Muertos de papel (7 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Muertos de papel
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La revista de Barcelona en la que Valdés trabajaba no era propiamente una revista del corazón. La calificación bajo la que se presentaba al público era «publicación femenina de actualidades», y se llamaba
Mujer Moderna
. La hojeé concienzudamente antes de aparecer por la redacción, pero no encontré nada que pudiera considerarse de verdadera actualidad. Es más, todo lo que allí se consignaba hubiera podido ser actual en el Antiguo Egipto. Modas, maquillaje, peinados, decoración, recetas de cocina y algunos cotilleos del mundo de la farándula, la nobleza y el dinero. En este último apartado del chismorreo se inscribía la columna de Valdés. Leí la que tenía en las manos sin esperar encontrar nada excepcional. Y en efecto, así fue. Valdés hablaba de presentadores de televisión a los que yo nunca había oído nombrar y de cantantes y bailarines igualmente desconocidos para mí. Algo sí me resultó familiar: el estilo envenenado, chulesco e irrespetuoso de su prosa. No entendí muy bien su presencia en un medio como aquél. ¿Por qué una dama dispuesta a enterarse de qué hacer con su celulitis, o qué ponerse para salir a cenar, o cómo cocinar un besugo, podía desear de repente revolcarse en un artículo tan malicioso? En principio, todas las actividades que proponía la revista presentaban un carácter placentero y carente de agresividad. ¿Cuál era la continuidad lógica entre mirar qué cortinas estaban de moda para colgar en el salón y enterarse de una ruptura matrimonial en el mundo del espectáculo? De pronto, una pregunta tan errática como aquélla me indujo a volver atrás. Localicé las páginas de decoración. Fue todo un hallazgo; estaban dirigidas por una mujer: Pepita Lizarrán. No había fotografía que acompañara a la firmante de la sección. Valoré si el estilo de los muebles que figuraban en ella tenía algo que ver con el de los muebles que Valdés había puesto en su casa. No estaba tan versada en artes decorativas como para determinar puntos de identidad. Todo lo veía parecido: cortinas de colores discretos, cuadros impersonales... Tampoco el texto me facilitó rasgos sobre la personalidad de la autora. Podía ser una chica joven, de mediana edad o muy mayor. Decía a propósito de un sillón verde botella: «La calidez de la tapicería junto con la forma, pensada para la comodidad, pueden proporcionarnos largas horas de lectura y relajación. Es el placer con cuatro patas.» ¡Joder, quién podía dar el más mínimo detalle de su modo de ser hablando de un sillón! Si a mí me hubieran propuesto escribir varias líneas sobre un tema así, seguro que hubiera caído en los mismos lugares comunes. Me pregunté qué haría Pepita Lizarrán en la revista siguiente cuando tuviera que describir otro sillón. Pero no eran ésas las preguntas que debía plantearme, me estaba dejando llevar por el ambiente de frivolidad que el caso entrañaba. Fui en busca de Garzón.

—Subinspector, acompáñeme a investigar en
Mujer Moderna
.

—Aún no he acabado de preparar el material de nuestro viaje a Madrid.

—Ya acabará después, quiero que venga conmigo.

—Con todos los respetos, inspectora. Para hablar con hampones no quiere que la acompañe, pero sí para ir a una revista femenina. No lo puedo entender.

—Quiero que contraste usted mi subjetividad. ¿Lo entiende ahora?

—Menos aún.

—Bueno, da igual. Si hiciéramos sólo las cosas que entendemos podríamos pasarnos la vida sentados en un sillón, el placer con cuatro patas.

—Lo que usted diga, inspectora. ¡Faltaría más!

Me seguía la corriente como a los locos, convencido de que le hubieran ido mejor las cosas teniendo como jefe a Groucho Marx. Pero ¿por qué motivo iba yo a ser más lógica que la sociedad donde nos había tocado vivir, en la que individuos como Valdés podían triunfar antes de que los liquidaran y se describían los sillones uno a uno?

La redacción de
Mujer Moderna
estaba en un entresuelo de la Diagonal. Su directora era una mujer de unos cuarenta años que pareció haber envejecido diez en cuanto se enteró de nuestra condición de policías. Su glamour no se hallaba preparado para resistir un golpe semejante. Enseguida se puso nerviosa y no sabía si debía condolerse ante nosotros por la muerte de Valdés como si fuéramos de la familia o limitarse a una actuación matizada y profesional. Para nuestra desgracia optó por lo primero, enzarzándose en un interminable elogio fúnebre del que no atisbábamos el final. Por fin la corté sin muchos miramientos.

—Señora, estamos convencidos de que Valdés era un buen periodista y un excelente compañero; pero no me negará que estaba considerado como un grandísimo hijo de su madre. ¿No es así?

Llevó su frágil barquilla dialéctica por mares procelosos.

—Usted sabe, inspectora, que en algunas profesiones el ejercicio del deber lleva a tener mala consideración por parte de los demás. Por ejemplo, ustedes...

—¿Está intentando decirme que los policías también tenemos fama de cabrones?

Un rubor intensísimo en sus mejillas contrastó con la preciosa blusa de seda blanca que llevaba. Balbuceó:

—Inspectora, yo...

Garzón no aprobaba en absoluto el innecesario tercer grado al que estaba sometiéndola, porque enseguida comenzó su servicio de traducción:

—Lo que la inspectora Delicado quiere decir es que, dada la virulencia de las crónicas del señor Valdés, quizá haya cosechado algunos enemigos. ¿Sabe usted si había recibido amenazas o protestas, ya sea por teléfono o carta?

Agitó la cabeza negativamente con toda convicción.

—¿Tenía en la redacción un ordenador personal?

—Sí, escribía aquí sus artículos, pero luego los borraba. Temía mucho por la confidencialidad, ya saben cómo era. Si quieren puedo hacerles una copia de sus archivos en disquetes, pero seguro que están vacíos.

—Hay algo más que puede hacer por nosotros. ¿Está aquí en estos momentos la redactora que se ocupa de decoración?

Me miró como si aquella pregunta fuera el colmo de la excentricidad.

—Sí, por supuesto, está trabajando.

—¿Podemos hablar con ella un momento?

Mientras iba a buscarla, Garzón se lanzó sobre mí en un placaje sutil:

—¿También está interesada en cambiar su salón?

—Ya ve, por eso quería que estuviera usted presente y corrigiera mi subjetividad si es excesiva.

—Pues para empezar, su subjetividad no ha estado mal.

—¿Qué quiere decir?

—Ha sido un poco brusca con la directora.

Bajé la voz.

—Esta revista me jode, Fermín.

—¡Pero si casi no es de cotilleos!

—Ya lo sé, pero... ya se lo contaré después.

Unas pisadas tras la puerta dieron paso a la directora seguida por Pepita Lizarrán. Menuda, ni fea ni guapa, aspecto acobardado... ¿Era ésta la amante de Valdés, la mujer que había conseguido que su pétreo corazón hiciera aguas, aquella por la que su vida iba a cambiar y que ya había cambiado su salón? Sinceramente no podía determinarlo de una ojeada. En apariencia, no era el tipo de chica por el que suele cambiarse nada, ni siquiera el agua de un jarrón. Pero tampoco Valdés era un hombre común, de hecho podía haber encontrado en aquella mosquita muerta el contrapunto ideal a su azaroso modo de vida. Tampoco su actitud era muy sospechosa. Ponía cara de circunstancias, algo normal cuando han asesinado a un compañero de trabajo.

Comprobé que la directora pretendía seguir presente durante el interrogatorio; de modo que le di las gracias sin motivo y, entendiéndome, se largó.

—Disculpe, sólo queremos hacerle unas preguntas sobre su compañero el señor Valdés.

—Ustedes dirán.

Tenía una vocecita trémula y unos ojos redondos que parecían siempre asustados.

—¿Mantenía usted alguna relación fuera del trabajo con el señor Valdés?

—¡No, qué va! Nunca tuvimos ocasión ni de tomar un café, Ernesto no paraba mucho por aquí. En cuanto acababa su artículo se marchaba. Iba cada semana a Madrid para su programa, trabajaba una barbaridad.

Observé que se había anticipado en exceso para contestar, que lo había hecho de modo un tanto torrencial y precipitado. Malos síntomas para un detector de mentiras.

—¿Le ayudó usted, dados sus conocimientos en la materia, a decorar su hogar?

—¿Yo? No, no me lo pidió.

—¿Dónde estaba el día veintitrés a las nueve de la noche?

—En un congreso de decoradores que se celebraba en el hotel Majestic. Fui a cubrir la información para la revista.

—Por supuesto puede probarlo.

—Sí, estuve acreditada con la gente de prensa y tengo fotografías mías a lo largo del acto con algunos compañeros.

Una vez en el coche, Garzón opinó que la coartada de la Lizarrán era perfecta. Le parecía, además, que no tenía ningún motivo para mentir sobre la relación con Valdés. Hubiera podido admitir tranquilamente que le había echado una mano como compañero ayudándole a decorar su hogar.

—¡Ni hablar!, eso implicaba que había estado en su casa, que puede conocer al asesino... una complicación para ella.

—Pero ¿por qué negar o afirmar algo que quizá nosotros pudiéramos averiguar preguntando a los otros periodistas que trabajan con ellos?

—Tal y como veo las cosas, debían de llevar su relación en secreto. Un tipo como él tendría montones de gente esperando poder hincar un diente en su vida privada.

—Inspectora, me ha hecho venir para que la avise de un exceso de subjetividad. Pues bien, la aviso.

—Como dato objetivo tengo la prueba del borlón.

Apartó la vista del tráfico para ver qué paloma me había sacado de la manga.

—¿Qué es eso del borlón?

Agité las hojas de
Mujer Moderna
junto a su oído.

—En las fotos de la sección de decoración todo está rematado por unos borlones color canela: las cortinas, la tapicería de los sillones, los manteles... ¿Y sabe una coincidencia? El salón de Valdés estaba también repleto de borlones.

—¡Joder, estarán de moda!

—¡Vamos, subinspector, usted no entiende nada de modas ni de decoración!

—Yo no entiendo nada de nada, es verdad; tampoco entiendo por qué le ha cogido tanta manía a esta revista.

—Intenté explicárselo antes. Encuentro este tipo de revistas femeninas peor que las de cotilleo. Finalmente, los líos de los famosos es un tema general, mientras que lo que se propone aquí resulta una auténtica esclavitud para la mujer.

Aproveché que habíamos parado en un semáforo para enseñarle varios fragmentos.

—Lea, por favor. Sección de belleza: cuida tu piel con cremas adecuadas. Aquí tiene una selección: para la limpieza del cutis, para la mañana, para la noche, para el sol, para después del sol, para el contorno de ojos, para el contorno de labios, para exfoliar la piel muerta, para el cuerpo, para el busto. Sección de salud: dietas sanas para adelgazar, para tener brillante el pelo, para conseguir uñas fuertes. Gimnasia para cada día. Sesiones de rayos uva. Posibles intervenciones de cirugía estética: párpados, liposucción, aumento o reducción del pecho, aumento de labios. Sección de cocina: menús para que tu familia pueda variar cada día. Sección de decoración: ponte al día. Tú misma puedes cambiar el papel pintado.

Hacía rato que volvíamos a circular.

—¿Quiere que siga?

El subinspector negó con la cabeza y se sumió en un profundo silencio. Deduje que estaba reflexionando y le di una pequeña conclusión por si coincidíamos.

—¿Cree que una mujer puede preocuparse por todas estas cosas a la vez? ¿Cree que queda espacio en su mente o su tiempo para algo interesante de verdad, aunque sólo sea el placer personal?

Continuó callado. Me disponía a prolongar lo que ya se había convertido en una arenga bastante dogmática cuando Garzón musitó:

—Los hombres también leemos prensa deportiva.

—¿Y?

—Si te preocupas por la alineación de los equipos, por los cambios de entrenador, los puntos de la liga, las declaraciones de los jugadores y demás pijotadas también puedes acabar pareciendo subnormal.

—¡Bueno, por fin logramos ponernos de acuerdo en algo esta noche! ¿Quiere llevarme a casa, Fermín? Ya está bien por hoy.

—¿Y los borlones?

—¿Cómo?

—¿Qué piensa hacer con Pepita Lizarrán?

—Intentaremos que la identifique Mallofré.

—¡¿Qué?! ¿Y cómo demonio piensa hacer una cosa así?

—Algo se me ocurrirá. No tengo tiempo de pensar ahora, he de empezar a decidir con qué cremas me embadurnaré antes de ponerme el pijama.

Vi luz en la cocina antes de entrar en casa. ¿Había olvidado a Amanda? De ningún modo. Recordaba perfectamente su aviso de llegada y había previsto que saliéramos a cenar a un restaurante cercano. En cuanto abrí la puerta la llamé. Salió enseguida y, al tenerla delante, advertí que sus rasgos exactos se habían borrado de mi mente desde la última vez que nos vimos. Fue una sensación especial, una alegría profunda, un reconocimiento de que durante todos aquellos meses me había privado de una presencia grata.

Nos abrazamos riendo en el pasillo, divertidas de ser hermanas después de todo. Entonces, casi de modo inmediato, me di cuenta de que Amanda había pasado de la risa al llanto.

3

Le preparé un té. Es un sistema para consolar a la gente que, desconozco los motivos, a los ingleses suele funcionarles. Nos sentamos a hablar a la mesa de la cocina. Se limpió las lágrimas intentando serenarse.

—Se trata de Enrique —comenzó al modo clásico—. Se ha liado con una enfermera y creo que se irá.

—¿Adónde se irá?

—¡Petra, es una manera de hablar! Quiero decir que lo más probable es que se vayan a vivir juntos, que Enrique me abandone.

—¿Eso te ha dicho?

—Estuvimos hablando. Está loco por ella, así lo expresó. Tiene dudas sobre el futuro, pero estoy segura de que se irá.

—Ya entiendo.

—La chica es bastante más joven que yo.

—¿La conoces?

—Puede que la haya visto alguna vez por el hospital, pero no sé quién es.

—El médico casado que se enamora de su joven enfermera, no es nada nuevo, ¿verdad?

—Supongo que estas historias son siempre parecidas.

—Puedes estar segura de eso. ¿Qué piensas hacer?

—De momento he venido aquí para poder pensar. Lo he dejado solo con los chicos. Pueden apañárselas muy bien sin mi presencia.

Me miraba de hito en hito, sin duda esperando una reacción más clara por mi parte. Exhaló un suspiro melancólico para decir:

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