Está a punto de decirle a la niñera colocada que se esfuerce un poco más, cuando el vaquero se materializa delante de él. Ahora lleva un revólver ceñido a la cadera.
Tim piensa que también habla como un vaquero cuando el hombre dice:
—Estamos preparados para irnos, señor C.
—Yo también quiero ir —se oye decir a sí mismo.
—Creo que no... —farfulla Brian.
—Quiero ir —repite Tim.
Frío, como Z, en plan a mí no me jode nadie.
El vaquero se da por enterado, porque pregunta:
—¿Tiene ropa de verdad?
—En mi habitación.
—Puedo esperar un poco.
Tim nota que el niño lo mira cuando se va. Ella también, aunque intenta disimularlo.
Cuando vuelve a salir, al cabo de unos minutos, la fiesta ha terminado. Pero el niño continúa jugando con el barco y Elizabeth lo vigila. Se levanta cuando ve a Tim, y se acerca a él.
—Me ha gustado lo que has hecho —dice.
—Me he portado como un capullo —contesta él—. He perdido los estribos.
—Lo ha emocionado que alguien pensara en él. Por fin.
—Parece un buen chico —dice Tim.
No se le ocurre nada más que decir.
—¿Tú crees? —pregunta ella, y le mira de una forma rara.
—Sí, ¿por qué no? O sea, si te gustan los niños.
—¿A ti te gustan?
—Más bien no.
—Qué pena.
—¿Por qué? —pregunta Tim, convencido de que está coqueteando con él.
Y eso le gusta.
Ella le mira con aquellos ojos inteligentes y cómplices.
—Porque es tuyo —dice.
Y da media vuelta y se va.
El vaquero se llama Bill Johnson. Es el capataz del rancho. Brian posee algo de ganado, pero el ganado no es el negocio del rancho. Tim lo descubre mientras va con Johnson en la parte delantera de un camión Bedford, que traquetea por una pista de montaña en dirección a la frontera.
El viaje empieza en los garajes del recinto exterior. Cuatro grandes Bedford con techo de lona, el depósito lleno y preparados para partir. Un Humvee delante. Solo el Humvee lleva las luces encendidas, mientras avanzan por lo que debe de ser un sendero de ovejas. Son más o menos las diez cuando llegan a la parte posterior de una elevación que domina la frontera.
Johnson detiene los camiones y le indica al Humvee que siga adelante. El vehículo corona la loma. El conductor del camión se pone auriculares y busca algo en los diales de la radio. Mira a Johnson, niega con la cabeza y levanta los pulgares. El capataz coge un transmisor y un par de gafas infrarrojas, que se pasa alrededor del cuello.
—¿Le apetece dar un paseo? —le pregunta a Tim.
—Claro.
Johnson se dirige a la parte posterior del camión, abre los faldones de lona y dice algo en un veloz español. Tim ve que cinco indios cahuillas saltan al suelo, todos armados con rifles y machetes. Bajan corriendo la pendiente hacia el cañón.
—Vamos —le dice entonces a Tim.
Suben a la loma, donde el Humvee está parado como uno de esos idiotas perros guardianes que tanto irritaban a Tim en sus días de ladrón de casas. Luces y motor apagados. Tim se tiende al lado de Johnson detrás de unas rocas, mientras el capataz explora el terreno con las gafas de visión nocturna. Le entrega unos prismáticos.
—Eche un vistazo —dice.
Tim ve a su derecha la interestatal 8 y las luces de la ciudad fronteriza de Jacumba. Delante de él, en la llanura desierta, cuatro grupos de personas se alejan corriendo de la frontera. Ve que los cahuillas les salen al encuentro y empiezan a dirigirlos hacia el cañón.
Ilegales. Van al norte a buscar trabajo.
Johnson se levanta y se dirige en cuclillas hacia el Humvee. Se abre una ventanilla y Tim ve a otro chófer con auriculares.
—¿Algo? —pregunta Johnson.
El conductor niega con la cabeza.
Tim supone que están controlando las radios del INS, y que esa noche no habrá problemas.
—Bajemos —le dice Johnson al chófer—. Hay que darse prisa.
Tim ve que el Humvee se adentra en el valle y ayuda a conducir a los inmigrantes ilegales hacia la boca de un cañón estrecho. El capataz gruñe una orden por radio y Tim oye que los motores del camión empiezan a acelerar detrás de él.
—Vamos —dice Johnson.
Vuelven a la carretera. Los cahuillas y el conductor del Humvee están intentando amontonar a los mexicanos en la parte posterior de los camiones. Docenas de ilegales forman grupos, temblorosos y muy confusos. Familias enteras, le parece a Tim: hombres, mujeres, niños y abuelos. Las familias tratan de subir a los mismos camiones, lo cual entorpece las maniobras.
Johnson interviene, empuja, maldice para sí y reparte patadas. Los cahuillas se contagian de su cólera y empiezan a emplear las culatas de los rifles, no en las cabezas, sino en las espaldas y las nalgas. Tardan unos diez minutos en embutir a los ilegales y atar los faldones de lona.
—Y hacedles
callar
—les dice Johnson a los conductores.
Se sube al camión.
—Antes arreaba ganado —le explica a Tim—. Ahora arreo gente.
El convoy se pone en movimiento. Johnson envía el Humvee por delante, con los cahuillas subidos en el estribo. El procedimiento es lento. Los camiones se pegan a la montaña para tomar las curvas, una tras otra. Tim se asoma a la ventanilla en una de las curvas y ve que hay varios cientos de metros hasta abajo, y se le encoge el estómago. Sobre todo al bajar las cuestas, cuando oye que la grava patina bajo las ruedas.
Johnson fuma un cigarrillo, indiferente a la carretera. Le ofrece a Tim un pitillo y este se siente tentado, pero lo dejó cuando estuvo en una celda incomunicado, e intenta no volver a fumar.
Lo único que parece poner nervioso a Johnson es su reloj. No para de mirarlo con el ceño fruncido, y al cabo de una hora comenta:
—Estamos a caballo del amanecer.
Frase muy propia de un puto vaquero, propio de una película del oeste, y Tim suelta una risita.
—Hace tiempo, un camión cargado de espaldas mojadas atravesaba este desierto. Un camión de mudanzas reconvertido, no apto para estas carreteras. El amanecer los sorprendió en el culo del mundo, y el INS tiene helicópteros. ¿Sabe lo que hicieron los coyotes
[7]
?
—No.
—Cerraron a cal y canto los camiones y se fueron. Los espaldas mojadas no pudieron salir, y el sol estuvo dando en el techo todo el día, de modo que se cocieron dentro.
Una cosa que México no para de producir es más mexicanos, recuerda Tim que le ha dicho Brian.
—Así que me gustaría estar de vuelta antes de que amanezca —concluye Johnson.
Llama por radio al conductor y le dice que acelere un poco, y luego a los otros camiones para que lo imiten. Están sorteando las putas curvas, las ruedas patinan en la grava, y a Johnson de repente le entran ganas de hablar.
—Uno de los lugares más desolados de la tierra —dice—. Anza-Borrego. Y conduce directamente a la frontera. El sueño de cualquier cuatrero. Desde que los chicos del gobierno tomaron medidas drásticas en San Diego, la acción se ha trasladado al este, hacia aquí, así de claro. Perfecto para nosotros. Los coyotes traen a los espaldas mojadas y los sueltan en el desierto, los espaldas mojadas se acojonan, nosotros los recogemos y los llevamos de vuelta al establo.
»Más fácil que con el ganado, porque el ganado no siempre quiere volver, ¿sabe?
El convoy desciende la cuesta y deja la carretera, atraviesa el desierto hasta el lecho de un río, donde aún corre un hilillo de agua de finales de primavera. Siguen cauce arriba durante una hora, y lo abandonan donde una plataforma rocosa los conduce de vuelta al desierto. Unos minutos después, llegan a otra antigua carretera minera y por fin atraviesan la verja, con el cielo todavía negro.
Brian se levanta anadeando, con su caftán blanco.
Para inspeccionar sus propiedades, piensa Tim.
Los conductores abren los camiones y empiezan a conducir a los ilegales hasta los rectángulos de maleza situados al final del recinto. Johnson salta al suelo y le indica a Tim que lo siga.
No son pistas de tenis, comprueba este, sino los tejados de barracones subterráneos. Entra en uno y ve las apretadas hileras de literas sobre el suelo de cemento. En una habitación del fondo hay algunas letrinas y un par de alcachofas de ducha. Un agua que huele a sulfuro gotea de un grifo, a un lado de la pared de cemento.
El lugar huele a sudor rancio y Lysol, pero el desinfectante no ha logrado su propósito. Demasiada gente apretujada en un búnker subterráneo, con la ventilación de un submarino, piensa Tim.
Y ahora han metido una manada nueva.
Los amontonan y esconden bajo tierra, y, si la desdicha huele, es lo que Tim está oliendo. Mira a los ojos de algunos de aquellos pobres desgraciados, y, si el miedo es visible, está seguro de que lo está viendo.
Bienvenidos al Hotel California.
—El problema no es hacinarlos —le explica Brian mientras regresan hacia el recinto interior de
Beau Geste
—. Es esconderlos hasta poder colocarlos. Aquí tenemos techo para quinientos ilegales, y puedo trasladarlos desde aquí sin preocuparme por los controles. Unos kilómetros al norte, recogen dátiles en Indio, unos cuantos kilómetros más y limpian retretes en Palm Springs. Los llevo en camión hasta las fabricas de San Diego, L. A., Downey, Riverside...
—Eres un tipo estupendo, Brian.
—Y bien, ¿crees que puedes conseguirnos algunos tais?
—¿Te has quedado sin mexicanos?
—Es este rollo del puto NAFTA. Cualquier día legalizan las drogas.
—¿Estás colocado, Brian?
—Me he metido un pico.
Cuando vuelve a su habitación, ella le está esperando.
Sentada en la cama, sosteniendo una copa de vino tinto, lleva un camisón de seda negro y chaqueta. Se ha soltado el pelo rojizo, que le cae sobre los hombros, y parece una de esas tías de Victoria's Secret (tres paquetes de tabaco en la trena a cambio de un catálogo), solo que mejor y muchísimo más real.
Pero él no solo piensa en eso.
—¿El niño es mío? —pregunta.
O sea, ¿Bobby Z tiene un puto hijo? O sea, ¿por qué Escobar no lo incluyó en el manual, junto con sus deportes favoritos y su cerveza predilecta?
—Se llama Kit —dice ella—. Olivia pensó que te gustaría.
Decide arriesgarse.
—Nunca me lo dijo.
—Bueno, tendrías que haber estado a mano para eso —le reprende ella—. Escucha, no te culpo. Si me fueran las tías, también a mí me gustaría tirármela. Es guapa.
—Y estúpida.
—Y estúpida.
—¿Todo el mundo lo sabe?
—Solo Olivia y yo. Y ahora tú.
Es una buena noticia, ¿no?, piensa Tim.
—¿Por qué me lo has dicho?
—He pensado que deberías saberlo.
Está meditando sobre ello (joder, su cabeza da vueltas como una peonza) cuando ella dice:
—He estado esperando mucho rato.
—Brian quería enseñarme muchas cosas.
Otra vez la sonrisa, la expresión de suficiencia.
—No me refería a eso.
—¿A qué te referías?
Tiene una erección que amenaza con romper sus vaqueros, y confía en que ella no se dé cuenta.
Pero ella clava la vista en su entrepierna y dice:
—Ya sabes a qué me refiero.
Se levanta de la cama, poco a poco, como hizo en la tumbona, y le baja los pantalones. Recoge sus pelotas con la mano derecha, agarra su polla con la izquierda y se la mete en la boca. Lo acaricia, se la chupa, frota sus pelotas, mientras él contempla su pelo rojizo, su bonita cara, y baja la mano hacia el camisón. Ella suelta las pelotas y le aparta la mano de una palmada; después lo mira mientras le recorre la polla con la lengua y le chupa la punta.
—Ha pasado mucho tiempo —dice Tim con voz ronca.
—¿Quieres correrte en mi boca, nene?
—No.
Pero ella sigue chupando hasta que las pelotas le duelen y cree que no podrá aguantar más. Por lo visto, ella lo intuye, se levanta y se quita el camisón.
Casi se corre cuando la ve. Sus pechos son más grandes de lo que pensaba, el estómago liso, las largas piernas relucientes. Ella le empuja sobre la cama.
—Quiero hacerlo a nuestro antiguo estilo —dice.
¡¿Antiguo estilo?!, piensa Tim. ¿Nuestro antiguo estilo? ¿Me conoce? O a Bobby, en cualquier caso. Me dijeron que nadie había visto a ese gilipollas desde 1983, o algo por el estilo, ¿y esta muñeca se ha estado acostando con él? ¡O sea, ahora no solo he de andar como él y hablar como él, sino también follar como él!
Y piensa que si tuviera cerebro, la echaría de la habitación, o se inventaría alguna excusa, como que tiene ladillas o algo por el estilo. Pero en ese momento Tim no está pensando exactamente con el cerebro.
De modo que se tumba. Ella le da la espalda, se acuclilla sobre él, mira hacia atrás y sonríe cuando se acomoda sobre su cuerpo. Ríe y señala el espejo, y Tim se da cuenta de que puede verlo todo. El cuello, el pelo, la espalda y el hermoso culito de ella cuando sube y baja encima de él; y, en el espejo, su cara, pechos y coño, cuando se desliza arriba y abajo de su polla.
Ella ve que la mira, ríe de nuevo y se abre bien de piernas. Después, empieza a acariciarse con sus largos dedos mientras se desliza arriba y abajo. Tim la agarra de los hombros para marcar el ritmo y penetrarla mejor, y así continúan hasta que él dice:
—No podré aguantar mucho más.
Ella gime para que disfrute más.
—Avísame cuando estés a punto.
Supone que lo dice para apartarse, pero cuando la avisa de que se va a correr, ella ejerce más presión todavía.
—¿Te gusta? —pregunta—. ¿Te gusta?
—Me gusta mucho —contesta Tim, y eso parece dispararla, porque arquea su espalda musculosa, pregunta de nuevo y él exclama—: ¡Oh, oh, oh, oh!
Ella le aprieta la punta y ambos ven cómo su polla se estremece al correrse.
Más tarde están tumbados en la cama, hablando de los viejos tiempos, de la suite en el Ritz, los días perezosos en la playa y las noches de pasión en su caravana de la playa de El Morro, al norte de Laguna, donde ella dice que se enamoró de él, y que estuvo por allí hará unos meses y que el sitio no parece muy cambiado. ¿Aún conserva la caravana? Y Tim suelta algunas sandeces durante un rato, aprovechando la información de Escobar, y después hablan de sus respectivas vidas, y ella le cuenta cómo le ha ido desde que se separaron y la dejó colgada en Laguna.