—Pero…
—Además, está a favor del viento. Tenemos mucha cuerda en los armarios; me haré sujetar dos al arnés, y dos de los hombres aflojarán las cuerdas a través de las bitas a medida que avanzo. Terblannen y Hars se encargarán de ello bajo tu supervisión, Dondragmer. Es probable que yo pierda pie, pero si el viento cobrara tanta fuerza como para romper una buena cuerda marina, el Bree ya estaría kilómetros tierra adentro.
—Pero, con sólo perder pie…, supón que te elevaras en el aire… —Dondragmer aún estaba preocupado, y ese pensamiento turbó incluso a su capitán.
—Una caída, sí. Pero recuerda que estarnos cerca del Borde. Sobre el Borde, dice el Volador, y le creo cuando miró hacia el norte desde la cima de la Colina. Como algunos habéis descubierto, una caída aquí no significa nada.
—Pero ordenaste que actuáramos como si tuviésemos peso normal, para no crear hábitos que resultarían peligrosos cuando regresemos a una tierra habitable.
—Es verdad. De todas formas, esto no me creará hábitos, pues en un sitio razonable ningún viento me alzaría por los aires. De cualquier modo, haremos lo que he dicho. Terblannen y Hars revisarán los cables… No, revísalos tú mismo. Llevará bastante tiempo. Eso es todo por ahora. El grupo que está bajo el refugio puede descansar. El grupo de cubierta revisará anclas y correas.
Dondragmer, que pertenecía al segundo grupo, tomó la orden como un permiso para alejarse y procedió a cumplirla con su eficiencia habitual. También puso a algunos tripulantes a sacar nieve de los espacios entre las balsas, pues conocía de sobras las posibles consecuencias de un deshielo seguido de un congelamiento. Barlennan se relajó, preguntándose qué ancestro sería responsable de su costumbre de meterse en situaciones desagradables de las que no podía escabullirse con elegancia.
Porque la idea de la cuerda había sido una ocurrencia espontánea, y a lo largo de aquellos días, mientras esperaba a que se despejara el tiempo, Barlennan intentó convencerse de la sensatez de los argumentos que había esgrimido ante su primer piloto.
No estaba convencido ni siquiera cuando bajó hacia la nieve que se había acumulado contra las balsas, así que echó una mirada hacia sus dos tripulantes más vigorosos y los cabos que manipulaban antes de iniciar la marcha por la playa barrida por el viento.
Sin embargo, no parecían tan descabellados. Las cuerdas ejercían una ligera fuerza ascendente, pues la cubierta estaba varios centímetros por encima del nivel del suelo cuando partió; pero el declive de la playa pronto la compensó. Además, los árboles que servían como puntos de amarre para el Bree se multiplicaban tierra adentro. Eran ejemplares bajos y chatos, con ramas anchas, cortas y tentaculares, y troncos gruesos, en general similares a los de las tierras que conocía en las honduras del hemisferio sur de Mesklin. Aquí, sin embargo, las ramas se arqueaban tanto que a veces se separaban totalmente del suelo, relativamente libres en una gravedad inferior a dos centésimas de la gravedad de las regiones polares. Al final se apiñaban tanto, que las ramas se entrelazaban formando una maraña de cables pardos y negros que permitían asirse con firmeza. Al cabo de un tiempo, Barlennan prácticamente empezó a trepar hacia la Colina, utilizando las pinzas delanteras, aflojando las traseras y caracoleando con su cuerpo de oruga hasta avanzar casi como un geometrino. Los cables le causaban problemas, pero tanto los cabos como las ramas de los árboles eran bastante lisas, así que no se enredaron.
La playa se volvía bastante empinada después de los primeros doscientos metros; a la mitad de la distancia que esperaba recorrer, Barlennan estaba dos metros por encima del nivel de la cubierta del Bree. Desde allí veía la Colina del Volador aun siendo un mesklinita, es decir, un individuo cuyos ojos están muy cerca del suelo; hizo una pausa para contemplar la escena, como en tantas ocasiones.
La Colina del Volador se elevaba sobre la enmarañada llanura. Al mesklinita le resultaba imposible considerarla una estructura artificial, en parte por su monstruoso tamaño y en parte porque un techo que no fuera un retazo de tela era totalmente ajeno a sus ideas sobre arquitectura. Era un domo de metal reluciente de seis metros de altura y doce de diámetro, una semiesfera casi perfecta. Estaba tachonado de grandes zonas transparentes y tenía dos extensiones cilíndricas con puertas. El Volador había dicho que las puertas estaban construidas de tal modo que uno podía atravesarlas sin que el aire pasara de un lado al otro. Los portales tenían el tamaño suficiente para permitir pasar a aquella extraña y gigantesca criatura. Una de las ventanas inferiores estaba provista de una rampa improvisada que permitía a una criatura del tamaño y la constitución de Barlennan reptar hasta el panel para mirar hacia adentro. El capitán había pasado mucho tiempo en esa rampa mientras aprendía a hablar y entender el idioma del Volador; había visto los extraños artefactos y muebles que poblaban la estructura, aunque ignoraba el uso de la mayor parte de ellos. El Volador parecía ser una criatura anfibia. Al menos, pasaba mucho tiempo flotando en un tanque lleno de líquido. Eso era razonable, teniendo en cuenta su tamaño. Barlennan no conocía ninguna criatura nativa de Mesklin que fuera mayor que los de su propia raza y no habitara en mares o lagos. Sin embargo, teniendo en cuenta solamente el peso, esas criaturas podrían existir en las vastas e inexploradas regiones próximas al Borde. Esperaba no toparse con ninguna mientras estuviera en la costa. Tamaño significaba peso, y una vida de condicionamiento le impedía pensar que el peso no era una amenaza.
No había nada cerca del domo, excepto vegetación. Evidentemente, el cohete aún no había llegado, y por un momento Barlennan pensó en aguardar donde estaba. Sin duda descendería al otro lado de la Colina. El Volador se encargaría de ello si Barlennan no había llegado. Aun así, nada podía impedir que la nave en descenso pasara por encima de su posición actual; Lackland no podría hacer nada al respecto si no sabía la posición exacta del mesklinita. Pocos terrícolas podían localizar un cuerpo de apenas cuarenta centímetros de longitud y cinco de diámetro reptando horizontalmente por una vegetación enmarañada a casi un kilómetro de distancia. No, le convenía ir hasta el domo, tal como el Volador había aconsejado.
Llegó con bastante rapidez, aunque ocasionales períodos de oscuridad lo demoraron un poco. Era de noche cuando llegó a su destino, aunque la luz de las ventanas había alumbrado bien el último tramo. Sin embargo, cuando hubo asegurado las cuerdas para subir a un lugar cómodo fuera de la ventana, el sol se había elevado por encima del horizonte, a su izquierda.
Lackland no estaba en la habitación correspondiente a esa ventana, y el mesklinita apretó el diminuto botón de llamada que habían instalado en la rampa. La voz del Volador resonó en un altavoz, al lado del botón.
—Me alegra que estés aquí, Barl. Pedí a Mack que aguardara tu llegada. Ahora le indicaré que descienda; llegará el próximo amanecer.
—¿Dónde está ahora? ¿En Toorey?
—No; está flotando en el borde interior del anillo, a sólo mil kilómetros de altura. Ha estado allí desde antes del fin de la tormenta, así que no te preocupes si le haces esperar un poco más. Entretanto, sacaré las otras radios que te prometí.
—Como estoy solo, me convendría llevar una sola radio esta vez. Resulta difícil acarrearlas, pese a que son livianas.
—Quizá debamos esperar a que llegue el tanque para sacarlas. Entonces podré llevarte hasta la nave. El tanque está bien aislado, así que viajar en el exterior no te lastimará. ¿Qué te parece?
—Excelente. ¿Hacemos prácticas de idioma mientras esperamos o prefieres mostrarme más imágenes del lugar de donde vienes?
—Tengo algunas fotos. Tardaré unos minutos en cargar el proyector, así que ya habrá oscurecido cuando estemos listos. Un momento. Iré a la salita.
El altavoz calló y Barlennan fijó los ojos en la puerta que veía a un lado de la habitación. Pronto apareció el Volador, caminando erguido, como de costumbre, con la ayuda de miembros artificiales que llamaba muletas. Se acercó a la ventana, movió la enorme cabeza y conectó el proyector de películas. La pantalla hacia donde apuntaba la máquina estaba frente a la ventana; Barlennan, fijando un par de ojos en los actos del ser humano, se arrellanó en una postura que le permitiera observar cómodamente. Miraron en silencio mientras el sol trazaba un arco en el cielo. A pleno sol, la temperatura era templada, aunque no tanto como para iniciar un deshielo; el viento perpetuo del casquete de hielo del norte lo impedía. Barlennan estaba adormilado cuando Lackland terminó de conectar la máquina, caminó hasta su tanque de relajación y se metió dentro. Barlennan nunca había reparado en la membrana elástica que cubría la superficie del líquido y mantenía seca la ropa del hombre; si lo hubiera notado, habría modificado sus ideas sobre la naturaleza anfibia de los seres humanos. Lackland, flotando, tendió la mano hacia un panel y encendió dos interruptores. Las luces se apagaron y el proyector arrancó. Era un rollo de quince minutos, y no había terminado cuando Lackland tuvo que levantarse y coger las muletas, pues le informaron que el cohete estaba a punto de descender.
Barlennan tuvo que hacer un esfuerzo para dejar de mirar la pantalla.
—Preferiría mirar la película, pero quizá sea mejor que me habitúe a ver cosas voladoras —dijo—. ¿Por qué lado vendrá?
—Por éste, supongo. Le he dado a Mack una minuciosa descripción de nuestra posición, y él ya tenía fotos; además, por su rumbo sé que le convendrá aproximarse desde esa dirección. Me terno que en este momento el sol te impide ver bien, pero aún está a sesenta kilómetros de altura. Mira por encima del sol.
Barlennan siguió las instrucciones y aguardó. Durante un minuto no vio nada; luego captó un destello de metal veinte grados por encima del sol naciente.
—Altitud diez, distancia horizontal similar —informó Lackland en ese momento—. Lo tengo en pantalla.
El destello cobró más brillo, manteniendo el rumbo casi a la perfección. El cohete seguía un curso casi exacto hacia el domo. Poco después, los detalles fueron visibles…, o lo habrían sido si el resplandor del sol no lo hubiera ocultado todo. Mack revoloteó un instante a una distancia de un kilómetro por encima de la estación y otro tanto hacia el este; y, en cuanto Belrre se desplazó, Barlennan pudo ver las ventanillas y toberas del casco cilíndrico. El viento de la tormenta había amainado, pero una brisa tibia teñida de amoníaco derretido empezó a soplar desde el punto donde las llamaradas lamían el piso. Las gotas de semilíquido salpicaron el caparazón ocular de Barlennan, pero el mesklinita continuó mirando la masa metálica que descendía. Tenía tenso cada músculo de su largo cuerpo, los brazos pegados a los costados, las pinzas cerradas con tanta fuerza como para desgarrar cables de acero. El corazón de cada uno de los segmentos del cuerpo le bombeaba con furia, y habría contenido el aliento si hubiera tenido un aparato respiratorio similar al de un ser humano. Intelectualmente, sabía que la cosa no caería, pero habiendo crecido en un ámbito donde una caída de quince centímetros era fatal, aun para el resistente organismo mesklinita, no le resultaba fácil controlar sus emociones.
Inconscientemente seguía esperando que el casco de metal se vaporizara de pronto para reaparecer desparramado en el suelo. A fin de cuentas, aún estaba a decenas de metros de altura…
Debajo del cohete, en el suelo ahora libre de nieve, la negra vegetación estalló de pronto en llamas. Negras cenizas volaron desde la zona de aterrizaje, y el suelo fulguró brevemente. Poco después, el cilindro reluciente se posó suavemente en el centro del terreno desnudo. Segundos irás tarde, el estruendo, que se había transformado en un rugido más ensordecedor que los huracanes de Mesklin, cesó de golpe. Barlennan se relajó casi dolorosamente, abriendo y cerrando las pinzas para calmar los retortijones.
—Si aguardas un momento, saldré con las radios —dijo Lackland. El capitán no le había visto salir, pero el Volador ya no estaba en la habitación—. Mack conducirá el tanque hasta aquí… Puedes verle venir mientras yo me pongo la escafandra.
Barlennan sólo pudo ver una parte del trayecto. Vio que la compuerta de carga del cohete se abría y el vehículo descendía; una buena ojeada le permitió comprender todo sobre él, o eso creía, excepto el funcionamiento de las orugas. Tenía el tamaño suficiente para albergar a varios miembros de la raza del Volador, a menos que estuviera atiborrado de maquinaria. Como el domo, tenía muchas y grandes ventanas; a través de una de ellas, el capitán vio, enfundada en su escafandra, la figura de otro Volador que, aparentemente, controlaba el vehículo. La máquina no hacía ruido suficiente para ser audible en el kilómetro de espacio que aún la separaba del domo.
Recorrió muy poca de esa distancia antes de la puesta del sol, y los detalles dejaron de ser visibles. Esstes, el sol más pequeño, aún estaba en el cielo y brillaba más que la luna llena de la Tierra, pero los ojos de Barlennan tenían sus limitaciones. El tanque proyectaba un intenso haz de luz hacia el domo, lo cual tampoco ayudaba. Barlennan esperó. A fin de cuentas, el vehículo aún estaba demasiado lejos para estudiarlo bien, incluso a plena luz del día, y sin duda llegaría a la Colina al amanecer.
Y a lo mejor también entonces tendría que esperar; los Voladores quizá pusieran objeciones al tipo de examen a que Barlennan quería someter esas máquinas.
L
a llegada del tanque, la salida de Lackland de la cámara de presión del domo y el despuntar de Belne se produjeron todos al mismo tiempo. El vehículo se detuvo a un par de metros de la plataforma donde Barlennan estaba agazapado. También salió el conductor, y los dos hombres hablaron un rato junto al mesklinita. A Barlennan le llamó la atención que no entraran en el domo para acostarse, pues ambos parecían realizar un gran esfuerzo bajo la gravedad de Mesklin; pero el recién llegado rechazó la invitación de Lackland.
—Me gustaría ser sociable —respondió—, pero, con franqueza, Charlie, ¿te quedarías en esta horrenda bola de lodo un momento más del necesario?
—Bien, yo podría hacer la misma tarea desde Toorey o desde una nave en órbita libre —replicó Lackland—. Sin embargo, creo que el contacto personal significa mucho. Todavía deseo averiguar más cosas sobre la gente de Barlennan. Me parece que aún no le damos tanto como nosotras esperamos obtener, y sería agradable averiguar si podemos ofrecerle algo más. Más aún, ahora él corre peligro, y la presencia de uno de nosotros aquí podría significar mucho para ambos.