Moby Dick (65 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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Pero hasta Salomón dice: «El hombre que se aparta del camino del entendimiento quedará (esto es, aun en vida) en la compañía de los muertos». No te entregues, pues, al fuego, no sea que él te haga volcar y te mate, como aquella vez me pasó a mí. Hay una sabiduría que es dolor; pero hay un dolor que es locura. Y hay en algunas almas un águila de Catskill que lo mismo puede dejarse caer en las más negras gargantas que volver a elevarse de ella y hacerse invisible en los espacios soleados. Y aunque vuele por siempre en la garganta, esa garganta está en las montañas, de modo que, aun en su caída más baja, el águila montañera sigue estando más alta que otras aves de la llanura, por mucho que se eleven.

XCVII
 
La lámpara

Si hubierais bajado de la destilería del Pequod al castillo de proa donde dormía la guardia franca de servicio, por un momento casi habríais creído que estabais en alguna iluminada capilla de reyes y consejeros canonizados. Allí yacían, en sus triangulares nichos de encina; cada marinero un mutismo cincelado, con una veintena de lámparas resplandeciendo sobre sus ojos encapuchados.

En los barcos mercantes, el aceite para el marinero es más escaso que la leche de reinas. Su suerte habitual es vestirse a oscuras, comer a oscuras y andar a oscuras tropezando hacia su petate. Pero el cazador de ballenas, como busca el alimento de la luz, vive por tanto en luz. Convierte su linterna en una lámpara de Aladino y allí se acuesta, de tal modo que en la noche más alquitranada, el negro casco del barco sigue albergando una iluminación.

Ved con qué entera libertad el marinero toma su manojo de lámparas —aunque a menudo no son más que viejas botellas y cacharros— y las lleva a la enfriadera de cobre de la destilería, llenándolas allí como jarros de cerveza en la cuba. Él hace arder el más puro aceite, en su estado bruto, y por tanto sin viciar; un fluido desconocido para todas las invenciones solares, lunares o astrales de tierra firme. Es dulce como la mantecosa hierba temprana en abril. Va a la caza de su aceite como para estar seguro de su frescura y autenticidad, igual que el cazador de las praderas sale a cazar su cena de caza.

XCVIII
 
Estiba y limpieza

Ya se ha relatado cómo el gran leviatán es señalado a gritos desde el mastelero, cómo se le persigue por los páramos acuáticos, y cómo se hace su matanza en los valles de la profundidad; cómo luego es remolcado junto al barco y decapitado; y cómo (conforme al principio que autorizaba al verdugo de antaño a quedarse las vestiduras con que muriera el degollado) su gran gabán almohadillado se convierte en propiedad de su ejecutor; cómo, en el momento oportuno, es condenado a las calderas, y lo mismo que Shadrach, Meshach y Abednego, su esperma, aceite y huesos pasan intactos por el fuego; pero ahora queda por concluir el último capítulo de esta parte de la descripción recitando —cantando, si soy capaz— el romántico proceso de trasvasar su aceite a los barriles y bajarlos a la sentina, donde una vez más regresa el leviatán a sus profundidades nativas, deslizándose bajo la superficie como antes, pero ¡ay! para no volver jamás a subir y a soplar.

Todavía tibio, el aceite, como el ponche caliente, entra en los toneles de seis barrels, y quizá, en tanto que el barco avanza cabeceando y balanceándose por el mar de medianoche, los enormes toneles se hacen rodar y se vuelcan, un extremo tras otro, y a veces se escapan peligrosamente por la resbalosa cubierta, como aludes, hasta que por fin son sujetos y frenados en su camino, mientras que alrededor, tac, tac, golpean los aros todos los martillos que pueden caer sobre ellos, pues ahora todo marinero es tonelero
ex officio
.

Al fin, cuando se mete en barril la última pinta de aceite, y todo se enfría, se abren las grandes escotillas, dejando al aire las tripas del barco, y bajan los toneles a su reposo final en el mar. Hecho esto, se vuelven a colocar las escotillas y se cierran herméticamente, como un armario emparedado.

En la pesca del cachalote, éste es quizá uno de los episodios más notables de todo el asunto. Un día las tablas desbordan torrentes de sangre y aceite; en el sagrado alcázar se amontonan profanamente enormes masas de la cabeza del cetáceo; hay alrededor grandes toneles oxidados; el humo de la destilería ha llenado de hollín las batayolas; los marineros andan por ahí llenos de untuosidad; el barco entero se parece al propio leviatán, mientras que por todas partes hay un ruido ensordecedor.

Pero un día o dos después, mirad a vuestro alrededor, y aguzad las orejas en el mismísimo barco; si no fuera por las delatoras lanchas y destilerías, juraríais que pisáis algún silencioso buque mercante, con un capitán escrupulosamente pulcro. El aceite de esperma sin manufacturar posee una singular capacidad de limpieza. Esa es la razón por la que las cubiertas nunca tienen un aspecto tan blanco como después de lo que ellos llaman un trabajo de aceite. Además, con las cenizas de los restos quemados de la ballena, se hace en seguida una poderosa lejía, y esta lejía acaba rápidamente con cualquier pegajosidad del lomo del cetáceo que pueda seguir adherida al costado. Los marineros van con toda diligencia a lo largo de las amuradas y con baldes de agua y trapos les devuelven su total limpieza. Se rasca el hollín de las jarcias bajas. Todos los numerosos instrumentos que se han usado se limpian y guardan con análoga fidelidad. Se restriega la gran escotilla y se pone sobre la destilería, ocultando por completo las marmitas; no queda un tonel a la vista; y todos los aparejos se amontonan en rincones ocultos; y cuando, con la diligencia combinada y simultánea de casi toda la tripulación del barco, se concluye por fin la totalidad de este deber concienzudo, los tripulantes comienzan sus propias abluciones, se mudan de pies a cabeza, y por fin salen a la cubierta inmaculada, todos frescos y radiantes como novios recién llegados de la más refinada Holanda.

Ahora, con paso animado, recorren las tablas en grupos de dos y tres y charlan humorísticamente sobre salones, sofás, alfombras y finas batistas; proponen esterar la cubierta; piensan en tener cortinajes en la cofa, y no les parecía mal tomar el té a la luz de la luna en el mirador del castillo de proa. Sería casi un atrevimiento insinuar a tan almizclados marineros algo sobre el aceite, los huesos y la grasa. No conocen esas cosas a que aludís lejanamente. ¡Fuera, y a buscar servilletas!

Pero atención: allá arriba, en las tres cofas, hay tres hombres dedicados a acechar más ballenas, que si se cazan, volverán a manchar sin remedio el antiguo mobiliario de roble, y dejarán caer por lo menos alguna manchita de grasa en algún sitio. Sí, y en muchas ocasiones, después de los más severos trabajos sin interrupción, que no conocen noches, continuando seguidos durante noventa y seis horas; después que ellos han salido de la lancha, donde se han hinchado las muñecas remando todo el día por el ecuador, sólo para subir a cubierta llevando enormes cadenas, y mover el pesado cabrestante y cortar y tajar, sí, y en sus mismos sudores, ser ahumados y quemados otra vez por los combinados fuegos del sol ecuatorial y de la ecuatorial refinería; cuando, a continuación de esto, se han agitado para limpiar el barco y dejarlo como un inmaculado salón de lechería, muchas veces, estos pobres hombres, al abotonarse apenas sus chaquetones limpios, se ven sobresaltados por el grito de «¡Ahí sopla!», y vuelan allá a combatir con otra ballena, y volver a pasar por todo este fatigoso asunto. ¡Ah, amigo mío, pero esto es matar hombres! Sin embargo, esto es la vida. Pues apenas los mortales, con largos esfuerzos, hemos extraído de la vasta mole del mundo su escaso, pero valioso aceite de esperma, y luego, con fatigada paciencia, nos hemos limpiado de sus suciedades, y aprendido a vivir aquí en limpios tabernáculos del alma; apenas se ha hecho esto, cuando ¡ahí sopla! se ve surgir el chorro del espectro, y nos hacemos a la vela para combatir contra otro mundo, y volver a pasar por la vieja rutina de la vida joven.

¡Ah, la metempsicosis! ¡Oh, Pitágoras, que en la clara Grecia, hace dos mil años, moriste tan bueno, tan sabio, tan benévolo; en mi último viaje a lo largo de la costa del Perú he navegado contigo, y, aun tan necio como soy, te he enseñado a ti, simple muchacho bisoño, a empalmar una jarcia!

XCIX
 
El doblón

Ya se ha contado antes cómo Ahab solía recorrer su alcázar, dando la vuelta regularmente en cada extremo, la bitácora y el palo mayor, pero con la multiplicidad de las demás cosas que requerían narración, no se ha añadido que a veces, en esos paseos, cuando más sumergido estaba en su humor, solía detenerse al dar la vuelta en cada uno de esos dos puntos, y quedarse mirando extrañamente el objeto particular que tenía delante. Cuando se detenía ante la bitácora, con su mirada clavada en la aguja puntiaguda de la brújula, esa mirada se disparaba como una jabalina con la afilada intensidad de su designio; y cuando al continuar otra vez su paseo, se detenía de nuevo ante el palo mayor, entonces, con esa misma mirada remachada en la moneda de oro allí clavada, conservaba el mismo aspecto de firmeza claveteada, sólo tocada por un cierto anhelo salvaje, aunque no esperanzado.

Pero una mañana, al dar media vuelta ante el doblón, pareció quedar nuevamente atraído por las extrañas figuras e inscripciones acuñadas en él, como si ahora empezara por primera vez a interpretar de algún modo monomaníaco los significados que pudieran albergarse en ellas. Y en todas las cosas se alberga algún significado cierto, o de otro modo, todas las cosas valen muy poco, y el mismo mundo redondo no es más que un signo vacío, a no ser como se hace con los cerros de junto a Boston, para venderse por carretadas para rellenar alguna marisma en la Vía Láctea.

Ahora, este doblón era del más puro oro virgen, arrancado en algún sitio del corazón de montes ubérrimos, de los que, a este y oeste, fluyen las fuentes de más de un Pactolo. Y aunque clavado ahora entre todas las herrumbres de los pernos de hierro y el verde gris de las chavetas de cobre, sin embargo, intocable e inmaculado para cualquier impureza, aún conservaba su fulgor de Quito. Y, aunque colocado entre una tripulación inexorable, y aunque a todas horas pasaran junto a él menos inexorables, a través de las inacabables noches envueltas en densa tiniebla, que podrían encubrir cualquier aproximación para un hurto, sin embargo, cada amanecer encontraba el doblón donde lo había dejado al anochecer. Pues estaba apartado y santificado para un fin aterrorizador, y por más que se extralimitaran en sus costumbres de marinos, los tripulantes, de modo unánime, lo reverenciaban en la fatigosa guardia de noche, preguntándose de quién acabaría siendo, y si éste viviría para gastarlo.

Ahora, esas nobles monedas de oro de Sudamérica son como medallas del sol y muestras del trópico. En ellas se acuñan, en lujuriante profusión, palmeras, alpacas, volcanes, discos del sol, estrellas, eclípticas, cuernos de la abundancia y ricas banderas ondeantes; de modo que el precioso oro parece casi obtener más valor y realzar gloria al pasar por esas fantasiosas Casas de Moneda tan hispánicamente poéticas.

Ocurrió por cierto, que el doblón del Pequod era un ejemplo riquísimo de esas cosas. En su canto redondo llevaba las letras: REPÚBLICA DEL ECUADOR: QUITO. De modo que esa brillante moneda Procedía de un país situado en el centro del mundo, bajo el gran ecuador, y con su nombre; y se había acuñado a media altura de los Andes, en el inalterado clima que no conoce otoño. Rodeada por esas letras, se veía la imagen de tres cimas andinas; de una salía una llama; una torre, de otra; de la tercera un gallo cantando; mientras que, en arco sobre ellas, había un segmento del zodíaco en compartimientos con todos los signos marcados con su cabalística habitual, y el sol, como clave del arco, entrando en el punto equinoccial en Libra.

Ante esa ecuatorial moneda se detenía ahora Ahab, no sin ser observado por otros.

«Hay algo siempre egoísta en cumbres de montañas y torres, y todas las demás cosas grandiosas y altivas; mirad aquí, tres picos tan orgullosos como Lucifer. La firme torre es Ahab; el volcán es Ahab; el pájaro valeroso, intrépido y victorioso, es también Ahab; todos son Ahab, y este oro redondo no es sino la imagen del globo más redondo, que, como el espejo de un mago, no hace otra cosa que devolver, a cada cual a su vez, su propio yo misterioso. Grandes molestias, pequeñas ganancias para los que piden al mundo que les explique, cuando él no puede explicarse a sí mismo. Me parece que este sol acuñado presenta una cara rubicunda, pero ¡ved!, sí, ¡entra en el signo de las tormentas, el equinoccio, y hace sólo seis meses que salió rodando de otro equinoccio, en Aries! ¡De tormenta en tormenta! Sea así, pues. ¡Nacido en dolores, es justo que el hombre viva en dolores y muera en estertores! ¡Sea así, entonces! Aquí hay materia sólida para que trabaje en ella el dolor. Sea así, entonces.»

«No hay dedos de hada que puedan haber apretado este oro, sino que las garras del demonio deben haber dejado en él sus marcas desde ayer —murmuró para sí Starbuck, recostándose en las amuradas—. El viejo parece leer la terrible inscripción de Baltasar. Nunca me he fijado atentamente en esa moneda. Ahora baja él; voy a leerla. Un valle oscuro entre tres poderosos picos, levantados contra el cielo, que casi parecen la Trinidad, en algún débil símbolo terrenal. Así, en este valle de Muerte, Dios nos ciñe alrededor; y, por encima de toda nuestra melancolía, el sol de la justicia brillando como faro y como esperanza. Si bajamos los ojos, el sombrío valle muestra su suelo mohoso, pero si los levantamos, el sol sale al encuentro de nuestra mirada, a medio camino, para animarnos. Pero, ay, el gran sol no es cosa fija, y cuando, a medianoche, querríamos arrancarle algún dulce solaz, en vano miramos buscándole: esta moneda me habla con juicio, con benignidad, con sinceridad, pero, sin embargo, con tristeza. La dejaré, no sea que la Verdad me sacuda falsamente.»

«Ya está ahí el viejo mongol —soliloquizó Stubb junto a la destilería—, le ha dado con la varita, y ahí viene Starbuck de eso mismo, los dos con caras que yo diría que podrían tener cerca de nueve brazas de largo. Y todo por mirar un trozo de oro, que si lo tuviera yo ahora en Negro Hill o en Corlaer's Hook, no lo miraría mucho tiempo antes de gastarlo. ¡Hum! en mi pobre e insignificante opinión, lo considero esto extraño. He visto doblones otras veces en mis viajes: los doblones de la vieja España, los doblones de Chile, los doblones de Bolivia, los doblones de Popayán, con abundancia de moidores de oro, y pistolas, y reales y medios reales. ¿Qué puede haber entonces en este doblón del Ecuador que es tan matadoramente maravilloso? ¡Por Golconda! Lo voy a leer una vez. ¡Hola, hay signos y prodigios, ciertamente! Eso, entonces, es lo que el viejo Bowditch, en su Epítome, llama el zodíaco, y mi almanaque de abajo, igual. Buscaré el almanaque, y, lo mismo que he oído decir que se pueden sacar diablos con la aritmética de Daboll, probaré la mano sacando algún significado de estos extraños garabatos de aquí, con el calendario de Massachusetts. Aquí está el libro. Vamos a ver ahora. Signos y prodigios, y el sol va siempre entre ellos. Ejem, ejem, ejem; aquí están, aquí van... todos vivos: Aries o el Carnero; Taurus o el Toro; y ¡Jimimi!; el propio Géminis o los Gemelos. Bueno, el sol da vueltas entre ellos. Sí, aquí en la moneda acaba de cruzar el umbral entre dos de los saloncitos, todos en anillo. ¡Libro!, aquí estás: el hecho es que los libros debéis saber cuál es vuestro sitio. Vosotros servís para darnos las meras palabras y hechos, pero a nosotros nos toca proporcionar los pensamientos. Ésa es mi pequeña experiencia, en cuanto al calendario de Massachusetts, el tratado de navegación de Bowditch, y a la aritmética de Daboll. Signos y prodigios, ¿eh? ¡Lástima si no hay nada prodigioso en los signos, y nada significativo en los prodigios! En algún sitio hay una clave; espera un poco; ¡chissst... escucha! ¡Por Júpiter, que ya lo tengo! Mira, Doblón, este zodíaco que tienes aquí es la vida del hombre en un solo capítulo redondo, y ahora lo voy a leer, tal como sale del libro. ¡Vamos, Almanaque! Para empezar: ahí está Aries, o el Carnero, animal lujurioso, que nos engendra; luego, Taurus, el Toro: nos embiste para empezar; luego Géminis, los Gemelos, esto es, la Virtud y el Vicio; tratamos de alcanzar la Virtud, cuando he aquí que viene Cáncer el Cangrejo, y nos arrastra detrás; y ahí, saliendo de Virtud, Leo, un León rugiente, se tiende en el camino: da unos pocos mordiscos feroces y lanza malhumorado un zarpazo; escapamos, y saludamos a Virgo, ¡la Virgen!; es nuestro primer amor; nos casamos y creemos ser felices para siempre, cuando, paf, sale Libra, o la Balanza: la felicidad pesada y hallada escasa; y mientras estamos muy tristes por eso, ¡Señor, qué rápidamente brincamos, cuando Scorpio, el Escorpión, nos pica en el trasero!; nos estamos curando la herida, cuando ¡bang! las flechas llueven alrededor: se está divirtiendo Sagitario, el Arquero. Mientras nos arrancamos las flechas, ¡a un lado!, ahí viene el ariete, Capricornio, el Macho Cabrío; lleno de ímpetu, llega precipitado, y somos lanzados de cabeza; entonces Acuarius, el Aguador, vierte todo su diluvio y nos inunda; y para terminar, dormimos con Piscis, los Peces. Hay ahora un sermón, escrito en el alto cielo, y el sol lo recorre todos los años, y sin embargo sale de él vivo y animado. Alegremente, allá arriba, rueda a través de fatiga y apuro; y así, aquí abajo, hace el alegre Stubb. ¡Ah, alegre es la palabra para siempre! ¡Adiós, Doblón! Pero, alto; ahí viene el pequeño "Puntal'; vamos a dar la vuelta a la destilería, entonces, y oigamos lo que tiene que decir. Ea; está delante del oro; terminará por salir con algo al fin. Eso, eso, ya está empezando.»

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