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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

Mont Oriol (23 page)

BOOK: Mont Oriol
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Estando así las cosas, regresaba a casa con su hermana mayor, tras una velada en el hotel durante la cual Gontran había intentado varias veces besarla en el transcurso de un juego de prendas, cuando Louise, que parecía preocupada y nerviosa desde hacía algún tiempo, le dijo en tono brusco:

—No estaría de más que te fijaras un poco en cómo te portas. El señor Gontran no es correcto contigo.

—¿Qué no es correcto? ¿Pues qué ha dicho?

—De sobra lo sabes, no te hagas la tonta. ¡Si sigues así no tardarás mucho en comprometerte! Y si tú no sabes portarte como es debido, aquí estoy yo para vigilarte.

Charlotte, confusa, avergonzada, balbuceó:

—Pues no sé… te aseguro… no me ha llamado nada la atención.

Su hermana siguió diciendo con severidad:

—¡Mira, las cosas no pueden seguir así! ¡Si quiere casarse contigo, será papá quien tenga que pensarlo y dar una respuesta!; pero si lo único que quiere es pasar el rato, hay que cortar por lo sano.

Entonces, de repente, Charlotte se enfadó, sin saber por qué, sin saber de qué. Ahora la indignaba que su hermana se metiera a dirigirla y a reñirla; le dijo con voz temblorosa y lágrimas en los ojos que no volviera a ocuparse de lo que no le importaba. Tartamudeaba, exasperada, y un vago y certero instinto la avisaba de los celos que había despertado en el corazón agriado de Louise.

Se separaron sin darse un beso, y Charlotte lloró en la cama pensando en cosas que nunca había previsto ni imaginado. Poco a poco se le pasó el llanto y reflexionó.

Era verdad que los modales de Gontran habían cambiado. Hasta aquel momento lo había intuido sin caer en la cuenta. Ahora caía. Le decía, viniera o no a cuento, cosas amables, finuras. Una vez le había besado la mano. ¿Qué pretendía? Ella le gustaba, pero ¿hasta qué punto? ¿Acaso sería posible que se casara con ella? Y al instante le pareció oír por el aire, no sabía dónde, en la oscuridad vacía por la que empezaban a revolotear sus sueños, una voz que gritaba: «¡Condesa de Ravenel!».

La emoción fue tan fuerte que se sentó en la cama; luego buscó, descalza, las zapatillas debajo de la silla donde había dejado tirada la ropa y se fue a abrir la ventana, sin saber lo que hacía, para hacerles sitio a sus esperanzas.

Oyó que hablaban en la sala de abajo, y la voz de Coloso se alzó: «Deja, deja. Ya
veremosh. Esho esh cosha
de padre. De momento no ha
pashado
nada de particular. Padre
she
encargará del
ashunto
».

Veía en la fachada de la casa de enfrente el recuadro claro de la ventana encendida debajo de la suya. Se preguntaba: «¿Quién hay? ¿De qué están hablando?». Pasó una sombra por la pared iluminada. ¡Era su hermana! Así que no se había acostado. ¿Por qué? Pero la luz se apagó, y Charlotte se puso otra vez a pensar en las cosas nuevas que le agitaban el corazón.

Ahora no podía dormirse. ¿La amaba? ¡No! ¡Todavía no! ¡Pero podía llegar a amarla, puesto que le gustaba! Y, si llegara a amarla mucho, con locura, como se ama la gente de la buena sociedad, se casaría con ella sin duda alguna.

Nacida en una casa de viticultores, había conservado, aunque educada en el convento al que iban las señoritas de Clermont, una modestia y una humildad de campesina. Pensaba que tendría por marido a un notario tal vez, o a un abogado, o a un médico, pero el deseo de llegar a ser una auténtica dama de la alta sociedad, con título de nobleza delante del apellido, nunca había calado en ella. Apenas si, al acabar una novela de amor, había soñado despierta unos cuantos minutos bajo la caricia de aquel grato deseo, que se había desvanecido al momento, como se desvanecen las quimeras. Pero hete aquí que le parecía que se aproximaba, como una vela de barco empujada por el viento, aquella circunstancia imprevista, imposible, que habían evocado de repente unas cuantas palabras de su hermana.

Musitaba con cada soplo de respiración: «Condesa de Ravenel». Y la sombra de los párpados cerrados en la oscuridad se le iluminaba con visiones. Veía hermosos salones encendidos, hermosas damas que le sonreían, hermosos coches que la esperaban ante la escalinata de un palacio, y altos sirvientes de librea inclinados a su paso.

Tenía calor en la cama; ¡le latía el corazón! Se levantó otra vez para beber un vaso de agua y quedarse de pie unos instantes, descalza, en las frías baldosas del dormitorio.

Luego, algo calmada, acabó por dormirse. Pero el desasosiego de la mente se le había metido hasta tal punto en la sangre que se despertó al alba.

Se avergonzó de su cuarto pequeño con las paredes blancas pintadas al temple por el vidriero del pueblo, de las humildes cortinas de indiana y de las dos sillas de paja que nunca se movían de su sitio, a ambos lados de la cómoda.

Rodeada de aquellos muebles de patanes que proclamaban su origen, se daba cuenta de que era una campesina, se sentía humilde, indigna de aquel guapo muchacho burlón cuyo rostro rubio y risueño le flotaba ante los ojos, se esfumaba, reaparecía, se apoderaba de ella poco a poco, se le metía ya en el corazón.

Entonces saltó de la cama y corrió en busca del espejo, el espejo pequeño de mano, del tamaño de un culo de plato; luego volvió a acostarse con el espejo entre las manos; y se miró el rostro enmarcado por el despeinado cabello, sobre el fondo blanco de la almohada.

A ratos, posaba en las sábanas el ligero trozo de vidrio que le mostraba su imagen, y pensaba cuán difícil sería esa boda, tan grande era la distancia que los separaba. Entonces, se apenaba mucho y se le ponía un nudo en la garganta. Pero al momento volvía a mirarse, sonriéndose para gustarse, y, como se encontraba bonita, desaparecían las dificultades.

Cuando bajó a almorzar, su hermana, que parecía irritada, le preguntó:

—¿Qué piensas hacer hoy?

Charlotte contestó sin vacilar:

—¿No vamos en coche a Royat con la señora Andermatt?

Louise siguió diciendo:

—Pues irás sola, pero harías mejor, después de lo que te dije anoche…

La menor le cortó la palabra:

—No te estoy pidiendo ningún consejo… ocúpate de tus asuntos.

Y no se volvieron a hablar.

El tío Oriol y Jacques llegaron y se sentaron a la mesa. El viejo preguntó casi al momento:

—¿Qué
hacéish
hoy,
chiquitash
?

Charlotte no esperó a que su hermana contestara, y dijo:

—Yo voy a Royat con la señora Andermatt.

Ambos hombres la miraron con cara de satisfacción, y el padre murmuró con esa sonrisa alentadora que ponía cuando trataba negocios ventajosos:


Esho eshtá
bien,
esho eshtá
bien.

Aquella satisfacción secreta que se les traslucía en la forma de comportarse la sorprendió más que el visible enfado de Louise; y se preguntó, algo turbada: «¿Habrán hablado del asunto?».

Nada más comer, volvió a subir a su cuarto, se puso el sombrero, cogió la sombrilla, se echó al brazo un abrigo fino y se fue hacia el hotel, pues tenían que emprender la marcha a la una y media.

A Christiane le extrañó que no fuera Louise.

Charlotte sintió que se ruborizaba al contestar:

—Está un poco cansada, creo que le duele la cabeza.

Y subieron al landó, al gran landó de seis plazas que seguían utilizando. El marqués y su hija iban al fondo, la hija de Oriol se sentó, por lo tanto, entre los dos jóvenes, de espaldas a la marcha.

Pasaron delante de Tournoël, luego siguieron el pie de la montaña por una agradable carretera que iba serpenteando bajo nogales y castaños. En varias ocasiones, Charlotte sintió que Gontran se arrimaba a ella, pero con demasiada prudencia para que pudiera ofenderse. Como se sentaba a su derecha, le hablaba acercándosele mucho a la mejilla; y ella no se atrevía a volverse para contestarle, por temor a su aliento, que ya sentía en los labios, y por temor también a sus ojos, cuya mirada la hubiera puesto violenta.

Él le iba diciendo chiquilladas galantes, tonterías divertidas, cumplidos graciosos y amables.

Christiane apenas hablaba, agobiada, enferma por el embarazo. Y Paul parecía triste, preocupado. El marqués era el único que conversaba sin turbación ni inquietud, con su cordialidad jovial de viejo hidalgo egoísta.

Bajaron en el parque de Royat para escuchar la música, y Gontran, tomando a Charlotte del brazo, fue con ella delante. El ejército de bañistas miraba desfilar a los paseantes desde las sillas que rodeaban el quiosco donde el director de orquesta marcaba el compás al metal y los violines. Las mujeres, estirando los pies hasta el barrote de la silla más cercana, lucían los vestidos y los frescos tocados de verano que las hacían más encantadoras.

Charlotte y Gontran deambulaban por entre la gente sentada buscando caras graciosas que les permitieran bromear.

Él oía decir continuamente a sus espaldas: «¡Caramba! Qué linda personita». Se sentía halagado y se preguntaba si la tomaban por su hermana, su mujer o su amante.

Christiane, sentada entre su padre y Paul, los vio pasar varias veces y, como estimaba que «parecían algo jóvenes», los llamaba para calmarlos. Pero ellos no la escuchaban y seguían vagabundeando por entre la muchedumbre divirtiéndose de lo lindo.

Christiane le dijo por lo bajo a Paul Brétigny:

—Acabará comprometiéndola. Tendremos que hablar con él esta noche al volver.

Paul contestó:

—Ya lo había pensado. Tiene usted mucha razón.

Fueron a cenar a uno de los restaurantes de Clermont-Ferrand, pues, según decía el marqués, que era muy laminero, los de Royat no valían nada, y regresaron cuando ya había caído la noche.

Charlotte se había puesto seria, pues Gontran le había apretado con fuerza la mano al darle los guantes cuando se levantaban de la mesa. Su conciencia de chiquilla se inquietaba de repente. ¡Aquello era una confesión, un paso adelante, una inconveniencia! ¿Qué habría debido hacer? ¿Hablar con él? Pero ¿qué le iba a decir? ¡Enfadarse hubiera sido ridículo! ¡Se necesitaba tanto tacto en aquellas circunstancias! Pero si no hacía nada, si no decía nada, parecía que aceptaba la insinuación, que se hacía cómplice suya, que daba el sí a la presión de aquella mano.

Y sopesaba la situación, acusándose de haberse mostrado demasiado alegre en Royat y haberle dado demasiadas confianzas; ahora le parecía que su hermana tenía razón, que se había comprometido, ¡qué se había perdido! El coche iba carretera adelante, Paul y Gontran fumaban en silencio, el marqués dormía, Christiane miraba las estrellas, y Charlotte apenas podía contener las lágrimas, pues había bebido tres copas de champaña.

Cuando estuvieron de vuelta, Christiane le dijo a su padre:

—Como es de noche, ve a acompañar a la joven.

El marqués le ofreció el brazo y se alejó con ella al instante. Paul tomó a Gontran por los hombros y le susurró al oído:

—Ven a charlar cinco minutos con tu hermana y conmigo.

Y subieron al saloncito que comunicaba las habitaciones de Andermatt con las de su mujer.

En cuanto se hubieron sentado, Christiane le dijo:

—Oye, el señor Brétigny y yo queremos sermonearte.

—¡Sermonearme!… ¿A cuento de qué? Si soy un santo. Claro que tampoco es que abunden las ocasiones…

—Déjate de bromas. Estás haciendo algo muy imprudente y peligroso sin darte cuenta. Estás comprometiendo a esa chiquilla.

Pareció muy sorprendido.

—¿A quién?… ¿A Charlotte?

—A Charlotte, sí.

—¿Qué estoy comprometiendo a Charlotte?… ¿Yo?…

—Sí, la estás comprometiendo. Aquí, la gente no habla de otra cosa, y, hace un rato, en el parque de Royat, habéis tenido un comportamiento muy… muy… ligero. ¿Verdad, Brétigny?

Paul contestó:

—Sí, señora, soy enteramente de su opinión.

Gontran le dio la vuelta a la silla, y se puso a horcajadas en ella como si de un caballo se tratara, cogió otro puro, lo encendió, y luego se echó a reír.

—¡Vaya! Así que estoy comprometiendo a Charlotte Oriol.

Esperó unos segundos para ver el efecto de sus palabras, y a continuación declaró:

—Bueno, ¿y no se os ha ocurrido que podría querer casarme con ella?

Christiane dio un respingo de asombro.

—¿Casarte con ella? ¿Tú?… ¡Pero estás loco!…

—¿Por qué?

—Con esa… con esa… campesina…

—Tonterías… prejuicios… ¿Se te han pegado de tu marido?…

Como su hermana no le contestaba nada a aquel argumento tan directo, Gontran siguió hablando, respondiendo a sus propias preguntas:

—¿Es guapa? ¡Sí! ¿Está bien educada? ¡Sí! Es más ingenua, y más amable, y más sencilla, y más sincera que las chicas de buena sociedad. Es tan culta como cualquier otra, pues habla inglés y auvernés, o sea dos idiomas extranjeros. Será más rica que una heredera del muy noble
faubourg
Saint-Germain, al que se debería llamar
faubourg
Santa Miseria, y, en resumidas cuentas, si es hija de un campesino estará más sana para darme hijos robustos… Eso es todo…

Como siempre parecía estar de guasa, Christiane le preguntó titubeando:

—Oye, ¿hablas en serio?

—¿Tú que crees? Esa chiquilla es encantadora. Tiene buen corazón y cara bonita, genio alegre y buen humor, las mejillas como rosas, los ojos claros, los dientes blancos, los labios rojos, el pelo largo, brillante, abundante y suave; y el viticultor de su padre será más rico que Creso gracias a tu marido, querida hermana. ¿Qué más quieres? ¡Hija de un campesino! Pues bueno, ¿acaso la hija de un campesino no vale tanto como todas las hijas de los banqueros dudosos que tan elevadas sumas pagan por casarse con duques de título no muy claro, o como todas las hijas de busconas con título que le debemos al Imperio, o como todas las hijas de dos padres con que se topa uno en la buena sociedad? Pues casarme con esa chica sería el primer acto juicioso y sensato de mi vida…

Christiane se había quedado pensativa; luego, de repente, convencida, conquistada, encantada, exclamó:

—¡Pues es verdad todo lo que dice! ¡Es totalmente cierto, totalmente exacto!… Entonces, ¿te casas con ella, hermanito?…

Fue él, entonces, quien la calmó.

—No tan deprisa… No tan deprisa… Deja que piense yo también. Simplemente, hago constar que casarme con ella sería el primer acto juicioso y sensato de mi vida. Eso no quiere decir todavía que vaya a casarme con ella; pero me lo estoy pensando, me lo estoy planteando, la cortejo un poco para saber si acaba de gustarme. En fin, no te contesto ni que sí ni que no, pero estoy más cerca del sí que del no.

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