«Bueno, basta por hoy», se dijo. Se metió otra vez en la cápsula y estuvo durmiendo una hora bajo los auriculares somníferos. Se despertó, enderezó el rumbo de la nave y volvió a caer en la Zona Tenebrosa.
Volvió a salir a cinco horas y media de Sol.
Las coordenadas que le había dado el titerote definían una pequeña porción rectangular del cielo vista desde Sol, acompañada de una distancia radial en ese sentido. A esa distancia, las coordenadas definían un cubo de medio año luz de arista. Si sus instrumentos no le engañaban, Luis Wu y el «Tiro Largo» también se encontraban ahora dentro de ese volumen.
Habían dejado ya muy atrás la pequeña burbuja de estrellas, de unos setenta años luz de diámetro, que constituía el espacio conocido.
De nada le serviría intentar localizar la flotilla. Luis no sabía qué debía buscar. Fue a despertar a Nessus.
Nessus se colgó a una anilla gimnástica con los dientes y miró por encima del hombro de Luis.
—Tengo que localizar ciertas estrellas como puntos de referencia. Centra esa gigante verde y blanca y proyéctamela en la pantalla ampliadora...
Casi no podían moverse en la cabina del piloto. Luis intentaba proteger el panel de instrumentos de los desmañados gestos de los tres cascos del titerote.
—Espectroanálisis... sí. Ahora la doble estrella azul y amarilla situada en las dos...
—Ya me he situado. Gira a 348,72.
—¿Qué buscamos exactamente, Nessus? ¿Una masa de llamas de fusión? No, la flotilla usa reactores corrientes.
—Necesitamos el amplificador. La reconocerás en cuanto la veas.
La pantalla amplificadora estaba llena de pequeñas estrellas anónimas. Luis fue aumentando el grado de amplificación hasta que...
—Cinco puntos distribuidos en un pentágono regular. ¿Es eso?
—Ese es nuestro punto de destino.
—Estupendo. Déjame comprobar la distancia... ¡Nej! Hay un error, Nessus. Están demasiado lejos.
No recibió respuesta.
—En cualquier caso, no pueden ser naves, aunque el calculador de distancias no funcione. La flota de los titerotes debe avanzar un poco por debajo de la velocidad de la luz. Tendríamos que distinguir el movimiento.
Cinco estrellas apagadas en un pentágono regular. Estaban a un quinto de año luz de distancia y resultaban completamente invisibles a simple vista. Para poderlas distinguir con ese grado de ampliación, debían tener las dimensiones de un verdadero planeta. En la pantalla, una se veía un poco menos azul, ligeramente más pálida que las otras.
Una roseta de Kemplerer. Qué cosa más rara.
Se cogen tres o más masas iguales. Se sitúan en los vértices de un polígono equilátero y se les dan velocidades angulares iguales respecto a su centro de masa.
En esas condiciones la figura se halla en equilibrio estable. Las masas pueden describir órbitas circulares o elípticas. Una masa adicional puede ocupar el centro de masa de la figura, aunque éste también puede estar vacío. Es un detalle irrelevante. La figura es estable, como un par de puntos troyanos.
El problema está en que no es difícil que una masa pase a formar un punto troyano. (Recuérdese el caso de los asteroides troyanos en la órbita de Júpiter.) Sin embargo, es muy improbable que cinco masas lleguen a constituir una roseta de Kemplerer por azar.
—Es increíble —murmuró Luis—. Singular. Nadie ha visto jamás una roseta de Kemplerer... —La dejó perderse de vista.
¿De dónde obtendrían su luz esos objetos entre las estrellas?
—Oh, no, ni lo sueñes —dijo Luis Wu—. Jamás conseguirás convencerme. ¿Crees que soy un imbécil?
—Qué es lo que no quieres creer.
—¡Nej! ¡No te hagas el inocente!
—Como quieras. Hacia allí nos dirigimos, Luis. Si nos sitúas dentro de su radio de acción, enviarán una nave a nuestro encuentro.
La nave tenía un fuselaje #3, un cilindro redondeado en los extremos y con el vientre aplastado, pintado de un color rosa chillón y sin ventanas. No había aberturas para los motores.
Debían de ser motores sin reacción, parecidos a los humanos, tal vez algo más avanzados.
Luis siguió las instrucciones de Nessus y dejó que la otra nave se encargara de efectuar las maniobras necesarias. Con sus motores de fusión, el «Tiro Largo» hubiera necesitado meses para adecuar su velocidad a la de la «flotilla» de los titerotes. La nave titerote lo consiguió en menos de una hora. Se materializó junto al «Tiro Largo» y, de inmediato, su tubo de acceso, cual serpiente de vidrio, intentó establecer contacto con la compuerta del «Tiro Largo».
Tendrían problemas para desembarcar. No había espacio suficiente para que toda la tripulación pudiera salir del estasis al mismo tiempo. Y, un detalle más importante, Interlocutor tendría una última oportunidad de apoderarse de la nave.
—¿Crees que tu tasp le mantendrá a raya, Nessus?
—No. En mi opinión, hará una última tentativa de robar la nave. Lo mejor será que...
Desconectaron el panel de mandos de los motores de fusión del «Tiro Largo». Con un poco de tiempo y la intuición mecánica innata en todos los constructores de herramientas, el kzin podría arreglar cualquier cosa. Pero no tendría tiempo...
Luis observó al titerote que comenzaba a avanzar por el tubo. Nessus llevaba el traje de presión de Interlocutor. Había cerrado los ojos con fuerza: una lástima, pues la vista era magnífica.
—Caída libre —dijo Teela cuando Luis le abrió la cápsula de supervivencia—. No me siento bien. Será mejor que me ayudes, Luis. ¿Qué ha ocurrido? ¿Ya hemos llegado?
Luis le contó algunos detalles mientras la conducía hasta la compuerta. Ella le escuchaba, pero Luis advirtió que toda su atención estaba concentrada en la boca de su estómago. Se la veía sumamente incómoda.
—En la otra nave habrá gravedad —le dijo.
Sus ojos descubrieron la diminuta roseta en cuanto Luis se la señaló. Ya era posible apreciarla a simple vista: un pentágono de cinco estrellas blancas. Ella se volvió y le interrogó con una mirada de asombro. El movimiento le hizo rodar los canales semicirculares y Luis pudo ver cómo se le demudaba la cara antes de cruzar la compuerta. Luis la siguió con la mirada mientras desaparecía contra el fondo de estrellas desconocidas.
Luis abrió la tapa de la cápsula y dijo:
—Nada de gestos bruscos, estoy armado.
El rostro anaranjado del kzin no cambió de expresión:
—¿Hemos llegado?
—Sí. He desconectado el motor de fusión. Es imposible que consigas volver a conectarlo a tiempo. Nos están apuntando con dos grandes láseres de rubí.
—¿Y si huyera con el hiperreactor? No, imposible. Debemos estar en una singularidad.
—Te aguarda una sorpresa. Estamos en cinco singularidades.
—¿Cinco? ¿En serio? Pero lo de los láseres no era cierto, Luis. ¿No te da vergüenza mentirme así?
En cualquier caso, el kzin salió de la cápsula sin armar demasiado alboroto. Luis le seguía con la espada variable en ristre. Al llegar a la compuerta, el kzin se detuvo sobrecogido ante el espectáculo del pentágono de estrellas que iba aumentando de tamaño a ojos vista.
El «Tiro Largo» se acercaba a hipervelocidad y se había detenido media hora luz más adelante de la «flotilla» de los titerotes: poco menos de la distancia media entre Júpiter y la Tierra. Pero la «flotilla» avanzaba a enorme velocidad, apenas inferior a la de su propia luz, de modo que la luz que llegaba al «Tiro Largo» procedía de mucho más lejos. Cuando el «Tiro Largo» se detuvo, la roseta era demasiado pequeña para poder distinguirla a simple vista. Apenas se veía cuando Teela cruzó la compuerta. En esos momentos había alcanzado un tamaño impresionante e iba creciendo con enorme rapidez.
Los cinco puntos azul pálido distribuidos en un pentágono se iban expandiendo por el cielo, cada vez más grandes, y más separados...
Durante un fugaz instante el «Tiro Largo» apareció rodeado de cinco mundos. Luego desaparecieron, y su luz cada vez menos intensa fue enrojeciendo hasta hacerse invisible. Y la espada variable estaba en manos de Interlocutor-de-Animales.
—¡Por todos los diablos! —explotó Luis—. ¿No sientes curiosidad por nada?
El kzin reflexionó un momento:
—Siento curiosidad, pero mi orgullo es más fuerte. —Pulsó el botón y, cuando el alambre retráctil estuvo metido en el mango, le devolvió la espada variable a Luis—. Una amenaza es tanto como un desafío. ¿Vamos?
La nave titerote era un robot. Una vez cruzada la compuerta, todo el sistema de supervivencia era una gran habitación. Había cuatro cápsulas, de formas tan diversas como los seres que debían ocuparlas, formando un círculo en torno a un mueble-bar.
La nave no tenía ventanas.
Luis comprobó con gran alivio que había gravedad. Aunque no exactamente igual a la gravedad de la Tierra; el aire tampoco era exactamente el mismo de la Tierra. La presión resultaba un poquitín demasiado alta. El ambiente estaba lleno de olores, extraños aunque no desagradables. Luis olía a ozono, hidrocarbonos, titerotes —docenas de titerotes— y otros olores que no logró identificar.
No había ángulos. La pared curva formaba una sola superficie con el suelo y el techo; tanto las cápsulas-diván como el mueble-bar parecían modificables. En el mundo de los titerotes no había objetos duros ni cortantes, nada que pudiera hacer salir sangre o causar un hematoma.
Nessus se tendió descoyuntado sobre su cápsula-diván. Se le veía ridículamente cómodo.
—No me ha querido decir nada —se burló Teela.
—Claro que no —dijo el titerote—. De todos modos hubiera tenido que repetirlo cuando llegasen los demás. Sin duda os habréis estado preguntando...
—Mundos volantes —le interrumpió el kzin.
—Y rosetas de Kemplerer —dijo Luis.
Un zumbido casi imperceptible le indicó que la nave comenzaba a moverse. Acomodó su equipaje e Interlocutor hizo otro tanto, luego se tendieron frente a los otros dos en sus respectivas cápsulas. Teela le tendió una bebida roja con sabor a frutas en una ampolla comprimible.
—¿Falta mucho? —le preguntó al titerote.
—Aterrizaremos dentro de una hora. Entonces recibiréis instrucciones sobre nuestro destino definitivo.
—Creo que tendremos tiempo. Bien, cuéntanos. ¿Por qué mundos volantes? No sabría explicarlo exactamente, pero por algún motivo me parece más bien arriesgado esto de ir lanzando mundos habitables con tal despreocupación.
—¡Oh, te equivocas, Luis! —El titerote hablaba completamente en serio—. El riesgo es mucho menor que en esta nave, por ejemplo; y esta nave es muy segura comparada con la mayoría de las naves de diseño humano. Tenemos mucha práctica en lo que a trasladar mundos se refiere.
—¡Práctica! ¿Cómo se os ocurrió la idea?
—Para explicarlo tendré que hablar primero del calor y del control de la natalidad. ¿No os molesta?
Con un ademán, respondieron que no. Luis tuvo la delicadeza de no reír; Teela soltó una carcajada.
—En primer lugar debéis saber que a los titerotes nos resulta sumamente difícil controlar nuestra población. Sólo existen dos formas para evitar la procreación. Una de ellas requiere una grave intervención quirúrgica. La otra es la abstinencia total de todo contacto sexual.
Teela quedó pasmada:
—¡Qué horror!
—Es un inconveniente. Fijaos bien, la operación no constituye una alternativa a la abstinencia, sino que tiene por objeto asegurar la abstinencia. Actualmente se ha conseguido que la operación sea reversible, algo imposible en el pasado. Muy pocos de mi especie están dispuestos a someterse voluntariamente a esa intervención.
Luis silbó:
—No me extraña. ¿Conque el control de vuestra población depende de la fuerza de voluntad?
—Sí. La abstinencia determina desagradables efectos secundarios, como ocurre en la mayoría de las especies. Desde tiempos muy remotos, ello se ha traducido en un exceso de población. Hace medio millón de años éramos medio trillón en cifras humanas. En cifras kzinti...
—Las matemáticas son mi fuerte —le interrumpió el kzin—. Pero estos problemas no parecen guardar relación alguna con lo inusitado de vuestra flota. —No se quejaba, era sólo un comentario. Interlocutor había cogido del mueble-bar una garrafa con dos asas de diseño kzinti, con más de dos litros de capacidad.
—Pues tienen mucho que ver, Interlocutor. Medio trillón de seres civilizados producían mucho calor como subproducto de su civilización.
—¿Ya estabais civilizados hace tanto tiempo?
—Evidentemente. Ninguna cultura bárbara hubiera podido mantener una población tan numerosa. Hacía tiempo que se nos había agotado la tierra cultivable y habíamos tenido que terraformar dos mundos de nuestro sistema para dedicarlos a la agricultura. Para ello tuvimos que aproximarlos más al Sol. ¿Comprendes?
—Vuestra primera experiencia en el desplazamiento de mundos. Emplearíais naves robot, claro.
—Evidentemente... A partir de entonces la alimentación dejó de ser problema. Tampoco teníamos problemas de espacio. Ya entonces construíamos altos edificios y nos gusta vivir en compañía.
—Instinto gregario, lo juraría. ¿Por eso esta nave huele como una manada de titerotes?
—Sí, Luis. Nos reconforta oler la presencia de nuestros semejantes. Nuestro único problema, en aquella época, consistía en el calor.
—¿El calor?
—El calor es uno de los productos de desecho de la civilización.
—No comprendo —dijo Interlocutor-de-Animales.
Luis, quien como terrícola comprendía perfectamente, se abstuvo de todo comentario. (La Tierra estaba mucho más poblada que Kzin.)
—Por ejemplo: por la noche te gusta tener luz, ¿verdad, Interlocutor? Si no dispones de una fuente de luz artificial no tienes más remedio que dormir, aunque prefieras hacer otras cosas.
—Elemental.
—Supón que cuentas con una fuente de luz perfecta que sólo emite radiaciones en el espectro visible para los kzinti. Aun así, toda la luz que no salga por las ventanas será absorbida por paredes y muebles. Se convertirá en calor difuso. Otro ejemplo: la Tierra no produce suficiente agua dulce natural para sus dieciocho mil millones. Es preciso destilar agua salada por fusión. Ello genera calor. Y debes tener en cuenta que nuestro mundo, mucho más poblado, perecería si no funcionasen las plantas destiladoras. Un tercer ejemplo: el transporte que supone cambios de velocidad genera siempre calor. Las naves espaciales cargadas de cereales procedentes de los mundos agrícolas producían calor al regresar a nuestra atmósfera y lo distribuían por toda su superficie. Al despegar despedían aún más calor.