poco que queda de ti. Te sudan las manos y empiezan a temblarte los párpados. Sabes que vas a abrir de nuevo el cajón, vas a coger la pistola, la vas a acercar a tu boca (si disparas en la sien puedes fallar y dejarte tonto), sentirás el azul apagado resbalar por tus incisivos, tu lengua reconocerá la salida de la muerte, temblará nerviosa sin saber si quedarse allí o intentar escapar, forzarás la muñeca para poder mantener la pistola directamente en tu paladar, recrearás el recorrido de la bala, encogerás el dedo índice y habrá terminado tu huida.
Eres demasiado cobarde para matarte, en el último momento te echarías atrás, te daría demasiado pudor que encuentren tus pensamientos desparramados por la habitación, convertidos en obscenidades escritas en las paredes. Vuelves a abrir el cajón sabiendo que no puede tentarte más. No hay nada. Vacío como la muerte, como tu corazón. Tampoco te asombras ahora de que no esté ahí la pistola. Te vas acostumbrando a las burlas de tu mente. Vuelves a sentarte pesadamente en la cama. Debajo del teléfono ves sobresalir un trozo de papel.
—Service des chambres?
—¿Hola? Ya sé qué quiero comer.
—Dígame, señor.
—Un número cuatro, un doce y un veintidós, con pan y vino tinto.
—Ese es el Menu Royal.
—Vale, un menú Royal completo y tres cuartos de vino. ¿Vale?
—¿Qué número de la habitación?
—Un momento… —haces ruido: dejas el teléfono sobre la mesilla, das cinco pasos hasta la puerta, la abres, una pausa, la cierras, cinco pasos— ¿Sí?, la número 107.
—En cuarenta y cinco minutos tiene la su comida, señor.
—Gracias.
No tienes hambre pero quieres dar algo de normalidad a tu vida. Dentro de lo posible.
Hola Pollo,
El viaje ha sido largo y aburrido, pero ya estoy en Nueva Orleáns, es tal y cómo siempre la imaginamos. Aún no la he recorrido entera, pero hay músicos de jazz en las calles, chicos negros bailan claqué por las esquinas y bellas criollas te sonríen desde las ventanas. Un aire dulzón y cálido te envuelve con sensualidad y es absurdo ir con prisas. Huele a música, como en Granada, y la literatura es algo real y tangible. Parece que es imposible no escribir ni hacer el amor. Ya te contaré mi encuentro con una azafata del vuelo que me trajo aquí. Y hablando de mujeres, si ves a Lina dile que no le guardo rencor, yo también me hubiera dejado, era una situación imposible.
Dale besos a mamá, os quiero mucho. No os preocupéis por mí, lo estoy pasando de miedo.
Yerai.
Te sientes mejor, has dormido casi seis horas de un tirón. Hace tres días que llegaste al hotel y aún no has salido, pero te encuentras muy animado y quizás cuando le envíes la carta a tu hermano no sea del todo mentira. Te ves paseando por la ciudad sonriendo a las prostitutas, visitando los cafés que frecuentó Truman Capote. No sabes cuales son pero seguro que te los indican. Es como cuando llegas a Salzburgo y en cada esquina ves un lugar dónde Mozart hizo algo, pasa en todas las ciudades. Procuras hacer un recuento de los días que llevas viajando pero no puedes, se te nublan los recuerdos, la memoria se empeña en difuminar lo que vives. Tampoco importa tanto. Te acercas a la ventana, tu habitación da a un callejón de unos tres o cuatro metros, el edificio de enfrente es de ladrillo y no tiene ventanas. Te hace gracia pensar que podrías estar en cualquier lugar del mundo. En realidad no hay nada que te indique dónde estás realmente. Ni siquiera en el membrete del hotel que hay en el papel de cartas aparece la dirección. Piensas en un cachorro de perro perdido en medio de una carretera que mira en un sentido y en otro. En medio de cualquier parte, sin saber si ir a un lado o a otro. Piensas en un coche que se acerca con las luces intermitentes. Una voz dice: no Más de Seis Meses. El cachorro huye pero sabe que el coche le alcanzará. Sabe que es inútil salir de la carretera, que no vale la pena, pero corre con todas sus fuerzas. Desde el enladrillado de enfrente una salamanquesa te mira y te saca de tus pensamientos. Es imposible que te vea, pero te está mirando con sus alfileres negros. Sibila insolente. No tiene derecho a recordarte lo que no puedes olvidar. Cierras la ventana con furia, te dan ganas de gritarle. Te pasas las manos por el pelo y te das cuenta de que está grasiento. Abres la ventana.
—¡YA LO SÉ, MALDITA!
Oyes tu voz un poco ronca por la falta de uso re-botar de una pared a otra, se pierde por el callejón y te dices: otra cosa que se escapa. No puedes evitar chasquear la lengua y encoger los hombros.
Te ordenas darte una ducha y afeitarte, pero antes abres el mini bar para beberte algo. No queda nada. Ahora sí que tienes que salir. Mientras te duchas piensas en el Ángel Azul, puede que vuelva a la ciudad. Te anima pensarlo. Te afeitas sin ver tu rostro en el espejo, sólo ves la mirada de un desconocido. Sin duda la podrás encontrar en el bar si está en el hotel. Te cortas un par de veces, junto a la nuez y bajo el labio inferior. Le preguntarás al camarero con voz de pato. Te vistes con camisa blanca y chaqueta, pasarás calor, pero prefieres ir arreglado cuando te vea de nuevo. Los zapatos están un poco sucios, los miras embobado unos instantes, no puedes apartar la vista. La memoria chirría.
Las rocas tenían una ligera capa de musgo y algas que te obligaban a andar con los brazos estirados como un funambulista. En una mano llevabas una bolsa y en la otra una navaja. La bolsa iba casi llena de lapas, suficientes para un guiso de arroz y una sartenada. Subía la marea y la luz se apagaba. Avanzabas lentamente feliz por la cosecha marina. Entonces la viste, una silueta envuelta en algodón blanco que saltaba de una roca a otra con pasmosa facilidad. El sol se ocultaba justo detrás de ella y la rodeaba de un áurea naranja. Llevaba el pelo suelto y caminaba descalza. Lejos para verle la cara, cerca para ignorarla. Un golpe de mar y viento te hizo perder el equilibrio y braceaste para recuperarlo. Resbalaste y sentiste mil agujas que se clavaron bajo la uña del dedo gordo del pie, la descarga eléctrica te recorrió de abajo hacia arriba hasta concentrarse en las sienes. Ese segundo se hizo excesivo. Miraste el dedo y comprobaste que se iba licuando en rojo sobre la roca traidora. El dolor fue tan agudo e intenso que no sabes qué pasó en los cinco minutos siguientes. La boca se te secó y un sudor frío te inundó. Cuando la memoria volvió a inmovilizar las imágenes y sensaciones, estabas sentado en la arena y una chica joven te hablaba suavemente. Te decía palabras tranquilizadoras, como si fueras un niño extraviado, te aprisionaba el dedo con sus manos pequeñas y espantaba el dolor con un suave soplo. Era una joven morena de pelo largo y liso que le caía hacia delante ocultando sus rasgos. Cuando giró la cabeza lanzando la melena hacia un lado descubriste la belleza racial que te sonreía.
Apenas tuviste el valor de preguntarle su nombre.
—Lina.
Y cientos de gaviotas empezaron a corear tu descubrimiento.
¡Lina, Lina, Lina
! Quisiste fijar aquel instante con cada detalle, inspiraste hondo llenando tus pulmones del aroma a mar, te recreaste en la coloración de su voz y dibujaste en tu pecho su rostro con delicadeza renacentista. Desde aquel día, un atardecer junto al mar te traía su voz arrulladora, su mirada de miel, la noche de su pelo. Volviste a verla cada día de aquel verano. Ella hablaba y tú la mirabas, ella trenzaba una nueva vida y tú la seguías.
La uña de tu dedo, la que os unió, nunca volvió a crecer pegada a la carne sino que se curvaba como una garra, una maldición que se repetía cada vez que te ponías zapatos nuevos.
Te quitas el zapato y compruebas que la amarillenta uña confirma tus recuerdos. Tienes ganas de llorar, el corazón parece que aún guarda algo de ti. No sabes si el llanto que no sale es de tristeza o alegría. Te vuelves a calzar y continúas moviéndote. Sales de la habitación y bajas al bar, tienes que fijarte en los carteles indicadores porque no recuerdas el camino.
El bar está en penumbras, una música de jazz se desliza por el suelo, sorteando sillas y mesas, como si no pudiera elevarse en el aire. Aún tienes ganas de llorar, lo sabes porque una opresión te ahoga, aunque sientes que tus ojos han perdido ya todas las lágrimas. Otra cosa que tu cuerpo ha extraviado. Detrás de la barra hay un camarero criollo. Lleva el pelo repeinado hacia atrás y unos mechones se rebelan en rizos brillantes. Tiene ojos grandes y boca de pato. Este es, te dices, éste es… Te acercas y le pides un whisky. Te lo sirve sin hielo —joder, nunca te acuerdas de pedir el whisky con rocas— comprobando la cantidad con un pequeño medidor.
—Lucas… Lucas, perdona…
—Donald, me llamo Donald, señor.
—Perdona Donald. ¿Recuerdas cuando estuve aquí la otra noche?
—Sí, se puso bien con el vodka —hizo con la mano como si tocara la trompeta—, ¿llegó sin problemas a la habitación?
—Sí, claro, ¿recuerdas a la chica que estuvo con-migo? Una azafata rubia vestida de azul y con un pañuelo blanco al cuello. Más o menos así de alta…
Pone cara rara, te dice algo pero no lo entiendes, entre su voz de pato y tu mal inglés te pierdes. Te da corte volver a preguntar, te bebes de golpe el whisky y pides otro, esta vez con rocas.
—Era guapa la chica, ¿eh?
—Mire, me cae simpático, pero no empiece otra vez con sus chicas, morenas o rubias, musas o azafatas —ladea la cabeza y te señala con el dedo—. No empiece otra vez.
Sientes un vértigo que te enciende la cara, las sienes se vuelven de plomo y se te seca la garganta. No puede ser, dices en voz baja. El hielo del vaso te dice que te vas a emborrachar.
—Ángel Azul, ¿sabes que Donald el pato no se acuerda de ti?
—Me pasa siempre, tengo una cara insulsa, nadie me recuerda.
—Cuando alguien se muere en un avión, ¿adónde va?
—Aterrizamos lo antes posible y lo evacuamos.
—Evacuado: como la mierda.
A Sofía Passini,
Asraii
, por espantar demonios con un gesto