Muertos de papel (24 page)

Read Muertos de papel Online

Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Muertos de papel
4.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Todo esto de los divorcios y las relaciones con los ex maridos es muy complicado.

—Cada uno lo soluciona como puede.

—Usted misma ha roto cualquier vínculo con Hugo y, sin embargo, con Pepe guarda una relación de amistad.

—Nadie sabe qué es lo mejor; no hay modelos a seguir. Ésa es la gracia.

—¿Algún día se volverá a casar, Petra?

—¡Y yo qué sé!

—No se lo pregunto por curiosidad.

—Pues entonces, ¿por qué?

—Para saber si piensa fugarse con el marqués.

Me eché a reír con ganas. Miré a mi compañero. Como en los demás hombres, había en él un componente infantil que lo hacía atractivo. Conservé una sonrisa para decir:

—No sé si me casaré, Fermín, y si lo hago será sin proponérmelo como algo teórico. He llegado a la conclusión de que, como casi todo en la vida, el amor es una selva, un caos, un follón, un sálvese quien pueda. Por eso hacer planes me parece absurdo, pero no menos absurdo que no planear nada... no sé, da miedo buscar orden donde no lo hay. Al final acabas dándote cuenta de que vives en la Tierra de puta casualidad, de que eres un animalito, una espora, un simple eslabón en la cadena vital.

Garzón me escuchaba serio como un devoto, achicando los ojos en un esfuerzo por sintetizar mi filosofía de sobremesa. Guardó silencio.

—¿Y usted, volverá a casarse algún día?

—Yo...

Sonó mi teléfono, interrumpiendo su parlamento. Miré el número del comunicante.

—Creo que es otra vez nuestra detective aficionada.

—¡Joder, dígale que ingrese en la academia y, así podrá cobrar sus servicios cuando ya sea poli!

Hablé con Maggy mientras Garzón lanzaba miradas furibundas y daba tragos a su café. Cuando acabé me volví hacia él.

—Dice que ya está.

—Que ya está ¿qué?

—En la zona del bar que le acotamos no hay sedes de partidos políticos ni organismos oficiales, pero sí se encuentra la redacción del periódico
El Universal
. Es un hallazgo interesante, han aireado varios escándalos políticos en los últimos tiempos. En cuanto acabe su café iremos a ver al director. Veremos si sabe algo sobre ventas de información comprometedora y posibles chantajes. Ahora puede seguir.

—¿Seguir?

—Sí, iba a revelarme si piensa casarse o no.

—¡Carajo, inspectora, nos encontramos en el curso de una apasionante investigación y usted se interesa por el matrimonio de un viejo solitario! ¡Y yo qué sé si volveré a casarme! Si encuentro a la mujer indicada, quizá sí.

—¿Una mujer dulce y hogareña que le saque las zapatillas cuando vuelva del trabajo?

—¡Eso, y que me sople el café cuando esté demasiado caliente! ¡Venga, inspectora, no me toque los cojones que ya la conozco! Llevo demasiado tiempo trabajando con usted.

—¡Tampoco tanto, aún debería sorprenderle en alguna oportunidad!

—¡Y lo hace, incluso demasiado! Digamos que tiene toda la capacidad de sorpresa que yo puedo asimilar.

Disfrutaba cuando Garzón me decía esa clase de cosas; en el fondo mantenía vivo mi pequeño mito personal, cada vez más declinante por las diversas circunstancias de la vida.

Para pasar el control de seguridad de
El Universal
fue suficiente con enseñar nuestras placas. Nos costó un poco más conseguir que el director nos recibiera. Su nombre era Andrés Nogales y al parecer estaba en una reunión, de modo que tuvimos que esperarle cerca de media hora. Pero no llevábamos prisa; la idea era charlar con él y preguntarle si alguno de los periodistas de la redacción tenía las características físicas del hombre que desayunaba con Valdés en el bar La Gloria. Sin embargo, hubimos de variar la estrategia en cuanto se presentó ante nosotros. Ante nuestro asombro total, él mismo respondía a la descripción que el camarero había dado: alto, elegante, con gafas sin montura y cercano a los cincuenta años. Garzón me miró en una ráfaga y yo apreté mínimamente los párpados para que comprendiera que estaba avisada. Me costó reaccionar con rapidez. ¿Nos encontrábamos por fin frente al asesino de Valdés? Decidí ser cautelosa y no precipitar las conclusiones. El director de un periódico importante no es un quinqui al que se puede intimidar con un acorralamiento falto de pruebas. No sabía por dónde empezar, pero me daba la impresión de que levantar el juego ante sus ojos sería un error imperdonable. Garzón seguía callado como un muerto cuando nos sentamos en los dos silloncitos frente a la mesa gerencial. Nos sonrió y abrió los brazos en un gesto acogedor perfectamente estudiado.

—¿Qué puedo hacer por nuestra amada policía?

Era del tipo irónico mundano o quizá estaba nervioso. Cualquiera de las dos posibilidades me beneficiaba. Sonreí yo también.

—Tenemos interés en charlar con usted.

—¿Sobre algo en concreto?

—Una aproximación a la práctica periodística.

—Sabía que nos movíamos en una frontera difícil, pero siempre he creído que la práctica periodística aún no era delito en sí misma.

—Y no lo es. Lo único que le pediremos será que nos ilustre sobre algunos procedimientos.

—¿Como por ejemplo?

—¿Cómo se lleva a cabo el llamado periodismo de investigación? Se echó a reír.

—Inspectora, por favor, no habla con un niño.

—¿Qué quiere decir?

—Que ésa es la única cosa que puede interesarle a la policía en una redacción. De hecho, no hay nada más, lo otro es puro servicio de agencia, y ése saben ustedes cómo funciona.

—Perfecto, ¿podría decirme, pues, si son sus periodistas los que llevan a cabo las investigaciones o se contratan informadores externos?

Cerró un cajón sin llegar a ser brusco, pero demostrando una cierta impaciencia. Me miró con repentina seriedad.

—Miren, a mí también me gusta jugar, pero les ruego que seamos sensatos. Soy director de un periódico de ámbito nacional y estoy al tanto de muchas cosas, en contacto con muchas otras. De verdad no van a hacerme creer que han venido aquí para interesarse por nuestros métodos de trabajo en abstracto. Tampoco voy a hablarles a ciegas de asuntos en los que saben que me asiste el derecho de silencio profesional. Ustedes investigan un caso concreto, ¿puedo saber cuál es?

—El asesinato de Ernesto Valdés.

—Muy bien, acabáramos, eso está mejor. Veamos... Ernesto Valdés, Ernesto Valdés... Sí, de acuerdo, el periodista del corazón. Eso sucedió en Barcelona, ¿no? Están ustedes un poco lejos del lugar de los hechos.

—Alguien vio a Ernesto Valdés entrar en esta redacción poco antes de morir. Queríamos saber qué tenía que hacer aquí. Investigamos todos sus últimos pasos.

—¿Valdés aquí? No sé, me extrañaría, pero tampoco controlo lo que hacen todas las secciones, quizá lo entrevistaron, o nos dio datos sobre la prensa del corazón... Espérese, vamos a comprobarlo.

Llamó por un teléfono interior, tapó el auricular con la mano para informarnos:

—Hablo con el servicio de documentación. Están al día de lo último que hemos ido publicando. Veremos si ellos...

Pidió el dato, insistió, pero naturalmente tan sólo recibía negativas. Cinco minutos más tarde colgó.

—Pues no, les han informado mal. Valdés no ha estado en
El Universal
; de hecho, según acaban de decirme, no ha pisado esta redacción en la vida. Todos somos periodistas pero de negociados muy distintos, ¿comprenden?

—Creo que sí. Bueno, mala suerte.

—¿Eso era todo?

—Me temo que sí.

—Inspectora, voy a hacerle una sugerencia y espero que no se la tome a mal. Cuando tengan algún dato policial que recabar, no es necesario que pregunten por mí. Mi secretaria o algún redactor les atenderán con la misma eficiencia. No piensen que no me gusta colaborar, tengo muy buenas relaciones con la policía; es más, mantengo contacto fluido con el ministro del Interior, su ministro; pero realmente estoy siempre tan ocupado...

—Lo comprendo muy bien.

—¿Quién les pasó una información semejante?

—Lo siento, señor Nogales, pero a mí también me asiste el derecho al silencio profesional. ¿Se hace cargo?

—Desde luego que sí. Los acompañaré a la salida.

—¿Podemos dar una vuelta por la redacción? No incordiaremos a nadie, pero la verdad es que siento mucha curiosidad por saber cómo es un periódico por dentro.

Por primera vez vi una sombra de duda en su rostro. Reaccionó con prontitud.

—Le diré a mi secretaria que les sirva de guía.

—¡Estupendo! Se lo agradecemos de verdad.

Mientras esperábamos a la secretaria, Garzón rezongó en mi oído:

—¡Vaya tiparraco! Nos ha perdonado la vida.

—Calma, Fermín —musité—. Que todo sea muy suave y muy cortés. Abra bien los ojos por si ve a alguien con la misma descripción que Nogales. Es una precaución que debemos tomar.

Una precaución inútil, nadie se parecía tanto al retrato verbal hecho por el camarero. Nuestro hombre era Andrés Nogales, me hubiera jugado mi virtud de haberla conservado. Tanto era así, que salir del periódico me produjo la sensación de darle una oportunidad al culpable para que huyera. Pero no podíamos precipitarnos, de momento no teníamos nada firme en su contra, ni siquiera nos hacíamos una idea clara de cuál era el perfil exacto de su delito.

Fuimos a la comisaría madrileña en la que Moliner había estado trabajando. Pedí que intervinieran el teléfono de Nogales, que lo siguieran por satélite y que apostaran un agente cerca de
El Universal
para que le tomara fotografías. Después regresamos al hotel. Si después de todo, mis sospechas eran infundadas, tantas exigencias me harían quedar a la altura del betún, pero no podíamos correr riesgos.

Antes de meterme en la cama, telefoneó Sangüesa. La hora intempestiva me extrañó en él.

—Siento llamarte a estas horas, Petra, pero la verdad es que he ido de culo con tu puñetero informe. La tal Marta Merchán se me ha resistido una barbaridad, y se me resiste aún.

—¿Qué pasa con ella?

—¿Tú sabes lo secretos que son los fondos de inversión del Estado? Ahí muchas veces tenemos que recular, ni que seas policía ni que seas juez; los tíos no sueltan prenda.

—Lo sé.

—Pero quizá también sepas que soy el mejor investigador económico del país.

—¡Por supuesto que lo sé!

—Pues bien, manejando mis contactos a alto nivel he averiguado que Marta Merchán hace quince días que ha invertido una importante cantidad.

—¿Qué cantidad?

—Veinte millones de pesetas.

Silbé, sin estar segura de si debía sentirme impresionada. Sangüesa lo aclaró:

—Extraño, ¿verdad? ¿De dónde los ha sacado? No figuran en sus cuentas, y tampoco sus ingresos los justifican. ¿Los tenía en un calcetín? ¿Los ha ganado hace poco de algún modo imprevisto? Yo puedo llegar hasta ahí, pero saber el origen del dinero está fuera de mi jurisdicción.

—Entiendo.

Me quedé pensando, intentando ordenar esa nueva información. La voz de Sangüesa me reclamó.

—Petra, ¿no dices nada?

—Tendré que reflexionar un poco.

—Pero no me dices qué te parece mi gestión.

Comprendí al fin lo que quería.

—Sangüesa, estoy anonadada, no me lo puedo ni creer. Sabía que eras bueno en lo tuyo, pero aclarar ese tipo de inversión... pero no es eso sólo, es toda la labor que has hecho con la cantidad de informes que te pedí. Sinceramente, no creo que haya nadie en el servicio tan capaz como tú.

Una risilla satisfecha me indicó que podía parar en los halagos, quizá ya era suficiente.

—Bueno, Petra, tengo que dejarte. Cuídate, no me gustaría que le pasara nada a la mejor inspectora que tenemos.

—Te adoro, Sangüesa, adiós.

La increíble vanidad de los hombres, tan fácil sin embargo de satisfacer. Puedes exagerar hasta el límite, lisonjearlos de un modo infantil, masivo, rozando lo inverosímil. Ellos lo aceptan sin parpadear, nunca les parece excesivo o burdo, lo admiten encantados, aunque piensen que no lo merecen, como un mimo maternal.

Miré hacia las cuatro esquinas de la habitación. Luego paseé la vista por el ecléctico mobiliario, típico de hotel. ¡Joder!, mi mente no estaba preparada para introducir un dato más, un dato que no concordaba con el resto, que desbarataba incluso el orden que había logrado imponer entre mis deducciones y sospechas. ¿Qué coño pintaba ahora la ex esposa de Valdés? ¿Qué tenía que ver en el embrollo de la venta de información confidencial? Pero ¿era de verdad la venta de esa información el desencadenante de tantas muertes? ¿En qué punto de la investigación nos encontrábamos realmente, otra vez al principio? Empecé a sentir un vértigo profundo, como si cayera en el vacío sin intentar siquiera agarrarme a algún lugar seguro. Cuidado, Petra, pensé. No debía dejarme vencer por la inseguridad. Ni adelantar en exceso ni retroceder. Despacio, estaba donde había llegado y algo me habría conducido hasta allí. Inútil repasar las pruebas, recapitular, dudar. Podía fiarme de la intuición policial, ¿o no?

Me levanté de la cama. Un poco de calma, sólo era un dato más. ¿Acaso un ordenador entra en pánico cuando le introducen un nuevo dato? ¿Qué hace? Lo archiva y en paz, pero ¿dónde lo archiva? Ése era el problema. ¿Y si el hallazgo de Sangüesa no tenía nada que ver con el asunto presente? Estábamos moviéndonos en un mundo de tramposos. Todos los miembros de aquella parte enrarecida de la sociedad tenían algo que ocultar, principalmente dinero. Eran defraudadores natos, tenían más oportunidades que nadie para hacer transacciones económicas de difícil catalogación. Hacienda era el diablo para ellos. Quizá Marta Merchán había hecho una inversión anterior que no constaba en parte alguna, quizá había recibido una herencia secreta de Valdés que guardaba su abogado para no cotizar. Sí, ésa era una bonita posibilidad, ¿no estaban en tan buenos términos a pesar de su separación?

¿Qué hacer?, ¿cuál era el paso siguiente?, ¿viajar a Barcelona? Imposible, no con Nogales en el punto de mira y tan cerca del disparo final. ¿Enviar a Garzón para interrogar a la ex? No era el tipo de sospechosa que le iba mejor al subinspector. Tomé una decisión que me pareció la menos mala. Telefoneé a Moliner. Estaba ya en su casa. Le pedí que fuera él mismo a entrevistarse con Marta Merchán. Conocía los pormenores del caso, no habíamos aún descartado que se tratara del mismo realmente, era él quien debía dar un vistazo y hacerse una idea de la situación. Según lo que dijera, actuaríamos.

Other books

Anathema by Bowman, Lillian
A Creature of Moonlight by Rebecca Hahn
The Ruby Kiss by Helen Scott Taylor
Pegasus in Flight by Anne McCaffrey
Severed Threads by Kaylin McFarren
Faces in the Pool by Jonathan Gash