Muchas vidas, muchos maestros (16 page)

BOOK: Muchas vidas, muchos maestros
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La gente está ahora abrumada por las amenazas a su mortalidad. El sida, el holocausto nuclear, el terrorismo, la enfermedad y muchas otras catástrofes penden sobre nosotros, torturándonos diariamente. Muchos adolescentes están convencidos de que no llegarán a los treinta años. Esto es increíble; refleja las tremendas tensiones de nuestra sociedad.

En el plano individual, la reacción de Minette ante los mensajes de Catherine resulta alentadora. Su espíritu se había fortalecido; tenía esperanza, pese a los intensos dolores físicos y a la decadencia de su cuerpo. Pero los mensajes están ahí para todos nosotros, no sólo para los moribundos. También hay esperanzas para nosotros. Necesitamos que otros médicos y otros científicos nos informen sobre casos como el de Catherine, que confirmen y amplíen sus mensajes. Las respuestas están ahí. Somos inmortales. Siempre estaremos juntos.

12

Habían pasado tres meses y medio desde nuestra primera sesión de hipnosis. En ese tiempo, no sólo los síntomas de Catherine habían casi desaparecido, sino que sus progresos superaban la mera curación. Estaba radiante, llena de apacible energía. Atraía a la gente. Cuando desayunaba en la cafetería del hospital, tanto hombres como mujeres corrían a reunirse con ella.

—¡Qué guapa estás! Sólo quería decirte eso —comentaban.

Ella, como un pescador, los enganchaba con un invisible sedal psíquico. Y durante años enteros había comido en la misma cafetería sin llamar la atención.

Como de costumbre, se hundió pronto en el profundo trance hipnótico, en mi consultorio en penumbra; mechones de su pelo caían sobre la familiar almohada beige.

—Veo un edificio... está hecho de piedra. Y en lo más alto hay algo puntiagudo. Es una zona muy montañosa. Hay mucha humedad... afuera hay mucha humedad. Veo una carreta. Veo una carreta que pasa por... delante del edificio. La carreta está llena de heno, paja o heno, algo para que coman los animales. Ahí hay algunos hombres. Llevan una especie de estandarte, algo que flamea en la punta de un asta. Los colores son muy intensos. Les oigo hablar de moros... moros. Y de una guerra que se está librando. Les cubre la cabeza algo que parece de metal, algo metálico... una especie de protección para la cabeza, hecha de metal. El año es 1483. Algo sobre los daneses. ¿Estamos en guerra contra los daneses? Hay alguna guerra, sí.

—¿Estás tú ahí? —pregunté.

—Eso no lo veo —me respondió con suavidad—. Veo las carretas. Tienen dos ruedas, dos ruedas y la parte trasera abierta. Son abiertas; los costados son abiertos, con una especie de tablillas de madera unidas entre sí. Veo... algo metálico que llevan alrededor del cuello... algo muy pesado, en forma de cruz. Pero las puntas se curvan, las puntas de la cruz... son redondas. Es la festividad de algún santo... veo espadas. Tienen una especie de puñal o de espada... muy pesada, con el extremo muy romo. Se están preparando para una batalla.

—Trata de encontrarte —le indiqué —. Mira a tu alrededor. Tal vez seas un soldado. Los estás viendo desde algún sitio.

—No soy un soldado. —Lo dijo con toda seguridad.

—Mira alrededor.

—He traído algunas provisiones. Es una aldea, alguna aldea.

Guardó silencio.

—¿Qué ves ahora?

—Veo un estandarte, una especie de estandarte. Es rojo y blanco... blanco, con una cruz roja.

—¿Es la enseña de tu pueblo? —le pregunté.

—Es la enseña de los soldados del rey —respondió.

—¿Y ése es tu rey?

—Sí.

—¿Conoces el nombre del rey?

—No lo oigo. No está aquí.

—¿Puedes ver qué ropa llevas puesta? Mira hacia abajo y dime qué vistes.

—Algo de cuero... una chaqueta de cuero sobre... sobre una camisa muy tosca. Una chaqueta de cuero... corta. Un calzado de piel de animal... no son zapatos; más bien, botas o mocasines. Nadie me dirige la palabra.

—Comprendo. ¿De qué color es tu pelo?

—Es claro, pero tengo muchos años y hay canas en él.

—¿Qué opinas de esta guerra?

—Se ha convertido en un modo de vivir para mí. He perdido un hijo en una escaramuza anterior.

—¿Un hijo varón?

—Sí. —Estaba triste.

—¿Quién te queda? ¿Quién sobrevive de tu familia?

—Mi esposa... y mi hija.

—¿Cómo se llamaba tu hijo?

—No veo su nombre. A él lo recuerdo. Veo a mi esposa.

Catherine había sido hombre o mujer muchas veces. En su vida actual no tenía hijos, pero en otras había procreado numerosos vástagos.

—¿Cómo es tu esposa?

—Está muy cansada, muy cansada. Es vieja. Tenemos algunas cabras.

—Tu hija ¿aún vive contigo?

—No, se casó y se fue hace algún tiempo.

—Luego tu esposa y tú estáis solos.

—Sí.

—¿Qué vida lleváis?

—Estamos cansados. Somos muy pobres. No ha sido fácil.

—No. Has perdido a tu hijo. ¿Lo echas de menos?

—Sí —respondió, simplemente. Pero el dolor era palpable.

—¿Has sido agricultor? —le pregunté, cambiando de tema.

—Sí. Hay trigo... trigo o algo así.

—¿Has conocido muchas guerras en tu tierra, con muchas tragedias?

—Sí.

—Pero has llegado a viejo.

—Es que luchan lejos de la aldea, no en ella —explicó—. Tienen que viajar hacia donde se combate, cruzando muchas montañas.

—¿Conoces el nombre del país en donde vives? ¿O el de la ciudad?

—No lo veo, pero ha de tener un nombre. No lo veo.

—¿Es éste un tiempo muy religioso para ti? Ves cruces en los soldados.

—Para otros, sí. Para mí, no.

—¿Sobrevive alguien del resto de tu familia, además de tu esposa y tu hija?

—No.

—¿Tus padres han muerto?

—Sí.

—¿Tus hermanos?

—Tengo una hermana. Vive aún. No la conozco —agregó, refiriéndose a su vida bajo el nombre de Catherine.

—Bien. Trata de reconocer a alguien de la aldea o de tu familia.

Si verdaderamente las personas se reencarnaban en grupos, era probable que encontrara a alguien que también tuviera importancia en su vida actual.

—Veo una mesa de piedra... Veo cuencos.

—¿Es ésa tu casa?

—Sí. Algo hecho de... algo amarillo, hecho de maíz... o algo... amarillo. Eso comemos.

—Bien —añadí, tratando de acelerar el paso —. Esta vida ha sido muy dura para ti, muy difícil. ¿En qué piensas?

—En caballos —susurró.

—¿Posees caballos? ¿O son de otra persona?

—No, de los soldados... de algunos. En general, van a pie. Pero no son caballos; son asnos, algún animal más pequeño que el caballo. Son salvajes en su mayoría.

—Ahora adelántate en el tiempo —le indiqué—. Eres muy anciano. Trata de ir al último día de tu vida como anciano.

—Pero no soy muy viejo —objetó.

En esas vidas pasadas no se mostraba muy sensible a la sugestión. Lo que pasaba, pasaba. Yo no podía sugerirle que descartara los recuerdos en sí. No podía hacerle cambiar los detalles de lo que había ocurrido y ella estaba recordando.

—¿Hay algo más en esa vida? —pregunté, cambiando de enfoque —. Es importante que lo sepamos.

—Nada importante —respondió, sin emoción.

—Adelántate, en ese caso; adelántate en el tiempo. Averigüemos lo que necesitabas aprender. ¿Lo sabes?

—No, todavía estoy aquí.

—Sí, lo sé. ¿Ves algo?

Pasaron uno o dos minutos antes de que respondiera.

—Estoy flotando —susurró, con suavidad.

—¿Ya has dejado al anciano?

—Sí, estoy flotando.

Había entrado otra vez en el estado espiritual.

—¿Sabes ahora lo que necesitabas aprender? Ha sido otra vida difícil para ti.

—No lo sé. Estoy flotando, nada más.

—Bien. Descansa, descansa.

Pasaron otros minutos en silencio. De pronto ella pareció prestar oídos a algo. Habló abruptamente, con voz alta y grave.

Ésa no era Catherine.

—Hay siete planos en total, siete planos, cada uno de los cuales consta de muchos niveles; uno de ellos es el plano de la rememoración. Se nos permite ver la vida que acaba de pasar. A los de niveles superiores se les permite ver la historia. Pueden volver y enseñarnos la historia. Pero nosotros, los de los niveles inferiores, sólo podemos ver nuestra propia vida... la que acaba de pasar.

»Tenemos deudas que deben saldarse. Si no hemos pagado esas deudas, las tendremos que llevar con nosotros a otra vida... a fin de que puedan ser elaboradas. Se progresa pagando las deudas. Algunas almas progresan más deprisa que otras. Cuando se está en la forma física y se elabora... se elabora una vida... si algo interrumpe nuestra capacidad de... de pagar esa deuda, debemos regresar al plano de la rememoración, y allí esperar a que el alma con quien estamos endeudados venga a vernos. Y cuando ambas podamos volver al estado físico al mismo tiempo, entonces se nos permitirá volver. Pero cada uno determina cuándo debe volver. Cada uno determina qué debe hacer para pagar esa deuda. No recordará sus otras vidas... sólo aquella de la que acaba de salir. Sólo las almas del nivel superior, los sabios, pueden recurrir a la historia y los sucesos pasados... para ayudarnos, para enseñarnos qué debemos hacer.

»Hay siete planos... siete, a través de los cuales debemos pasar antes de que regresemos. Uno de ellos es el plano de la transición. Allí esperamos. En ese plano se determina qué llevará cada uno a su próxima vida. Todos tendremos... un rasgo dominante. Puede ser la codicia, la lujuria... pero sea lo que fuere lo determinado, necesitamos saldar nuestras deudas con esas personas. Después se debe superar ese rasgo en esa vida. Debemos aprender a superar la codicia. De lo contrario, al retornar tendremos que llevar ese rasgo, además de otro, a la vida siguiente. Las cargas se harán mayores. Con cada vida por la que pasamos sin pagar las deudas, cada una de las siguientes será más dura. Si las saldamos, se nos dará una vida fácil. Así elegimos qué vida vamos a tener. En la fase siguiente somos responsables de la vida que tenemos. La elegimos.

Catherine calló.

Al parecer, eso no provenía de un Maestro. Se identificaba como «nosotros, los de los niveles inferiores», en comparación con las almas del nivel superior, «los sabios». Pero el conocimiento transmitido era tan claro como práctico.

Me quedé pensando en los otros cinco planos y en sus cualidades. ¿Sería uno de ellos la etapa de renovación? ¿Y la etapa de aprendizaje, la de decisión? Toda la sabiduría revelada por esos mensajes recibidos de almas en diversas dimensiones del estado espiritual era consecuente. Aunque difirieran el estilo de expresión, la fraseología y la gramática, el refinamiento del verso y el vocabulario, el contenido se mantenía coherente. Yo iba adquiriendo un conocimiento espiritual sistemático. Y ese conocimiento hablaba de amor y esperanza, fe y caridad. Examinaba virtudes y vicios, deudas para con otros y para con uno mismo. Incluía vidas pasadas y planos espirituales entre una y otra vidas. Y hablaba del progreso del alma por medio de la armonía y el equilibrio, el amor y la sabiduría, el progreso hacia una unión mística y extática con Dios.

En el trayecto se me brindaban muchos consejos prácticos: sobre el valor de la paciencia y de la espera, la sabiduría del equilibrio natural, la erradicación de los miedos, sobre todo del miedo a la muerte; la necesidad de aprender la confianza y el perdón; la importancia de no juzgar a otros, de no interrumpir la vida de nadie; la acumulación y el uso de los poderes intuitivos. Y también, quizá lo más importante de todo, la inconmovible certeza de que somos inmortales. Estamos más allá de la vida y de la muerte, más allá del espacio y del tiempo. Somos los dioses, y ellos son nosotros.

—Estoy flotando.

Catherine volvía a susurrar.

—¿En qué estado te encuentras? —pregunté.

—Nada... estoy flotando... Edward me debe algo... me debe algo...

—¿Sabes cuál es esa deuda?

—No... Algún conocimiento... que me debe. Tenía algo que decirme, tal vez sobre la hija de mi hermana.

—¿La hija de tu hermana? —repetí.

—Sí... es una niña. Se llama Stephanie.

—¿Stephanie? ¿Qué necesitas saber sobre ella?

—Necesito saber cómo ponerme en contacto con ella —respondió.

Catherine nunca me había mencionado la existencia de esa sobrina.

—¿Mantiene una relación muy estrecha contigo? —pregunté.

—No, pero querrá encontrarlos.

—¿A quiénes? —interrogué, confundido.

—A mi hermana y a su esposo. Y la única manera en que podrá reunirse con ellos es a través de mí. Yo soy el lazo. Él tiene información. El padre de la niña es médico; ejerce en Vermont, en la parte sur de Vermont. La información vendrá a mí cuando haga falta.

Más tarde supe que la hermana de Catherine y su futuro esposo habían dado en adopción a una hija recién nacida. Por entonces eran adolescentes y no estaban casados. La adopción fue tramitada por la Iglesia. A partir de entonces no hubo información disponible.

—Sí —asentí—. Cuando llegue el momento.

—Sí. Entonces él me lo dirá. Él me lo dirá.

—¿Qué otra información tiene para ti?

—No lo sé, pero tiene cosas que decirme. Y me debe algo... algo, no sé qué. Me debe algo.

Guardó silencio.

—¿Estás cansada? —le pregunté.

—Veo una brida —fue la respuesta, en susurros—.Unos arreos en la pared. Una brida... veo una manta extendida ante un pesebre.

—¿Es un establo?

—Ahí hay caballos. Muchos caballos.

—¿Qué más ves?

—Veo muchos árboles, con flores amarillas. Ahí está mi padre. Él cuida de los caballos.

Comprendí que me hallaba ante una criatura.

—¿Cómo es él?

—Es muy alto, de pelo gris.

—¿Te ves a ti misma?

—Soy una criatura..., una niña.

—¿Tu padre es el dueño de los caballos o sólo los cuida?

—Sólo los cuida. Vivimos cerca.

—¿Te gustan los caballos?

—Sí.

—¿Tienes un favorito?

—Sí. Mi caballo se llama Manzana.

Recordé la vida de Mandy; allí también había aparecido un caballo llamado Manzana. ¿Estaría repitiendo una vida que ya habíamos experimentado? Tal vez la enfocaba desde otra perspectiva.

—Manzana... sí. Tu padre ¿te deja montar a Manzana?

—No, pero puedo darle cosas para comer. Lo usan para tirar de la carreta del señor, para tirar de su carruaje. Es muy grande. Tiene patas grandes. Si no tienes cuidado, te pisa.

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