Authors: Herman Melville
MARINERO MALTÉS (
recostándose y sacudiendo el gorro
) Son las olas, esos gorritos de nieve, que ahora bailan la jiga. Pronto agitarán las bolas. ¡Ahora me gustaría que todas las olas fueran mujeres, y entonces me ahogaría y correría con ellas para siempre! No hay nada tan dulce en la tierra, el cielo no puede igualarlo, como esas ojeadas rápidas a pechos salvajes y calientes en el baile, cuando los brazos levantados esconden maduros racimos que estallan.
MARINERO SICILIANO (
recostándose
) ¡No me hables de eso! Escucha, muchacho; rápidos entrelazamientos de los miembros; flexibles ladeos; rubores; palpitaciones; ¡labios!, ¡corazón!, ¡cadera! Rozarlo todo; incesante tocar y dejar, pero sin probar, fíjate, porque si no, viene la saciedad. ¿Eh, pagano? (
Dándole un codazo
)
MARINERO TAHITIANO (
recostándose en una estera
) ¡Salve, sagrada desnudez de nuestras muchachas bailando! ¡La Hiva-Hiva! ¡Ah, Tahití, con velos bajos y altas palmeras! Todavía descanso en tu estera, pero el suave suelo se ha escapado. Te vi entrelazada en el bosque, ¡oh, mi estera!, verde el primer día que te traje de allí, y ahora gastada y marchita. ¡Ay de mí!, ¡ni tú ni yo podemos soportar el cambio! ¿Cómo entonces, que así sea trasplantado a ese cielo? ¿Oigo los rugientes torrentes desde Pirohaiti, la cima de dardos, cuando brincan bajando por las rocas y sumergiendo las aldeas? ¡El huracán, el huracán! ¡Arriba, firmeza, y a su encuentro! (
Se pone en pie de un brinco
)
MARINERO PORTUGUÉS ¡Cómo se mece el mar chocando con el costado! ¡Preparados a tomar rizos, queridos míos! ¡Los vientos empiezan a cruzar las espadas; pronto se tirarán a fondo entremezclados!
MARINERO DANÉS ¡Cruje, cruje, viejo barco!; ¡mientras crujes, aguantas! ¡Bien hecho! Aquel oficial te mantiene firmemente en ello. No tiene más miedo que el fuerte de la isla en el Cattegat, puesto allí para luchar contra el Báltico con cañones azotados por la tormenta y en que se cuaja la sal marina.
CUARTO MARINERO DE NANTUCKET El tiene sus órdenes, acuérdate de eso. He oído al viejo Ahab decirle que siempre debe romper los chubascos, algo así como se rompe un chorro de agua con una pistola: ¡disparando el barco derecho contra ellos!
MARINERO INGLÉS. Sangre! ¡Pero ese viejo es un tío estupendo! ¡Nosotros somos hombres como para cazarle la ballena!
TODOS ¡Eso, eso!
VIEJO MARINERO DE LA ISLA DE MAN ¡Cómo se sacuden los tres pinos! Los pinos son la especie más dura de árbol para vivir cuando los trasplantan a otro suelo, y aquí no hay más que la maldita arcilla de la tripulación. ¡Vía, timoneles, vía! En esta clase de tiempo es cuando los corazones valientes se parten en tierra, y los cascos con quilla se parten en el mar. Nuestro capitán tiene su señal de nacimiento: mirad allá, muchachos, en el cielo hay otra, de color lívido, ya lo veis, y todo lo demás, negro como la pez.
DAGGOO ¿Qué es eso? ¡Quien tiene miedo al negro me tiene miedo a mí! ¡Yo estoy cortado de ello!
MARINERO ESPAÑOL (
Aparte
) Quiere chulearse, ¡ah!..., ese viejo gruñón me pone nervioso. (
Avanzando
) Sí, arponero, tu raza está en el indudable lado de sombra de la humanidad: diabólicamente sombrío, en esto. Sin ofensa.
DAGGOO (
torvamente
) No hay de qué.
MARINERO DE SANTIAGO Este español está loco o borracho. Pero no puede ser, o si no, en su caso únicamente, las aguas de fuego de nuestro viejo mongol son bastante largas de efecto.
QUINTO MARINERO DE NANTUCKET ¿Qué es lo que he visto? ¿Un relámpago? Sí.
MARINERO ESPAÑOL No; es Daggoo que enseña los dientes.
DAGGOO (
levantándose de un salto
) ¡Enseña los tuyos, pelele! ¡Piel blanca, hígado blanco!
MARINERO ESPAÑOL (
haciéndole frente
) ¡Te acuchillo de buena gana! ¡Mucho cuerpo y poco ánimo!
TODOS ¡Una pelea, una pelea, una pelea!
TASHTEGO (
lanzando una bocanada
) ¡Una pelea abajo, y una pelea en lo alto! ¡Dioses y hombres, todos peleadores! ¡Uf!
MARINERO DE BELFAST ¡Una pelea!, ¡viva la pelea! ¡Bendita sea la Virgen, una pelea! ¡Adelante con vosotros!
MARINERO INGLÉS Juego limpio! ¡Quitadle el cuchillo al español! ¡Un corro, un corro!
VIEJO MARINERO DE LA ISLA DE MAN En seguida está hecho. ¡Ea! El horizonte en corro. En ese corro Caín hirió a Abel. ¡Dulce trabajo, buen trabajo! ¿No? ¿Por qué entonces, oh, Dios, hiciste tú el corro?
VOZ DEL OFICIAL DESDE EL ALCÁZAR ¡Hombres a las drizas! ¡A las velas de juanete! ¡Preparados a rizar las gavias!
TODOS ¡El huracán, el huracán! ¡Saltad, alegres muchachos! (
Se dispersan
)
PIP (
encogiéndose bajo el molinete
) ¿Alegres? ¡Dios valga a esos alegres! ¡Cric, cras!, ¡allá va el nervio de foque! ¡Pam, pam! ¡Dios mío! Agáchate más. ¡Pip, allá va la verga de sobrejuanete! Es peor que estar en los bosques azotados el último día del año. ¿Quién iría ahora a trepar en busca de castañas? Pero allá van, todos maldiciendo, y yo me estoy aquí. Bonitas perspectivas para ellos; están en camino para el cielo. ¡Agarra fuerte! ¡Demonios, qué huracán! Pero esos muchachos están peor todavía; ésos son los chubascos blancos. ¿Chubascos blancos?, ¡ballena blanca!, ¡brrr, brrr! Aquí acabo de oírles toda su cháchara ahora mismo, y la ballena blanca... ¡Brrr, brrr! Pero han hablado de ella una vez, y sólo esta tarde, y me hace tintinear todo entero como mi pandereta: esa anaconda de viejo les hizo jurar que la cazarían. ¡Ah, tú, gran Dios blanco, que estás allá en lo alto, no sé dónde, en esa tiniebla, ten piedad de este muchachito negro de aquí abajo; sálvale de todos los hombres que no tienen entrañas para sentir miedo!
Yo, Ismael, era uno de esa tripulación; mis gritos se habían elevado con los de los demás, mi juramento se había fundido con los suyos, y gritaba más fuerte y remachacaba y martilleaba mi juramento aún más fuerte a causa del terror que había en mi alma. Había en mí un loco sentimiento místico de compenetración: el inextinguible agravio de Ahab parecía mío. Con ávidos oídos supe la historia de aquel monstruo asesino contra el cual habíamos prestado, yo y todos los demás, nuestros juramentos de violencia y venganza.
Desde hacía algún tiempo, aunque sólo a intervalos, aquella ballena blanca, solitaria y sin compañía, había sembrado el terror por esos mares sin civilizar, frecuentados sobre todo por los cazadores de cachalotes. Pero no todos aquellos sabían de su existencia; sólo unos pocos de ellos, en comparación, la habían visto conscientemente, mientras que era muy pequeño el número de los que hasta ahora le habían dado batalla realmente y a sabiendas. Pues, debido al gran número de buques balleneros, y al modo irregular como estaban dispersos por el entero círculo de las aguas, algunos de ellos extendiendo valientemente su búsqueda por latitudes solitarias, de tal manera que en un año entero o más no encontraban apenas un barco de cualquier clase que les contara noticias; debido a la desmesurada duración de cada viaje, por su parte, y debido a la irregularidad de las líneas que procedían del puerto de salida; debido a todas estas circunstancias, y otras más, directas o indirectas, se había retardado durante mucho tiempo la difusión, a través de la flota ballenera dispersa por el mundo entero, de las noticias especiales e individuales respecto a Moby Dick. Difícilmente cabía dudar de que varios barcos informaban haber encontrado, en tal o cual momento, o en tal o cual meridiano, un cachalote de extraordinaria magnitud y malignidad, el cual cetáceo, tras de causar gran daño a sus atacantes, se les había escapado por completo; y para algunas mentes no era presunción ilícita, digo, que el cetáceo en cuestión no debía ser otro que Moby Dick. Con todo, dado que recientemente la pesquería de cachalotes se había señalado por diversos ejemplos nada infrecuentes de gran ferocidad, astucia y malicia en el monstruo atacado, ocurría así que los cazadores que por casualidad daban batalla ignorantemente a Moby Dick, quizá se contentaban en su mayor parte con atribuir el peculiar terror que producía, más bien, por decirlo así, a los peligros generales de la pesca del cachalote que a esa causa individual. De tal modo, en la mayor parte de los casos, se había considerado entre la gente el desastroso encuentro de Ahab con la ballena.
Y para aquellos que, antes de oír hablar de la ballena blanca, por casualidad la habían avistado, al comienzo de estos asuntos habían arriado las lanchas, sin excepción, con tanto valor y ánimo como antes cualquier otra clase de ballena. Pero a la larga, ocurrieron tales calamidades en esos asaltos —no limitadas a tobillos y muñecas dislocadas, a miembros rotos ni a mutilaciones voraces, sino fatales hasta el último grado de fatalidad—, y se repitieron tanto esos rechazos desastrosos, acumulando y amontonando sus terrores sobre Moby Dick, que esas cosas llegaron a hacer vacilar la fortaleza de muchos valientes cazadores a quienes había llegado por fin la historia de la ballena blanca.
Y tampoco faltaron desorbitados rumores de todas clases que exageraran e hicieran aún más horribles las historias auténticas de esos encuentros mortales. Pues no sólo crecen por naturaleza rumores fabulosos del cuerpo mismo de todos los acontecimientos terribles y sorprendentes —igual que del árbol herido nacen hongos—, sino que en la vida marítima abundasen los rumores desatados mucho más que en tierra firme, dondequiera que haya cualquier realidad apropiada para adherirse. Y lo mismo que el mar sobrepasa a la tierra en este asunto, así la pesca de ballenas sobrepasa a cualquier otra clase de vida marítima en lo prodigioso y terrible de los rumores que a veces circulan por ella. Pues no sólo están sometidos también los balleneros, en su conjunto, a esa ignorancia, superstición hereditaria de todos los marineros, sino que, entre todos los marineros, ellos son en cualquier sentido los que más directamente entran en contacto con todo lo que haya de asombro y horrible en el mar: no sólo observan cara a cara sus mayores maravillas, sino que, mano contra mandíbula, les dan batalla. Solo, en aguas tan remotas que aunque se naveguen mil millas y se pase ante mil costas, no se llega a ver una piedra de hogar tallada, ni nada hospitalario bajo esa parte del sol; en tales longitudes y latitudes, dedicado a una profesión como la suya, el ballenero está envuelto en influjos que tienden a preñar su fantasía de muchos poderosos engendros.
No es extraño, pues, que tomando cada vez más volumen, solamente a fuerza de pasar por los más desiertos espacios de agua, los hinchados rumores sobre la ballena blanca acabaran por llevar consigo toda clase de alusiones morbosas y de semiformadas sugestiones fetales de poderes sobrenaturales, que al fin revistieron a Moby Dick de nuevos terrores que no procedían de nada que tuviera aspecto visible; de tal modo que, en muchos casos, acabó por producir tal pánico, que, de los cazadores que con esos rumores habían oído hablar de la ballena blanca, pocos estaban dispuestos a salir al encuentro de los peligros de su mandíbula.
Pero también actuaban otros influjos, aún más vitalmente prácticos. Ni hasta los días presentes se ha extinguido, en las mentes de los balleneros en corporación, el prestigio original del cachalote, como temerosamente distinto de las demás especies de leviatanes. En nuestros días, hay algunos entre ellos, aunque de sobra inteligentes y valerosos para ofrecer batalla a la ballena de Groenlandia, o ballena franca, que quizá rehusarían —por inexperiencia profesional, o por incompetencia, o por timidez— un combate con el cachalote; en todo caso, hay muchos balleneros, especialmente entre las naciones pesqueras que no navegasen bajo pabellón americano, que nunca se han encontrado en hostilidades con el cachalote, y cuyo único conocimiento del leviatán se limita al innoble monstruo originalmente perseguido en el norte: sentados en las escotillas, esos hombres escuchan con interés y terror pueril, como junto al fuego, los salvajes y extraños relatos de la pesca de la ballena en el sur. Y la preeminente enormidad del gran cachalote no es comprendida con más sentimientos en ningún otro sitio sino a bordo de esas proas que navegan contra él.
Y como si la realidad, ahora puesta a prueba, de su energía hubiera proyectado en tiempos anteriores su sombra sobre él, encontramos a algunos naturalistas librescos —Olassen y Povelson— que declaran que el cachalote no sólo es el horror de todas las demás criaturas del mar, sino que también es tan increíblemente feroz que siempre tiene sed de sangre humana. Impresiones como éstas, o semejantes, no se habían borrado ni aun en un tiempo tan reciente como el de Cuvier. Pues en su Historia Natural, el propio Barón afirma que, a la vista del cachalote, todos los peces (incluidos los tiburones) quedan abrumados por «los más vivos terrores», y «a menudo, en la precipitación de su fuga, se lanzan contra las rocas con tal violencia que se produce la muerte instantánea». Y de cualquier modo como la experiencia general de la pesca de la ballena pueda enmendar, informes como éste, sin embargo, en algunas vicisitudes de su ofició: los cazadores reviven en su mente esa creencia supersticiosa en todo su pleno terror, incluso en el punto de la sed de sangre de que habla Povelson.
Así que, abrumados por los rumores y portentos que la envolvían, no pocos de los pescadores, recordaban, en referencia a Moby Dick, los días primitivos de la pesca' de cachalotes, cuando a menudo era difícil convencer a expertos cazadores de ballenas de Groenlandia para que se embarcaran en los peligros de esta nueva y osada campaña; protestando dichos hombres que, aunque se podía perseguir con esperanzas a otros leviatanes, acosar y dirigir lanzas a una aparición como el cachalote no era cosa para hombres mortales, y que intentarlo sería inevitablemente ser despedazado en rápida eternidad. En este punto, hay algunos notables documentos que pueden ser consultados.
Con todo, —había algunos que, aun frente a tales cosas, estaban dispuestos a perseguir a Moby Dick, y un número aún mayor de quienes, habiendo tenido ocasión solamente de oír hablar de Moby Dick de modo distante y vago, sin los detalles específicos de una calamidad segura, y sin acompañamientos supersticiosos, eran lo bastante valientes como; para no escapar de la batalla si se les presentaba.
Una de las desorbitadas sugerencias a que se ha aludido entre las que acabaron por unirse a la ballena blanca en las mentes propensas a la superstición, era la convicción sobrenatural de que Moby Dick era ubicuo, y que se le había encontrado de hecho en latitudes opuestas en, un mismo instante de tiempo. Y, por más crédulas que debían ser tales mentes, esa convicción no carecía por completo de alguna leve vislumbre de probabilidad supersticiosa. Pues, así como no se han dado a conocer todavía los secretos de las corrientes de los mares, ni aun con las más eruditas investigaciones, igualmente, los ocultos caminos del cachalote bajo la superficie siguen siendo, en gran parte, inexplicables para sus perseguidores, y de vez en cuando han dado origen a las especulaciones más curiosas y contradictorias, sobre todo en cuanto a los misteriosos modos como, tras de sondear a gran profundidad, se desplaza con tan enorme rapidez a los puntos más distantes.