Movimientos religiosos modernos (6 page)

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Authors: Alberto Cardín

Tags: #Ensayo,Referencia,Religión

BOOK: Movimientos religiosos modernos
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Esta actitud, en la que convergían por igual los ideales humanistas y universalistas de la Ilustración y una cierta tradición americana, representada por el poeta Walt Whitman, el sociólogo Henry Thoreau y el mismo presidente Abraham Lincoln, que añoraba la vida simple y natural de los padres fundadores de la nación americana —vida que, aunque en lucha con los indios, había tomado también de ellos no pocos usos—, llevó a que entre un reducido núcleo de etnólogos americanos empezara a difundirse la idea de proteger los últimos restos de las culturas indias de su definitiva destrucción.

La actitud, en lo que tenía de antirracista, no tardó en confluir igualmente con el movimiento pro derechos civiles de los negros y, tras la expansión americana por los cinco continentes, como consecuencia de su elevación a gran potencia al final de la Primera guerra mundial, con los movimientos de lucha antiimperialista, dentro y fuera de Estados Unidos —y sobre todo en Hispanoamérica.

La vuelta a los campus universitarios de muchos reclutas que habían combatido en el Pacífico y en el norte de África durante la Segunda guerra mundial hizo que muchos se dedicaran a la etnología —los americanos gustan, a su vez, de decir antropología cultural, dándole un contenido mucho más amplio que los británicos—, produciéndose una gran floración de especialistas de dicha disciplina a partir de la década de los cincuenta. Especialistas que, desde el primer momento, se negaron en su mayor parte a secundar a ciertos grupos estadounidenses —sobre todo de la CIA, como quedó plasmado en el Proyecto Camelot— que deseaban emplearlos como espías y experimentadores sociales en aquellos países del Tercer Mundo adonde iban a realizar sus trabajos de campo.

Un grupo de estos antropólogos, precisamente los más conocidos entre los jóvenes, llegaron incluso a fundar un colectivo denominado Mundial Upheaval Society (Asociación de la Insurgencia Mundial) destinado a poner los conocimientos etnológicos al servicio de la liberación del Tercer Mundo.

E
L RETORNO DEL INDIO AMERICANO

La magnificación del indio americano, como ser dotado de una profunda sintonía con su entorno natural y una envidiable fuerza espiritual, fue sin duda en gran parte obra de D. H. Lawrence, quien, tras su visita a Arizona y Nuevo México entre 1921 y 1922, nos dejó en su
Mañanitas mexicanas
dos magníficas descripciones de las danzas rituales de los indios pueblo.

Siguiendo sus pasos, Aldous Huxley, vinculado también a los pueblo por sus experimentos con hongos alucinógenos, decidió situar en una reserva india americana a los únicos seres aún dotados de sentimientos humanos que podían existir de su
Mundo feliz
futurista.

Fue, sin embargo, la acción de los antropólogos americanos, con su activa labor de clarificación cultural —relativizando los conceptos occidentales de racionalidad y convivencia, desde la perspectiva de los modos de vida y utilización del entorno de los primitivos—, así como la propia actividad política de los indios a partir de principios de los años sesenta, lo que los hizo aparecer a los ojos del gran público como la tercera fuerza racial contestataria americana, al lado de los chicanos y los negros.

La ocupación de los lugares históricos de las guerras indias, como Wounded Knee, o de algunos territorios de pesca y caza concedidos para uso exclusivo de los indios en los tratados y luego arrebatados por el gobierno federal —la más famosa fue la ocupación de la antigua isla-presidio de Alcatraz, en la bahía de San Francisco— empezó a atraer la atención mundial hacia unos seres a los que sólo se creía vivos en las películas de John Ford y que, sin embargo, llevaban agrupados como fuerza político-cultural desde 1944, año en que se forma en Denver el Congreso Nacional de los Indios de América, organización de tipo intertribal y defensivo.

A partir de 1970, la proliferación de libros y películas en los que se reivindicaba el modo de vida indio y se ponían de manifiesto las crueldades cometidas en contra de los pieles rojas a lo largo de los dos últimos siglos y el cinismo con que se habían violado todos los tratados tenía, sin embargo, raíces bien distintas a la pura curiosidad. Una buena parte de la sociedad americana empezaba a ver en el indio el símbolo de una vida natural que la industrialización masiva del país estaba agostando y un modo de convivencia sencilla y pacífica que el imperialismo y el belicismo de la política exterior americana empezaban a hacer imposible.

La alianza entre el
proletariado exterior
, formado por los países del Tercer Mundo, y las fuerzas contestatarias del interior de las metrópolis —que H. Marcuse había profetizado en 1968 en su
Hombre unidimensional
— se hizo realidad durante un breve período, en la medida en que la máquina de guerra de Estados Unidos enviaba a morir a Vietnam a los jóvenes norteamericanos en lucha contra un pueblo ajeno y pacífico que nada había hecho al ciudadano medio de este país, y destruyendo de una forma nunca vista la vegetación tropical de aquella zona de Asia. Por un momento, el indio americano —símbolo de lo ajeno dentro del mismo país, pero a la vez síntesis perfecta de la vida que esa nación había hecho posible en otro tiempo, y que el tecnicismo capitalista había destruido— se convirtió en una especie de enseña de los estudiantes contestatarios, que quemaban sus cartillas de reclutamiento y pedían «amor y paz».

Esta misma juventud era la que, al mismo tiempo, buscaba evadirse de la realidad cotidiana, opresiva y anodina, empleando para ello las drogas utilizadas por los indios en sus ritos religiosos de éxtasis y evasión: el peyote y los hongos alucinógenos —el muestreo etnológico incluiría luego la marihuana colombiana, la ayahuasca centroamericana y la coca andina.

Toda esa forma de vida preconizada por la contracultura de los años sesenta y primeros años de los setenta —las comunas, la vida y la alimentación naturales, la macrobiótica, las danzas rituales, los
happenings
y
be-ins
, la libertad sexual y las drogas psicoactivas— encontraba así su modelo mítico y su metáfora en un modo de vida de los indios. Una actitud ante la vida que, despojada de sus elementos esnobs y coyunturales, sería la que luego recuperarían algunas de las sectas, y la que recogería, a un nivel mucho más realista, el actual movimiento ecologista.

L
A PASIÓN PSICODÉLICA

Fueron, al parecer, el sexólogo Havellock Ellis y el estudioso de las religiones y filósofo William James los primeros que, a finales del pasado siglo, experimentaron con sustancias psicoactivas —mescalina y gas hilarante, respectivamente— con la finalidad científica de estudiar las formas de ampliación de la percepción.

Por la misma época, Sigmund Freud, que se hallaba estudiando en París y sufría grandes depresiones, empezó a ingerir pequeñas dosis de cocaína que le levantaban bastante los ánimos, lo que lo llevó a convertirse en un decidido propagandista del alcaloide, para después reducir sus entusiasmos sobre el uso de dicho fármaco a la anestesia local para intervenciones delicadas.

Aunque básicamente guiados por interés científico, los tres seguían una tradición bastante bien establecida entre los poetas posrománticos europeos, especialmente Thomas de Quincey con sus
Confesiones de un comedor de opio inglés
y Charles Baudelaire con sus
Paraísos artificiales
: la de emplear determinadas drogas —opio y hachís fundamentalmente— para conseguir estados de ampliación o evanescencia de la conciencia bajo el pretexto de canalizar de manera desusada sus energías poéticas.

Durante los años treinta, dos escritores franceses, Henri Michaux y Antonin Artaud, hacen viajes a América Central y del Sur para estudiar el uso religioso de los alucinógenos entre los indios.

Será sobre la base de todas estas experiencias anteriores como, hacia mediados de los años cincuenta, Aldous Huxley, en su búsqueda de una experiencia unificada de la percepción religiosa universal, publique su libro
Las puertas de la percepción
, donde analiza las similitudes existentes, en lo que a sensaciones se refiere, entre la experiencia con sustancias alucinógenas o psicoactivas y los efectos de ayuno ascético. Este libro introdujo por primera vez una valoración positiva de las drogas entre los círculos cultos y académicos, donde hasta entonces era considerada como un vicio propio del submundo.

Esta nueva respetabilidad académica de las drogas y su rápida apropiación por parte de la generación
beat
, que hasta entonces había defendido sobre todo el alcohol como estimulante vital y creativo, sirvió para apoyar su difusión entre la juventud americana de los años sesenta. Bastó con que el profesor universitario Timothy Leary se dedicara, siguiendo los pasos de Huxley, a defender de forma inmoderada el nuevo alucinógeno que acababa de ser sintetizado por aquellos días —el ácido lisérgico (LSD)—, y que su propia inmoderación verbal le acarreara la expulsión del campus, para que esta droga pasara a convertirse en una especie de nueva religión y Timothy Leary en su sumo sacerdote.

El LSD tenía sobre otras drogas la ventaja de su inmediatez de efectos y un cierto carácter misterioso, lo que pronto hizo de él la droga
sagrada
por antonomasia de la contracultura. Leary, además, para realzar su carácter sagrado, lanzó al mercado contracultural una interpretación del viaje con LSD, calcado de los estados iniciáticos de acceso al otro mundo del
Bardo Thodol
o
Libro Tibetano de los Muertos
, lo que contribuyó a añadir nuevas sensaciones místicas a su ingestión.

Las conexiones así establecidas entre la
religión perenne
y la droga en general, por un lado, y entre el LSD y un libro lamaísta, por otro, vincularon de manera estrecha droga, religión, orientalismo y contracultura a lo largo de los años sesenta.

La lucha de la década siguiente, sin embargo, será la del intento de separar dicha cadena: de un lado, el ecologismo político y radical —que sucederá al
hippismo
— rechazará la droga y la religión en aras de una mayor toma de conciencia de la realidad; por otro, las sectas religiosas —que tomarán el relevo por el extremo opuesto— rechazarán igualmente la droga como una forma estúpida y personalista de conseguir el éxtasis.

Gran parte de la predicación de las nuevas sectas y de la propaganda en forma de relato personal de su conversión, que pondrán en marcha los nuevos adeptos, estará fundada en el rechazo de la droga y en la insistencia en la salvación que las nuevas sectas proponen para superar la caída en la drogadicción. Algunos predicadores revivalistas, como el popularísimo Billy Graham, llegarán a presentar la fe que predican como una droga, la droga verdadera y suprema.

E
L ZEN EN
O
CCIDENTE

La forma de budismo difundida por las sociedades teosóficas en Europa fue la
Hinayana
o del
Pequeño vehículo
, predominante en la India, Ceilán y Birmania. Dicha forma, que suele identificarse con la
Theravada
o de los
Antiguos
, parece ser la más fiel a la enseñanza originaria de Buda, habiéndose salvado de la extinción gracias a la protección que los reyes cingaleses proporcionaron al monasterio Mahavihara, en la meseta central de Sri Lanka, desde donde dicha doctrina se extendió a Birmania, Camboya y Tailandia.

Su doctrina, contenida en los textos del llamado
Canon Pali
, expresión más antigua y fiel de la
Tripitaka
o
Triple cesta
, se apoya en los tres puntales o
joyeles (Triratna)
originarios del budismo: la persona y el ejemplo de Buda, su ley
(dharma)
y la comunidad religiosa que sigue de cerca sus pasos
(sangha)
; ello quiere decir que ni acepta otros budas futuros ni conoce otro método de liberarse del sufrimiento que engendra el
samsara
—lo mutable, la interminable rueda de las encarnaciones— más que las
Cuatro Nobles Verdades
enunciadas por el Buda histórico, Gautama Sakyamuni: «el dolor, la causa del dolor, la supresión del dolor, el camino que conduce a la supresión del dolor».

Esta cuádruple enunciación —hecha sobre el modelo de la ciencia médica india de la época de Gautama (siglo
V
a. de C.), que distinguía entre la definición del mal, la causa del mismo, el estado de salud al que se aspira, y los medios para conseguirlo— llevaba en su última parte a la consecución del
nirvana
, o estado de quietud de los sentidos, al que se llega mediante la vía pura y moderada que marca el
Noble Octuple Sendero
, y mediante diversos ejercicios de concentración
(dhyana)
.

Como puede verse, se trata de una doctrina dura y absorbente, que exige una dedicación completa a la que sólo pueden entregarse plenamente los miembros de la
sangha
—los monjes—, teniendo los demás fieles que conformarse con contribuir piadosamente a la liberación de éstos mediante aportaciones materiales.

Tan estrecha doctrina —de ahí el nombre de
Pequeño vehículo
— necesariamente había de dar lugar a nuevas formas de credo que permitieran la salvación a un mayor número de gente, mediante ejercicios rituales mucho más rápidos, y con la ayuda de algún ser sobrenatural. Y, de hecho, así sucedió, apareciendo muy pronto al lado de la doctrina primitiva una forma de mucha mayor aceptación, por más laxa, denominada
Mahayana
o
Gran vehículo
.

El Mahayana partía de la crítica de la llamada vía de los oyentes, exclusiva de los monjes, a la que consideraba egoísta por abocarse a la salvación individual, y le oponía la llamada vía de los
bodhisattvas
, o seres misericordiosos que renunciaban a la entrada en el
nirvana
para ayudar con sus méritos a los restantes hombres, los cuales pueden participar de su
Parivarta
o
acumulación de méritos
mediante la invocación de su nombre.

Dichos bodhisattvas no eran, sin embargo, seres históricos, sino en una pequeña proporción, sus figuras habían sido en primer lugar del panteón indio, y sucesivamente de todos los panteones de las culturas circundantes por donde fue extendiéndose el budismo Mahayana. El caso más curioso es, sin duda, el del Tíbet, donde los bodhisattvas indios se fundieron con la realeza divina tradicional del país, dando lugar a los llamados
Sprul-Ska
o
Budas vivientes
, de los cuales el más conocido es el Dalai-Lama.

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