El discurso de Hazen, que no duró más de dos minutos, dio paso a una avalancha de preguntas.
–Uno por uno y levantando la mano –dijo–. Como en el colé: al que grite le tocará al final. Empiece usted.
Señaló a un periodista en mangas de camisa e increíble, desmesuradamente gordo.
–¿Hay pistas o sospechosos?
–Estamos investigando algunos datos muy interesantes. Es lo máximo que puedo decir.
Tad lo miró con cara de sorpresa. ¿Qué datos? De momento no tenían nada.
–Usted –dijo Hazen, señalando a otro.
–¿La víctima era de por aquí?
–No. Se está trabajando en la identificación, pero no era de la zona. Se lo asegura uno que conoce a todo el mundo.
–¿Saben cómo fue asesinada?
–Esperamos que nos lo diga el forense. El cadáver ha sido enviado a Garden City. Cuando tengamos los resultados de la autopsia, serán los primeros en saberlo.
El autobús Greyhound que pasaba a primera hora en dirección a Amarillo se acercó traqueteando por la calle principal y frenó ante el bar de Maisie con un chirrido. Para Tad fue una sorpresa, porque casi nunca paraba. ¿Quién podía subir o bajar en Medicine Creek? Quizá más reporteros, de tan baja categoría que ni siquiera podían pagarse un medio de transporte propio.
–Esa señora de ahí; adelante, pregunte.
Una pelirroja que imponía bastante apuntó a Hazen con el micrófono.
–¿Qué cuerpos de seguridad están participando?
–La policía del estado nos ha ayudado mucho, pero, dado que el cadáver apareció en el término municipal de Medicine Creek, los responsables somos nosotros.
–¿Y el FBI?
–El FBI no interviene en asesinatos locales, ni esperamos que se interese por este. Por lo demás, hemos asignado bastantes recursos al caso, entre ellos el laboratorio especial de criminología y la brigada de homicidios de Dodge City, que se ha pasado toda la noche en el lugar del crimen. No teman que intentemos resolverlo Tad y yo solitos. Los dos sabemos gritar, y gritaremos todo lo que haga falta para solucionar lo antes posible el caso con todos los recursos necesarios.
Sonrió e hizo un guiño. De repente el autobús volvió a arrancar, levantando una nube de polvo y humo de motor diesel, y haciendo tanto ruido que hubo que interrumpir la rueda de piensa. Cuando se despejó la humareda, en la acera había un maletín de piel, y junto a él un hombre alto y delgado de negro riguroso, cuya sombra, bajo el sol matinal, se alargaba por medio centro de Medicine Creek.
Tad miró al sheriff de reojo y vio que también lo había visto.
El hombre de negro los miraba fijamente desde la acera de enfrente.
Hazen se recompuso y dijo bruscamente:
–Siguiente pregunta. ¿Smitty?
Señaló la cara llena de arrugas de Smit Ludwig, dueño y periodista del
Cry County Courier
, el periódico del pueblo.
–¿Ya hay alguna explicación de la… escena? ¿Tenéis alguna teoría sobre la colocación del cadáver y todos los complementos?
–¿ Complementos ?
–Sí, hombre, lo que había alrededor.
–Todavía no.
–¿Podría ser algún culto satánico?
Tad miró involuntariamente la otra acera. El hombre de negro había recogido el maletín, pero seguía en el mismo sitio.
–No descartamos la posibilidad –dijo Hazen–. Lo que está claro es que el autor no está bien de la cabeza.
Tad vio que el hombre de negro había bajado a la calzada, y que se acercaba con paso tranquilo. ¿Quién podía ser? Pinta de reportero, policía o viajante no tenía, eso para empezar. De hecho, si de algo le vio pinta fue de asesino. Quizá lo fuera.
Observó que el sheriff lo observaba, y que también se habían vuelto algunos miembros de la prensa.
Hazen sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su camisa y siguió hablando.
–Independientemente de que se trate de una secta, un loco o lo que sea, quiero subrayar (ojo, Smitty, que es importante para tus lectores) que el asesino seguramente no es del municipio, ni quizá del estado.
Al ver que el hombre de negro se había detenido en las últimas filas, le tembló la voz. Pese a que la temperatura ya superaba de lejos los treinta grados, llevaba un traje negro de estambre, camisa blanca almidonada y una corbata de seda muy ajustada al cuello. Aun así, se le veía más fresco que una rosa. La mirada de sus ojos plateados tenía por destinatario a Hazen.
Todos bajaron la voz.
El siguiente que intervino fue el personaje de negro.
–Una premisa injustificada –dijo.
El silencio era total.
Hazen abrió el paquete sin prisas, lo sacudió para extraer un cigarrillo y se lo introdujo en la boca. No decía nada.
Tad observó al hombre. Era delgadísimo, con la piel casi traslúcida, y unos ojos de un gris azulado tan claro que parecían luminosos. Todo ello le prestaba el aspecto de un cadáver reanimado, de un vampiro recién salido de la tumba. Podía ser, si no un zombi, el sepulturero. En todo caso tenía algo mortuorio. Tad se puso nervioso.
Hazen, que ya había encendido el cigarrillo, se decidió a hablar.
–No recuerdo haber pedido su opinión.
El hombre de negro se internó en la multitud, que lo dejó pasar en silencio, y cuando estaba a tres metros del sheriff volvió a tomar la palabra con el acento meloso del más profundo sur.
–El asesino actúa en el momento más oscuro de la noche, sin luna. Aparece y desaparece sin dejar ningún rastro. ¿Tan seguro está de que no sea de Medicine Creek, sheriff Hazen?
Hazen chupó con fuerza el cigarrillo y expulsó el humo más o menos hacia su interlocutor.
–Lo veo muy entendido. ¿Se puede saber por qué?
–Eso preferiría responderlo en su despacho, sheriff.
El hombre de negro hizo un gesto con la mano, invitando a que el sheriff y Tad entraran los primeros en la pequeña oficina.
–¿Y con qué derecho me hace pasar a mi propio despacho? ¿Por quién coño se toma?
El hombre lo miró sin alterarse, y contestó con el mismo tono almibarado y grave.
–Excelente pregunta, sheriff Hazen, pero, con su permiso, propongo contestarla en privado, como la anterior. Sepa que lo digo por su bien.
Antes de que el sheriff Hazen pudiera contestar, el hombre se volvió hacia los periodistas.
–Siento comunicarles que la rueda de prensa ha terminado.
Tad se quedó de piedra al ver que todos daban media vuelta y se marchaban.
El sheriff se apostó tras su escritorio de fórmica hecho polvo, mientras Tad se sentaba en su silla de siempre con ganas de ver qué pasaba. El hombre de negro dejó el maletín junto a la puerta. El sheriff le ofreció la silla para visitantes, dura y de madera, en la que (según él) los sospechosos no duraban ni cinco minutos. El desconocido tomó asiento con un movimiento fluido y elegante y, tras cruzar las piernas, se apoyó en el respaldo mirando al sheriff.
–Tráele una taza de café a nuestro invitado –dijo Hazen, sonriendo un poco.
Quedaba para media taza, que fue servida
ipso facto
. El hombre de negro la aceptó, pero la dejó en la mesa tras un vistazo y sonrió.
–Se lo agradezco mucho, pero lo mío es el té. Té verde.
Tad se preguntó si era un excéntrico o un maricón. Posiblemente lo segundo.
Hazen carraspeó, frunció el entrecejo y cambió la postura de su cuerpo achaparrado.
–Usted dirá. Más vale que sea algo gordo.
Con un gesto al borde de la languidez, el desconocido sacó una cartera del bolsillo de la chaqueta y dejó que se abriera por su propio peso. Hazen se inclinó para mirarla, y volvió a apoyarse en el respaldo suspirando.
–FBI. Me lo tendría que haber imaginado. –Miró a Tad–. Ya han venido los grandullones.
–Sí, señor –dijo Tad. Nunca había visto a nadie del FBI, pero aquel individuo era justo lo contrarío de la imagen preconcebida que tenía de ellos.
–Pues nada, señor…
–Agente especial Pendergast.
–Pendergast. Pendergast. Nunca me acuerdo de los nombres. –Hazen encendió otro cigarrillo y lo chupó con fuerza–. ¿Viene por lo del asesinato de los cuervos?
Las palabras salieron con una nube de humo.
–Sí.
–¿Y es oficial?
–No.
–O sea, que viene a título personal.
–De momento sí.
–¿A qué zona pertenece?
–Técnicamente, a la de Nueva Orleans, pero digamos que tengo un convenio especial.
Pendergast sonrió con afabilidad. Hazen gruñó.
–¿Cuánto piensa quedarse?
–Hasta el final.
«¿Hasta el final de qué?», pensó Tad. El hombre de negro concentró en él sus ojos claros y sonrió.
–De mis vacaciones.
Tad se quedó mudo de sorpresa. ¿Le había leído el pensamiento?
–¿Sus vacaciones? –Hazen volvió a cambiar de postura–. Pendergast, esto es irregular. Necesitaré una autorización oficial de nuestra zona. Esto no es ningún Club Med para el FBI.
Tras unos instantes de silencio, el hombre que se había identificado como Pendergast dijo:
–Supongo que no querrá que esté aquí a título oficial.
A falta de respuesta, siguió hablando con cordialidad.
–No pienso entrometerme en sus investigaciones. Actuaré con total independencia. Le haré consultas cada cierto tiempo y le facilitaré la información que considere oportuna. El mérito de los arrestos se lo dejo a usted. No pretendo que se me reconozca nada, ni lo aceptaré. Lo único que pido son las atenciones normales entre los cuerpos de seguridad.
El sheriff Hazen frunció el entrecejo, se rascó y volvió a fruncirlo.
–La verdad, a mí me da lo mismo quién se lleve el mérito. Yo lo único que quiero es pillar al cabrón del asesino.
Pendergast dio su aprobación con la cabeza. Hazen chupó el filtro, sacó el humo por la boca y dio otra calada. Estaba pensando.
–Pues nada, Pendergast, que trabaje a gusto durante sus vacaciones. Solo le pido que no se haga notar y que no hable con la prensa.
–Naturalmente.
–¿Dónde se aloja?
–Esperaba algún consejo por su parte.
El sheriff contestó con una risa seca.
–Como no sea en casa de los Kraus, que es lo único que hay en el pueblo… Las cuevas de Kraus. Lo habrá visto al llegar en autobús. Es una casona en pleno maizal, unos dos kilómetros al oeste del pueblo. Winifred Kraus alquila habitaciones en el último piso; claro que últimamente tiene pocos huéspedes, la pobre. Seguro que lo convence para que visite la cueva. Calculo que será el primero en un año.
–Gracias –dijo Pendergast, mientras se levantaba y cogía el maletín.
Los ojos de Hazen siguieron su movimiento.
–¿Tiene coche?
–No.
El sheriff contrajo un poco el labio superior.
–Pues lo llevo.
–Me gusta caminar.
–¿Seguro? La temperatura es de casi treinta y ocho grados, y no lo veo muy vestido para la ocasión.
La expresión de Hazen se había vuelto burlona.
–¿Tanto calor hace? ¿De verdad?
El agente del FBI se dio la vuelta para salir por la puerta, pero a Hazen le quedaba otra pregunta por hacer.
–¿Cómo se ha enterado tan pronto del asesinato?
Pendergast se detuvo.
–Tengo un arreglo con alguien del FBI que me vigila las comunicaciones por cable y correo electrónico de los cuerpos de seguridad locales. Cada vez que se produce un crimen que responda a una determinada categoría, me avisan enseguida. Pero ya le digo que vengo por razones personales. Acabo de terminar una investigación bastante cansada en el este. No le dé más vueltas. Me han llamado la atención las características digamos que… interesantes de este caso.
Algo en su pronunciación de la palabra «interesante» erizó los pelos de la nuca a Tad.
–Ah… ¿Y de qué categoría se trata, si no es mucho preguntar?
En el tono del sheriff volvía a insinuarse un poco de sarcasmo.
–De un asesinato en serie.
–Pues qué raro, porque hasta ahora me consta un solo crimen.
El hombre de negro se volvió lentamente, y posó en el sheriff Hazen la mirada de sus ojos fríos y grises.
–De momento –dijo en voz muy baja.
Winifred Kraus dejó el punto de cruz para mirar algo muy raro por la ventana del salón, algo que la asustó un poco. Un hombre de negro se acercaba por el centro de la carretera con un maletín de piel. Aún estaba a varios cientos de metros, pero Winifred Kraus tenía la vista aguda, y supo ver que la intensa luz del verano iluminaba a un personaje de aspecto fantasmal, delgado y sin sustancia. Tenía miedo porque se acordaba de que hacía muchos años, de niña, su padre le había contado cómo vendría la Muerte: cuando menos lo esperara, en forma de un hombre que llegaría tranquilamente por la calle, subiría a su puerta y llamaría. Un hombre vestido de negro. Al mirar sus pies, no se veían zapatos, sino pezuñas. Después se percibía olor a azufre y fuego, y en ese momento la arrastraban a una, entre gritos, al infierno.
El hombre se acercaba a pasos largos y tranquilos, precedido por su sombra. Winifred Kraus se dijo que era una tontería, un simple cuento, y que en todo caso la muerte no llevaba maletín. Pero ¿qué sentido tenía ir de negro en aquella época del año? Con tanto calor ni siquiera el pastor Wilbur se ponía ropa negra. Además, no solo iba de negro sino con traje. ¿Sería un vendedor? Pero ¿y el coche? En la carretera de Cry County no caminaba nadie, ni un alma; al menos desde su infancia, antes de la guerra, cuando aún aparecían temporeros que cruzaban el pueblo a principios de primavera hacia los campos de California.
El hombre de negro se había detenido en la intersección de la carretera asfaltada con el camino de acceso a la casa de Winifred, lleno de baches y polvo. Miró la casa como si se fijase justo en el salón, y Winifred dejó automáticamente el punto de cruz. El hombre ya se había metido en el camino. Se dirigía a la casa. ¡Venía! Y tenía el pelo tan blanco, la piel tan clara, el traje tan negro…
Winifred oyó un golpecito de la aldaba, y se tapó la boca con la mano. ¿Qué hacer? ¿Abrir? ¿Esperar a que se fuera? Pero… ¿se iría?
Esperó.
La segunda llamada fue más insistente.
Frunció el entrecejo. Estaba desvariando. Se levantó del sillón y, respirando hondo, cruzó el salón, abrió con llave y separó un poco la puerta de su marco.
–¿La señorita Kraus?
–¿Sí?
El hombre hizo ni más ni menos que una reverencia.