En aquellos días de angustia, el corsario, como era natural, estaba muy rabioso y se sentía capaz de toda suerte de atrocidades. Infortunadamente, el Principito estaba muy empalagoso con los dolores y molestias de la dentición. De noche, sobre todo, tomaba estruendosas perras, berreaba mucho y no dejaba que ni donna Olimpia, ni Teletusa, ni el corsario, pegasen los ojos. El corsario, durante tres noches, lo aguantó todo por galantería; pero en la noche cuarta, se puso tan nervioso y tan frenético que apenas nos atrevemos a decir lo que hizo, tanto es el horror que nos causa. Imitando, o mejor diremos, prefigurando al héroe de una novela de Gabriel d'Anunnzio, aunque sin premeditación ni alevosía, sin sutilezas psicológicas y sin celos retrospectivos, sino en el arrebato y en la excitación del insomnio, agarró al Principito y lo arrojó al mar por la ventana del camarote.
Desgarradores fueron los gritos que en aquella ocasión lanzó donna Olimpia, al considerar que se ahogaban sus más bellas esperanzas. Donna Olimpia tuvo, sin embargo, que callarse, porque el corsario, brutal e iracundo, la amenazó con arrojarla también al mar si no se callaba.
De lo que ocurrió al día siguiente ya hemos dado cuenta. Ya sabemos cómo el corsario pagó de una vez todos sus delitos.
Cuando Morsamor supo los lastimeros ocasos que acabamos de referir, se compadeció de donna Olimpia y procuró consolarla; pero el cuidado de su nave le preocupaba más todavía. Y como iba ya acercándose a la costa, Fréitas había muerto y no era muy de fiar el contramaestre, Morsamor velaba y sólo por breve rato entraba a reposar en la cámara.
Antes de amanecer, se levantó Morsamor y fue sobre cubierta.
Fresco vientecillo de Poniente empujaba la nave hacia la costa. Era de esperar que, al rayar el alba llegase la nave a la desembocadura del Tajo y penetrando y subiendo por el río, se presentase frente a Lisboa.
En pos de la nave de Morsamor iba el barco del vencido corsario argelino, brillante trofeo de la recién alcanzada victoria.
Tiburcio de Simahonda había tomado en él el mando. La bandera de Castilla, izada en el mastelero de gavia, continuaba allí en señal de posesión, a pesar de la noche. De las entenas pendían, cual horrible adorno y para ejemplar escarmiento, los cadáveres del capitán argelino y de ocho satélites suyos, cada uno de ellos colgando por el pescuezo con un lazo escurridizo.
Densísima niebla lo envolvía todo. En la vaga penumbra del crepúsculo sólo se percibía la forma indecisa del bajel apresado, como negro bulto que se destacaba sobre un fondo de color de ceniza.
Ni los cercanos montes de la costa, ni las pálidas y moribundas estrellas, ni mar ni cielo se percibían con claridad. Si algo se vislumbraba era como a través de muy tupido velo.
Morsamor triunfante se engreía y deleitaba en la contemplación de su gloria, sólo compartida acaso por Fernando de Magallanes. ¿Habría este logrado o iría pronto a lograr su propósito después de pasar el Estrecho donde encontró Morsamor el rastro y las muestras de su cruel energía? Morsamor se lo preguntaba y no acertaba a responderse. Pero fuera cual fuera la respuesta que diese al cabo el destino, la gloria de Morsamor, aunque compartida, no menguaba. Él había circunnavegado el planeta, obtenido experimental conocimiento de su magnitud y de su forma, y cerrado el ciclo de los grandes descubrimientos y navegaciones.
Soberbio, engreído estaba Morsamor por todo ello. Y sin embargo, en vez de ensancharse su corazón y de regocijarse, se sentía abrumado en aquellos momentos por amarga tristeza. Un enjambre de pensamientos desconsoladores acudían a su espíritu y le atormentaban y picaban con ponzoñoso estímulo. Y en aquel estímulo ponzoñoso había, como en el estro de los poetas, la eficacia de revestir de imágenes lo pensado, prestándoles movimiento y vida y poblando y animando con ellas el ambiente de nieblas que a Morsamor circundaba.
No, no era arco triunfal el que acababa de erigir y por donde gloriosamente se entraba en la edad moderna. Era más bien puerta con que él cerraba y terminaba un inmenso periodo histórico, una larga serie de más de treinta siglos, durante los cuales los pueblos que habitan en torno del Mar Mediterráneo habían sido guías, iniciadores, maestros y hierofantes del humano linaje. Egipto, Fenicia, Grecia, Italia y España, habían tenido sucesivamente el primado, el cetro y la virtud civilizadora.
El mismo orgullo de Morsamor, el superior valer que atribuía a sus hechos se revolvía en daño suyo y servía para deprimirle. Acabada por él la obra que incumbía a los pueblos meridionales de nuestro continente, la fuerza, el imperio y la inteligencia dominadora iban a pasar a otras manos.
Al reconocer Morsamor tal como es la tierra en que vivimos, había disipado el encanto que nos hizo señores de ella. La abandonaba su fe y con su fe la abandonaban los genios, los dioses y los poderes e inteligencias sobrenaturales que sucesivamente su fe había creado. Esquilmado y seco el suelo, no se prestaba ya, aun herido de nuevo por el corcel con alas, a que brotase de él otra Hipocrene. Circe y Calipso huían buscando refugio y sin hallar en los mares espacio misterioso y esquivo y afortunadas islas donde erigir espléndidos palacios, socavar frescas grutas y plantar deleitosos jardines para recibir, agasajar y embriagar de amor a los héroes. Venus no surgía ya del seno de las ondas salobres, ni las Nereidas, abandonando sus alcázares submarinos, venían a consolar a Aquiles por la muerte del amigo, ni aparecían en limpia y hermosa desnudez ante los ojos mortales de Jasón y de sus compañeros que iban a conquistar el Vellocino. Los oráculos callaban; cesaban los milagros. Parados y ocultos los cíclopes, ni en Letnos ni en las cavernas del Etna forjaban armaduras lucientes. Apolo y las musas sentían el prurito de abandonar a Delos, el Parnaso y el Pindo, de salvar las Montañas Rifeas y de instalarse en las regiones hiperbóreas, mientras no las visitaba algún viajero curioso y les quitaba todo su hechizo. En suma, era tan temeroso y destructor el desencanto que Miguel de Zuheros imaginaba haber producido, que hasta los santos y los ángeles se iban volando y abandonaban nuestra tierra desengañada. Pero las cristalinas esferas se habían desbaratado y roto, no giraban ya en arrebatada consonancia y nadie podía oír su musical armonía en los arrobamientos del éxtasis. Soledad y fúnebre silencio reinaban en la fría y desierta amplitud del éter sin límites. Muy lejos, muy lejos de los hombres tenían que subir los coros celestiales para acercarse al primer móvil y descubrir el Empíreo.
Así se atormentaba Morsamor con cavilaciones nacidas de vanidad atrabiliaria en que muchos después de él han caído y caen. Han creído que llevaban en una mano la férula del progreso y la antorcha de la razón en la otra, y que iban arrollando con ellas cuantas creencias y poesía se les paraban delante, despejando el mundo de visiones y de fantasmas para que sólo quedase en él la realidad monda y escueta.
Y sin aquietarse Morsamor y pasando adelante en su cavilar lastimoso, supuso, por último, que la ciencia empírica, hija del exterior sentido, iba a arrebatarnos el imperio y a dársele a los pueblos del Norte, patentizando el jactancioso embuste de las profecías del Padre Ambrosio. Morsamor dio entonces forma y vida a este nuevo pensamiento, y vio en torno suyo, discurrir entre la niebla diminutas y vaporosas semideidades, geniecillos sutiles que apenas eran algo y casi se convertían en flores retóricas: gnomos deformes y enanos, que trabajaban sin cesar en el centro obscuro de la tierra y sacaban de allí para sus naciones favoritas piedras y metales preciosos, raros documentos de los archivos subterráneos, y primitivas selvas, alimento del fuego, motor y artífice infatigable. En pos venían los silfos y las ondinas. Y luego las aladas salamandras extraían del escondido seno de las cosas una incomprensible virtud, de mayor ligereza que la luz y el fuego, rápida y potente como el rayo, y se la prestaban a los hombres para que iluminasen y moviesen con ella los seres inertes y obscuros y transmitiesen con instantánea y casi ubicua rapidez el pensar y el sentir, la palabra y el sonido.
Salió al fin Morsamor de aquel piélago de tristes meditaciones en que se había engolfado.
El sol, que se alzaba sobre los montes, desgarró los velos de niebla que los envolvían. Morsamor vio entonces el promontorio que estaba cerca y hacia donde dirigía el rumbo su nave. En seguida reconoció que eran los cerros de Cintra, cubiertos de feraz y lozana verdura. En la más alta cima de la Peña, creyó distinguir con envidia al enamorado Bernardín Riveiro, que todavía oteaba la extensión del Atlántico y buscaba con lágrimas la estela de la nave que le arrebató a doña Beatriz.
Y vagando por la frondosidad umbría de aquellos valles, apareció también a Miguel de Zuheros la virginal figura de doña Sol de Quiñones, que no le censuraba, sino que le compadecía de que volviese a verla, olvidado de su poético enamoramiento y acompañado y consolado por donna Olimpia. La Ínsula Firme se había sumergido también en el Atlántico como otras mil fábulas venerandas. En ningún mapa habría ya sitio en que ponerla. Ni era menester porque el mágico Apolidón había derribado el Arco de los leales amadores, enojado de que ya nadie pasara por él, como pasó Amadís fiel a Oriana.
Poco satisfecho estaba Morsamor de sí mismo en aquellos instantes. Cuando iba a llegar al término de su peregrinación, un fúnebre presentimiento contristaba su alma. La agitaba negra tempestad de pasiones.
De súbito se encapotó el cielo con densas nubes. Por breve rato hubo calma abrumadora como si algo pesado oprimiese el ambiente. Pero pronto se desencadenó la tempestad más furiosa. El viento del Norte sobrevino con ímpetu rabioso y sacudió y levantó las aguas del mar en gigantescas olas. Chocaron las nubes con estruendo. Intensos relámpagos iluminaron siniestramente el aire. Los rayos le surcaban de continuo.
El bajel apresado no tardó en apartarse de la nave de Morsamor. La borrasca le llevó lejos de su vista.
Morsamor hizo esfuerzos inauditos para salvar su nave, harto trabajada ya por larguísima navegación y por el choque y combate con el bajel corsario.
Los marineros todos le ayudaron con celo y con brío en la ruda faena, mientras que conservaban esperanzas; pero la nave, impulsada por los vientos y por las olas, ya parecía elevarse a las nubes, ya hundirse entre dos enormes montañas de agua, y no obedecía al timón, y se ladeaba a veces como si fuera a volcarse, y el agua subía por cima de la cubierta, la barría con furia y penetraba hasta el fondo.
Muchos tripulantes, en el delirio ya de la desesperación, blasfemaban o rezaban y no acudían a la maniobra.
Casi abandonada la nave de dirección y de auxilios humanos, corrió aún no poco tiempo con velocidad vertiginosa, a merced del huracán que la impelía sobre la líquida faz del Océano, que ya la levantaba en sus oleadas, ya la precipitaba en la medrosa hondura que entre dos montes de agua a cada momento se abría.
La nave de Morsamor no pudo resistir más. Acaso bastó a destrozarla el furor de los vientos y de las olas. Acaso fue a romperse, chocando contra oculto bajío. Ello es que la nave, desbaratada la trabazón de sus tablas se deshizo en pedazos.
Cada uno de los que la tripulaban luchó por la vida y procuró salvarse como pudo.
En aquel momento de angustia, Morsamor cayó en el agua y pensó salvarse nadando, pero pronto sintió un peso que le oprimía, que le estorbaba nadar y que fatalmente iba a ahogarle. Despavorida donna Olimpia, pálida por el miedo de la muerte, frenética de terror y de funesto cariño, se había agarrado a Miguel de Zuheros, ciñéndole y estrechándole entre sus brazos.
O la falta de brío o la sobra de piedad impidió a Morsamor apartar de sí aquel obstáculo que se oponía a su salvación; aquella mujer por quien iba a perderse sin que ella se salvara.
Morsamor, en vez de rechazarla, en aquellos instantes, acaso los últimos de su vida, la cogió con ternura. Y movida ella por gratitud y por amorosa vehemencia, unió su boca a la de Morsamor y la regaló con hondo y prolongadísimo beso.
Extrañas fueron las impresiones de Morsamor. Se figuró que donna Olimpia absorbía con sus labios toda la mocedad y toda la vida nueva que las pociones mágicas del Padre Ambrosio le habían infundido. Volvió la vejez a apoderarse de su cuerpo y empezó a sentirse casi decrépito. El frío del agua atravesaba su carne, penetraba en sus huesos y le congelaba los tuétanos y la sangre descolorida y pobre.
Todavía se sostuvo Morsamor en la superficie del agua a su parecer por extraño e imprevisto socorro.
Tiburcio de Simahonda le tenía asido por la cabeza, impidiendo que se hundiese; pero de sus hombres brotaron negras alas que velaron a Morsamor la horrenda claridad de aquel día.
Por último, una sensación grotesca, a par que espantosa, vino a colmar el delirio de aquella en su sentir postrera agonía. Los dos tremendos rufianes, Asmodeo y Belcebú, le habían cogido cada uno por una pierna, tiraban de él y le arrastraban al fondo de los mares.
Entonces Morsamor perdió el conocimiento y el sentido.
Después de las portentosas aventuras que acabamos de referir y del trágico fin que tuvieron, bien podemos asegurar que no murió Morsamor. No nos consta de qué suerte pudo salvarse. En nuestra historia hay aquí una tenebrosa laguna. Saltemos por cima de ella y volvamos al convento en que el Padre Ambrosio seguía viviendo y ejerciendo sus artes mágicas.
Por su virtud, aunque se ignore de qué manera, nadie en el convento había notado la ausencia de Fray Miguel y del hermano Tiburcio.
Acaso el Padre Ambrosio había evocado y atraído a dos espíritus, que habían tomado la apariencia del fraile y del lego. Acaso, sin evocar espíritu alguno, aquel gran mago había creado dos fantasmas que reemplazasen en el claustro a los dos ausentes. Ello es que nadie los echó de menos. Por lo demás, según imaginaban los otros frailes, Fray Miguel vivía siempre retraído, encerrado en su celda y casi de continuo postrado en cama.
Lo que es ahora, bien podemos asegurar también nosotros que Morsamor o Fray Miguel, de vuelta ya de sus excursiones, yacía en cama, en muy mísero estado. Sin duda su segunda mocedad se había consumido toda en el cumplimiento de las grandes empresas a que su voluntad y la ciencia del Padre Ambrosio la consagraron. Fray Miguel se hallaba casi ciego, más viejo, más acabado, más baldado por los dolores que antes de remozarse y de encontrarse apto para la fuga. Se diría que aquel impetuoso renacimiento de vitalidad, que aquella fuerza nueva que de la profundidad de su ser había surgido, se había derramado como torrente, se había volcado como ingente catarata, y se había gastado toda con rapidez en inauditas acciones, sin dejar resto alguno, sino llevándose y arrastrando en su curso parte de la vida que él conservaba aun antes del cambio prodigioso.