En cualquier caso, ese es el trato, aunque Tim no se lo cree ni por un segundo. Pero ha de pensar en el crío, y sea cual sea el subterfugio que Johnson tenga en mente, le proporciona una oportunidad mejor que estar sentado en aquella cueva hasta que se queden sin agua y comida.
—Le has disparado a ese tipo —dice Kit.
Una constatación, piensa Tim, nada que deba molestarle.
—No. He fingido dispararle y él ha fingido estar herido. El juego es así.
—Ah.
Tim sabe que el niño finge creerle, de modo que él finge creer que el chico le cree, porque eso parece lo más fácil para los dos.
—¿Vamos a quedarnos en esta cueva? —pregunta Kit.
—Aún no lo sé. ¿Tú qué opinas?
—Creo que deberíamos irnos de aquí.
Tim lo medita durante unos segundos. Sería mejor esperar a la noche, pero eso les deja una larga tarde de espera, y tal vez Johnson decida regresar con refuerzos.
—Esperemos un rato. —Y luego añade—: Si no te parece mal, Cíclope.
Esperar a que el sol baje un poco.
—Me parece bien, Lobezno.
Ninguno de los dos piensa ya en el cómic, pero es más fácil de llevar así.
Se sientan y esperan. Esperan hasta que Johnson y su grupo se convierten en puntitos que salpican la llanura desértica, esperan a que el sol de mediodía descienda un poco. Se sientan, esperan y hablan de los X-Men, de Batman, de Silver Surfer, de barcos teledirigidos (de los que Tim no sabe una mierda) y de motos de trial. Hablan de todo salvo de su situación, que no es un cómic.
Por fin, Tim le da a Kit una de las dos botellas de agua.
—Bébetela.
—¿Toda?
—Toda. En el desierto, el agua se almacena en el estómago, no en la cantimplora.
No como en las películas, donde la racionan y toman un sorbo cada día. No es de extrañar que los muy burros se mueran, piensa Tim. Llevan el agua en la cantimplora, en lugar de en el estómago.
Morir de sed con agua en la cantimplora.
El jodido
Beau Geste
. Menuda broma.
—Puedes sorberla —dice Tim.
—Eso es de mala educación —responde Kit, complacido.
A Tim le da igual, después de ver la buena educación de que hacían gala los adultos que rodeaban a Kit. Como no esnifes dos veces con el mismo billete de veinte, y, delante de los niños, solo juegos sexuales preliminares, por favor.
—¿Cómo tienes la pierna?
—¡Bien!
—¿De verdad?
El niño levanta la mano como si fuera a prestar juramento. Algo que debe de haber visto en una película, seguramente. Algo que Tim ha visto hacer muchas veces a otra gente (sobre todo a policías) en el tribunal, porque él nunca ha tenido la oportunidad de subir al estrado para defenderse. Los abogados no lo consideraban aconsejable.
Uno más de los problemas de ser culpable.
El niño interrumpe sus pensamientos.
—¿Por qué me preguntas por la pierna?
—Porque hemos de escalar un poco.
Muchísimo, piensa Tim.
Lo más sencillo sería bajar de nuevo al cañón, salir a la llanura y seguir el cauce del río. Cualquier idiota sabe que el lecho de un río, incluso seco, te sacará del desierto.
Me estarán esperando allí.
De modo que tendremos que escalar.
Sería estupendo tener un plano, piensa Tim. Claro que lo mejor habría sido no meterse nunca en aquel lío, pero ese fue otro acuerdo y ya está cumplido, de modo que mejor no pensar en él y concentrarse en salir del último acuerdo.
La vida: un acuerdo de mierda tras otro.
Mira a Kit y piensa: No sabes lo que te espera, chaval.
—¿Seguro que quieres venir conmigo? —le pregunta.
—Seguro —se apresura a contestar el niño.
Por primera vez parece asustado. Asustado de que un adulto más lo deje tirado.
—Porque puedo llevarte de vuelta, si quieres.
—Te matarían.
Fuera jueguecitos, fingimientos o cómics.
—Ni hablar. Soy duro de pelar.
Pregúntale a Stinkdog.
Kit lo mira con sus grandes ojos castaños.
—Quiero ir contigo —dice.
—Vamos a escalar.
Solo han avanzado unos metros cuando Tim le pregunta:
—¿Qué somos, marines o X-Men?
Kit medita unos momentos.
—¿No podemos ser las dos cosas?
—¿Por qué no?
—¡Guay!
Un marine mutante, piensa Tim.
Guay.
One Way no está demasiado cabreado porque lo hayan dejado tirado en Dana Point.
Para empezar, aquí la basura es mejor, piensa, mientras rebusca en un cubo detrás del restaurante Chart House. Encuentra los restos de una apetitosa ensalada César, una tostada con exceso de mantequilla que aun así decide comer, y restos de salmón ahumado. Hay también algunos huesos de chuletón, entrecots a medias y pedazos de hamburguesa con queso, pero One Way no come carne roja, porque hay que pensar en la salud.
Elige el Chart House no solo por la cocina, sino también por la vista: está sobre el acantilado y ofrece una panorámica serena y espléndida del puerto de Dana Point, con sus cientos de yates, embarcaciones de recreo y barcas de pesca.
One Way sabe de barcos.
O cree que sabe, porque en el pasado, antes de lo que él considera la Iluminación, tenía permiso de navegación y llevaba a los
turistas
de un lado a otro del Caribe. Lo recuerda vagamente, como una época de ron dulce y acida maría jamaicana, cuando conducía a la burguesía de un puerto a otro y, de vez en cuando, les echaba un polvo a sus esposas, hijas y novias.
Una época dulce, pero sin Iluminación.
De todos modos, disfruta de la vista. Mientras come, le gusta mirar los barcos que entran y salen del puerto, navegando en paralelo al largo malecón de piedra que separa el puerto del Pacífico. Le gusta mirarlos y criticar su estructura y línea.
Además, decide que entre esos cientos de barcos se esconde el de Bobby Z.
Por fuerza; de lo contrario, el hado (la poli, instrumento ignorante) no lo habría llevado a Dana Point en este día tan auspicioso.
Termina de comer y baja del acantilado hasta el puerto, hasta el ancho muelle que alberga varios restaurantes. En un cubo de basura encuentra un manjar delicioso: un cucurucho de helado (de chocolate) todavía frío, que un padre le había arrebatado enfadado a su hijo por haberle ensuciado los pantalones blancos.
Con el bigote y la barba manchados de chocolate, One Way empieza su número con los turistas. No puede evitarlo, las palabras bullen en su interior y salen de su boca justo cuando unos japoneses empiezan a bajar de su autobús.
One Way está allí para recibirlos.
—¡Bienvenidos a Dana Point! —le grita a un asustado vendedor de productos de caucho de Kioto. Toma al preocupado hombre por el codo y lo guía hasta el muelle—. En otro tiempo, hogar del legendario Bobby Z, que en este preciso momento se dirige hacia nosotros. Bobby Z desapareció entre las brumas del mar y volverá a navegar, pero antes ha venido a traernos la buena nueva, amigo mío.
»¿Que cómo lo sé? —pregunta retóricamente One Way, porque el vendedor de Kioto está demasiado estupefacto para preguntar nada—. ¡Usted pregunta y yo contesto!
One Way se inclina hacia delante y susurra, echando su espantoso aliento en el oído del hombre:
—Hace muchos años, cuando era un joven marinero, iba como segundo de a bordo en un balandro que surcaba los grandes mares del sur. A bordo de esa embarcación de recreo llevábamos cargamento, lo confieso, cargamento que habría llamado desfavorablemente la atención de los funcionarios gubernamentales si alguna vez nos detenían y registraban en el puerto o en alta mar, por no hablar de los piratas, amigo mío, los piratas...
Un guía turístico desesperado intenta alejar a One Way, porque está conduciendo al grupo en la dirección equivocada.
Pero él se siente complacido de contar con más público y le dice al guía:
—Hola, solo estaba contándole a mi amigo cómo llegué a hablar en persona con Bobby Z. Yo lo conocí, ¿sabe?
—No, no, no, no...
—Yo estaba en el barquito Nosequé, y una noche suave y sedosa me encontraba en cubierta cosiendo un cabo, con las manos ocupadas y en la boca un canuto de la mejor maría hawaiana, cuando se me acercó un hombre al que habría tomado por joven de no ser porque exhibía el porte de un rey.
»Te me has adelantado, veo. Sí, en efecto, era Bobby Z, y se sentó a mi lado, un humilde marinero, y conversamos mientras mirábamos las estrellas reflejarse en el agua fosforescente. Hablamos como hombres. Yo estaba muy emocionado.
»Al día siguiente zarpamos hacia una isla que no salía en los mapas...
One Way calla, no solo porque el guía turístico esté pidiendo auxilio a gritos y los turistas japoneses estén amontonados como leña apilada en el borde del muelle, sino porque ve a un hombre alto y flaco de pelo ralo que abre la verja de acceso al muelle y baja a toda prisa.
Lo ve correr hasta el último barco, una balandra pequeña pero elegante, subir a bordo y bajar al camarote.
One Way levanta su barbudo mentón hacia el cielo y olfatea el aire.
—Como iba diciendo... —prosigue, pero la mano que le sujeta el codo no es la del guía turístico, sino la del guardia de seguridad, que no tarda en entregarle a la policía de Dana Point.
Durante el trayecto de vuelta a Laguna, One Way les dice a los polis:
—Bobby Z ha vuelto.
—Claro —ríe el conductor.
—¡Ha vuelto! —clama indignado One Way.
—¿Cómo lo sabes? —pregunta el otro poli.
Ha perdido su buen humor y está un poco harto de que los agentes de Laguna continúen dejando a One Way en la carretera al sur del límite de la ciudad. ¿Por qué no lo llevan al norte, para variar, donde daría el coñazo en Newport Beach?
—¿Cómo lo sabes? —repite el poli.
—Lo olí en el aire.
—Ah.
—Y vi a su sumo sacerdote. Vi al Monje.
—¡Yupy!
—La primera vez que lo vi no lo reconocí —continúa One Way—, pero cuando lo he visto subir a ese barco...
—Entonces todo ha encajado, ¿eh?
—Definitivamente.
El conductor frena al otro lado del límite de Laguna y abre la puerta.
—Fuera —dice.
Eso encaja, piensa One Way mientras empieza a caminar hacia el centro de Laguna. Encaja. Le gustan las palabras del poli y las adopta.
Eso encaja, se dice One Way. El Monje subiendo al barco encaja.
¡Y el nombre del barco!
El
Nowhere
.
Típico de Z.
Una leyenda.
—¿Tenías a Bobby y lo has dejado ir? —grita Brian.
Tiene la cara congestionada y Johnson piensa que tal vez sufra un infarto y se quede frito allí.
A él no le importaría.
Iría mucha gente al funeral. A los mexicanos les encanta una buena fiesta, y en esa habría mucha música y baile. Hasta puede que él se animara a dar unos pasos y todo, piensa.
—Estaba apostado en terreno alto —explica Johnson.
—¿Qué coño significa eso?
—Significa que habría sido muy difícil sacarlo de allí.
—¡Quieres decir que has sido demasiado gallina para hacerlo!
—Tal vez.
Johnson se encoge de hombros. Piensa en cargarse a Brian allí mismo. Sacar la pistola y meterle una bala entre sus ojos de cerdo.
—Ha herido a un hombre de un balazo —dice en cambio.
—Cojonudo.
—No se preocupe. Lo hemos llevado a que lo curen.
Pero Brian sí está preocupado. No por un indio cualquiera herido, sino por el hidalgo del otro lado de la frontera. Los ojos se le salen de las órbitas, resopla y masculla, y Johnson confía de nuevo en que su corazón estalle y les ahorre a todos montones de problemas.
—Y no lo hemos dejado marchar —precisa—. Rojas ha vuelto. Lo está siguiendo.
—¿Qué va a hacer? ¿Enviar señales de humo?
—Le he dado una radio.
—¿Y...?
—Ha subido por Hapaha Canyon...
—¿No es ahí donde le ha disparado a tu hombre?
—Sí —contesta Johnson con paciencia—. Después ha continuado subiendo por Hapaha Canyon.
—¿Por qué?
Johnson respira hondo. Se le está agotando la paciencia.
—Porque ha debido de suponer que era lo contrario de lo que nosotros esperábamos que hiciera.
—Sí, pero Hapaha Canyon lo conducirá hasta Hapaha Fiats.
—Pero él no lo sabe.
—Supongo que no. —Brian se está devanando los sesos—. ¿Podréis atraparlo en los llanos?
—Eso espero. Aunque los llanos son más bien como una hondonada.
—En ese caso, debería ser fácil.
A Brian le gusta la idea de Bobby Z atrapado en una hondonada.
Sería muchísimo más fácil si pudiera dispararle, piensa Johnson. O enviar a Rojas para que lo degollase. Pero eso lo lleva a acordarse del niño, y no le gusta pensar en ello.
—¿Podríamos sorprender al señor Z en Hapaha Fiats? —pregunta Brian a nadie en particular.
Está recuperando la moral a toda marcha.
Una sonrisa aparece en su cara fofa.
—Tal vez Willy querría ayudarnos... —ronronea Brian—. Al fin y al cabo, le debe a Bobby una dosis de dolor y humillación,
n'est-ce pas?
Creo que deberíamos dedicar la tarde a eso. Yo me encargaré del atuendo de la Legión Extranjera, quepis, pañuelo de cuello, pantalones bombachos, y Willy... Estoy seguro de que a Willy le encantará utilizar el ultraligero para algo práctico; ya sería hora.
Johnson se preocupa cuando Brian utiliza esa voz. Por lo general, significa que se avecina alguna imbecilidad.
—¿En qué está pensando? —pregunta.
La sonrisa de Brian se extiende por toda su cara mientras canturrea la canción de una antigua película sobre Vietnam.
—Muerte desde el cielo
—contesta. ¿Muerte desde el cielo?, se extraña Johnson. ¿Qué coño significa eso?
Tim y Kit se paran en el borde de la gran hondonada y miran hacia abajo.
—Hostia puta —exclama Tim.
—Es bonito —dice Kit.
Ocho kilómetros de flores crecen bajo sus pies.
Una hondonada de flores.
Tim ya había visto la primavera en el desierto, pero nunca algo como esto. Todo el puto Mardi Gras en esa hondonada. Rojos, púrpuras, amarillos dorados y colores para los que no encuentra palabras. No sabe si existen las palabras.
En contraste con el pardo habitual del desierto, estos colores brotan de una alfombra verde. Tim sabe que son arbustos (salvia, fustete, tabaco del desierto, creosota, incienso y mezquite), pero desde aquí arriba parece una alfombra verde.