Moby Dick (34 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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Pero en ese momento crítico se oyó una exclamación repentina que apartó todas las miradas de la ballena. Con un sobresalto, todos fijaron la mirada en el sombrío Ahab, quien estaba rodeado por cinco fantasmas oscuros que parecían recién formados del aire.

XLVIII
 
El primer ataque

Los fantasmas, pues eso parecían entonces, daban vueltas por el otro lado de la cubierta, y, con celeridad sin ruido, soltaban las jarcias y amarras de la lancha que allí se balanceaba. Esa lancha siempre se había considerado una de las lanchas de reserva, aunque técnicamente se la llamaba «la del capitán», a causa de que colgaba al lado de estribor. La figura que ahora estaba junto a su proa era alta y sombría, con un solo diente blanco sobresaliendo malignamente de sus labios acerados. Una arrugada chaqueta china de algodón negro le revestía funeralmente, con anchos pantalones negros del mismo material oscuro. Pero coronando extrañamente todo su color de ébano, había un resplandeciente turbante blanco entrelazado, con el pelo vivo, trenzado y retorcido, dando vueltas a la cabeza. Menos sombríos de aspecto, los compañeros de esta figura eran de ese color vívido, de amarillo de tigre, peculiar de algunos de los aborígenes de Manila; una raza famosa por cierto diabolismo de sutileza, y que algunos marineros honrados suponen que son espías pagados y agentes confidenciales y secretos en las aguas, enviados por el demonio, su señor, cuyo despacho suponen que está en otro sitio.

Mientras la interrogativa tripulación del barco miraba a aquellos desconocidos, Ahab gritó al viejo de turbante blanco que iba a la cabeza de ellos:

—¿Todos dispuestos, Fedallah?

—Dispuestos —fue la respuesta medio siseada.

—Botes al agua, entonces, ¿oís? —gritando a través de la cubierta—. Botes al agua ahí, digo.

Tal fue el trueno de su voz, que a pesar de su asombro, los hombres saltaron sobre el pasamanos, las roldanas dieron vueltas como torbellinos en los motones, y con un chapuzón, las tres lanchas cayeron al mar, mientras, con diestra y tranquila osadía, desconocida en cualquier otra profesión, los marineros, como machos cabríos, se dejaban caer de un brinco desde el costado balanceante del barco a las agitadas lanchas de abajo.

Apenas habían remado hasta salir de sotavento de la nave, cuando una cuarta quilla, viniendo del lado de barlovento, bogó dando la vuelta bajo la popa y mostró a los cinco desconocidos remando con Ahab, quien, de pie en la popa, gritaba ruidosamente a Starbuck, Stubb y Flask que se dispersaran mucho para cubrir una gran extensión de mar. Pero con todos sus ojos clavados en el sombrío Fedallah y su tripulación, los marineros de las otras lanchas no obedecieron la orden.

—¿Capitán Ahab...? —dijo Starbuck.

—Dispérsense —gritó Ahab—: dejen sitio, las cuatro lanchas. ¡Tú, Flask, echa más a sotavento!

—Sí, sí, capitán —gritó animosamente el pequeño «Puntal» haciendo girar su gran remo de gobernalle—. ¡Atrás! —dirigiéndose a su tripulación—. ¡Ahí, ahí!, ¡ahí otra vez! ¡Ahí delante mismo está soplando, muchachos! ¡Atrás!

—No te preocupes de esos tipos amarillos, Archy.

—¡Ah, no me importan, señor! —dijo Archy—: ya lo sabía todo antes de ahora. ¿No los había oído en la bodega? ¿Y no se lo dije, aquí, a Cabaco? ¿Qué dices tú, Cabaco? Son polizones, señor Flask.

—¡Remad, remad, mis queridos valientes; remad, hijos míos; remad, pequeños! —gruñó y suspiró mimoso Stubb a los de su tripulación, algunos de los cuales todavía mostraban señales de intranquilidad—. ¿Por qué no os rompéis los espinazos, muchachos? ¿Qué os quemáis mirando? ¿Aquellos muchachos de ese bote? ¡Chist! Solamente son cinco hombres más que han venido a ayudarnos; no importa de dónde; cuanto más, más contentos. Remad, entonces, remad; no os preocupéis del azufre; los demonios son bastante buenos chicos. Ea, ea, ea, ya estamos; ése es el golpe, por mil libras; ¡ése es el golpe para llevarse la partida! ¡Hurra por la copa de oro de aceite de ballena, mis héroes! Tres hurras, muchachos; ¡ánimo todos!

Tranquilos, tranquilos, no tengáis prisa. ¿Por qué no partís los remos, bribones? ¡Morded algo, perros! Ea, ea, ea, ahora; suave, suave. ¡Eso es, eso es! Largo y fuerte. ¡Dejad sitio ahí, dejad sitio! ¡El diablo os lleve, bribones andrajosos; estáis dormidos todos! Dejad de roncar, dormilones, y remad. Remad, ¿queréis? Remad, ¿no sabéis? Remad, remad ¿vamos allá? En el nombre de los gobios y los pasteles de jengibre, ¿no remáis? Remad y romped algo; remad, sacaos los ojos. ¡Vamos! —sacando del cinto el afilado cuchillo—: que cada hijo de su madre saque el cuchillo, y reme con la hoja entre los dientes. Eso es..., eso es. Ahora, haced algo; esto ya tiene buen aspecto, mis pedacitos de acero. ¡Dadle fuerte, dadle fuerte, mis cucharitas de plata! ¡Dadle fuerte, pedazos de pasadores!

Se da aquí por extenso el exordio de Stubb a su tripulación por que tenía en general un modo bastante peculiar de hablarles, y en especial al inculcarles la religión del remo. Pero no se ha de suponer por esta muestra de sus sermones que alguna vez se lanzara a furores completos con su feligresía. De ningún modo; y en eso consistía su principal peculiaridad. Decía a su tripulación las cosas más terroríficas en un tono tan extrañamente compuesto de broma y furia, y la furia parecía tan meramente calculada como condimento para la broma, que ningún remero podía oír tan extrañas invocaciones sin remar como cosa de vida o muerte, y sin embargo remando por el simple chiste del asunto. Además, todo el tiempo tenía él mismo un aire tan tranquilo e indolente, y manejaba con tal ocio su remo de gobernalle, y bostezaba tan largo —a veces quedándose con la boca abierta—, que la mera visión de semejante jefe bostezante, por pura fuerza de contraste, actuaba como un encantamiento sobre la tripulación. Además, Stubb era de esa extraña clase de humoristas cuya jovialidad a veces es cruelmente ambigua, como para poner en guardia a todos los inferiores en el asunto de obedecerle.

Obedeciendo a una señal de Ahab, Starbuck ahora bogaba oblicuamente por delante de la proa de Stubb, y cuando, durante cerca de un minuto, las dos lanchas estuvieron bastante próximas una de otra, Stubb gritó al oficial:

—¡Señor Starbuck, lancha a babor, eh!; ¡una palabra con usted, por favor!

—¡Hola! —replicó Starbuck, sin volverse una sola pulgada al hablar, y todavía apremiando a su tripulación con empeño, pero en un susurro, y la cara apartada de la de Stubb, fija como un pedernal.

—¿Qué piensa de esos muchachos amarillos, señor Starbuck?

—Entraron a bordo de contrabando, no sé cómo, antes que zarpara el barco. (¡Fuerte, fuerte, muchachos!) —en un susurro a la tripulación, y luego volviendo a hablar alto—: ¡Un triste asunto, señor Stubb! (¡Dadle, dadle, chicos!), pero no se preocupe, señor Stubb, todo será para bien. Que toda su tripulación reme fuerte, pase lo que pase. (¡Pegad, hombres, pegad!) Hay bocoyes de aceite por delante, señor Stubb, y a eso es a lo que vinimos. (¡Remad, muchachos!) ¡Aceite, aceite es el juego! Esto por lo menos es obligación: obligación y ganancia de la mano.

—Sí, sí, eso pensé yo —soliloquizó Stubb, al separarse los botes—; en cuanto les eché el ojo, lo pensé. Sí, y a eso es a lo que él bajaba tanto a la bodega, como sospechaba hace mucho Dough-Boy. Estaban escondidos allá abajo. La ballena blanca está en el fondo de esto. ¡Bueno, bueno, sea así! ¡No se puede remediar! ¡Dejad sitio!

Ahora, la aparición de esos exóticos desconocidos en tan crítico instante como el de arriar los botes de cubierta, había despertado no sin razón una especie de desconcierto supersticioso en algunos de la tripulación del barco, pero como el imaginado descubrimiento de Archy se había difundido entre ellos hacía algún tiempo, aunque desde luego sin que le dieran crédito, eso les había preparado para el acontecimiento en cierta pequeña medida. Les había embotado el filo del asombro, y así, con todo esto y con el modo confiado de Stubb de explicar su aparición, quedaron por el momento libres de hipótesis supersticiosas, aunque el asunto aún dejaba lugar abundante para toda clase de desatadas conjeturas en cuanto a la exacta intervención de Ahab en el asunto desde el principio. En cuanto a mí, recordaba silenciosamente las misteriosas sombras que vi deslizarse a bordo del Pequod durante el opaco amanecer en Nantucket, así como las enigmáticas sugerencias del inexplicable Elías.

Mientras tanto, Ahab, fuera del alcance del oído de sus oficiales, por haberse desviado lo más posible a barlovento, todavía llevaba la delantera a las otras lanchas, circunstancias que proclamaba qué poderosa tripulación le impulsaba. Aquellas criaturas de amarillo atigrado parecían todas de acero y ballena; como cinco martinetes, se levantaban y bajaban con golpes regulares de energía, que intermitentemente sacudían la lancha a lo largo del agua, como la caldera de transmisión horizontal en un vapor del Mississippi. En cuanto a Fedallah, a quien se veía tirando del remo de arponero, había echado a un lado su chaqueta negra, exhibiendo desnudo el pecho con toda la parte entera de su cuerpo que quedaba por encima de la borda, claramente recortada sobre las depresiones alternativas del horizonte acuático, mientras al otro extremo de la lancha, Ahab, con un solo brazo, igual que un esgrimidor, medio echado para atrás en el aire, como para contrapesar cualquier tendencia a volcarse, aparecía manejando; con firmeza su remo de gobernalle igual que en otras mil bajadas al mar antes que la ballena blanca le hubiera destrozado. De repente su brazo extendido hizo un movimiento peculiar y luego quedó fijo, mientras se veía que los cinco remos de la lancha se erguían simultáneamente. La lancha y la tripulación quedaron inmóviles en el mar. Al momento, las tres lanchas dispersas a retaguardia se detuvieron en su camino. Las ballenas se habían sumergido irregularmente en el azul, sin dar así señal de su movimiento que fuera discernible a lo lejos, aunque Ahab lo había notado por su mayor cercanía.

—¡Cada cual mire siguiendo sus remos! —gritó Starbuck—. Tú, Queequeg, ponte de pie.

Poniéndose ágilmente de un salto en la caja triangular elevada en la proa, el salvaje se quedó allí erguido, y con ojos intensamente serios lanzó su mirada hacia el lugar donde se habían señalado por última vez sus presas. Igualmente, en el extremo de la popa, donde había también una plataforma triangular al nivel de la borda, se vio al propio Starbuck, con frialdad y destreza, equilibrándose entre las convulsivas oscilaciones de su cáscara de nuez, y observando cara a cara en silencio la vasta mirada azul del mar.

No muy lejos, también la lancha de Flask estaba en reposo y como sin aliento, con su jefe descuidadamente de pie en el bolardo, una especie de poste recio, con base en la quilla, que se eleva un par de pies por encima del nivel de la plataforma de popa. Se usa para dar vuelta en torno a él en la estacha de la ballena. Su extremo no es más ancho que la palma de la mano de un hombre, y, al ponerse de pie en una base como ésa, Flask parecía encaramado sobre el mastelerillo de un barco que se hubiera hundido entero menos las perillas de los palos. Pero el pequeño «Puntal» era pequeño y bajo, y al mismo tiempo, el pequeño «Puntal» estaba lleno de grande y alta ambición, de modo que aquel punto de apoyo en el bolardo no satisfacía en absoluto a «Puntal».

—No puedo ver más allá de tres olas: vamos a poner de pie un remo aquí, y yo me subiré.

Ante esto, Daggoo, con las manos en la borda para apoyarse en el camino, se deslizó rápidamente a popa, y entonces, irguiéndose, ofreció sus elevados hombros como pedestal.

—Una cofa tan buena como otra cualquiera, señor Flask. ¿Quiere subir?

—Ya lo creo, y muchas gracias, mi buen amigo; sólo que me gustaría que fueras cincuenta pies más alto.

Entonces, plantado firmemente con los pies contra dos tablas opuestas de la lancha, el gigantesco negro se agachó un poco, presentó la palma de la mano extendida al pie de Flask, y luego, poniendo la mano de Flask en su cabeza con penacho de plumas y pidiéndole que saltara cuando él le empujara, de un solo golpe diestro hizo al hombrecito posarse sano y salvo en sus hombros. Y allí estaba ahora Flask, mientras Daggoo, con un brazo elevado, le proporcionaba un parapeto en que apoyarse y afirmarse.

En cualquier momento, es para un novicio un extraño espectáculo ver con qué sorprendente costumbre de habilidad inconsciente mantiene el cazador de ballenas una postura vertical en la lancha, aun sacudido por los mares más amotinadamente perversos y entrecruzados. Aún más extraño es el verle aturdidamente encaramado en el propio bolardo en tales circunstancias. Pero el espectáculo del pequeño Flask subido en el gigantesco Daggoo era aún más curioso, pues, sosteniéndose con una majestad fría, indiferente, cómoda y sin preocupaciones, el noble negro mecía armoniosamente su hermosa figura a cada balanceo del mar. En su ancha espalda, Flask, con su pelo rubio, parecía un copo de nieve. La montura parecía más noble que el jinete. Aunque el pequeño Flask, verdaderamente vivaz, tumultuoso y ostentoso, de vez en cuando pataleaba de impaciencia, no daba con eso ningún empujón adicional al señorial pecho del negro. Igual he visto a la Pasión y la Vanidad pataleando sobre la magnánima tierra viva, sin que la tierra alterase por ello sus mareas ni sus estaciones.

Mientras tanto Stubb, el tercer oficial, no manifestaba tales afanes de mirar a larga distancia. Quizá las ballenas habrían dado una de sus zambullidas normales, no sumergiéndose temporalmente por simple susto, y por si ése era el caso, Stubb, como parece que tenía por costumbre en tales ocasiones, había decidido entretener el enervante intervalo con su pipa. La sacó de la cinta del sombrero, donde la llevaba siempre al sesgo como una pluma. La cargó, y atacó la carga con el pulgar, pero apenas había encendido el fósforo pasándolo por el áspero papel de lija de su mano, cuando Tashtego, su arponero, cuyos ojos estaban fijos a barlovento como dos estrellas fijas, se dejó caer, con la velocidad de la luz, abandonando su actitud erguida para sentarse, y exclamó en vivo frenesí de apresuramiento:

—¡Abajo, abajo todos, y adelante! ¡Ahí están!

Para un hombre de tierra adentro, en ese momento no habrían sido visibles ni ballenas ni señales de arenques; nada sino una mancha turbia de agua verdiblanca y sutiles vahos dispersos de vapor cerniéndose sobre ella y deshaciéndose con el viento hacia sotavento, como el confuso celaje de las agitadas olas blancas. El aire, de repente, vibró alrededor y retiñó, por decirlo así, como aire sobre planchas de hierro muy caliente. Bajo esas ondas y rizos de la atmósfera, y en parte también bajo una delgada capa de agua, nadaban las ballenas. Vistos por delante de toda otra indicación, los vahos de vapor que lanzaban parecían sus heraldos precursores, sus batidores destacados a galope.

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