Misión de gravedad (15 page)

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Authors: Hal Clement

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Misión de gravedad
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—Gracias, Charles.

El capitán tomo una decisión en cuanto el Volador termino de hablar. Afortunadamente, el jefe había escuchado embelesado aquella conversación, sin tratar de aprovechar la circunstancia en su propio interés. Barlennan, manteniendo la farsa hasta el final, llamo a algunos tripulantes e impartió rápidas ordenes.

Moviéndose con circunspección y sin tocar nunca una radio, los marineros prepararon una hamaca de cuerdas. Luego desplazaron el equipo desde una distancia «prudente», con pértigas, y maniobraron hasta que la hamaca estuvo en posición, debajo y alrededor del equipo. Cuando terminaron, entregaron respetuosamente a Barlennan uno de los asideros de la hamaca. A su vez, él llamo al jefe y, con aire de encomendarle algo precioso y frágil, le entrego la cuerda. Luego señaló a los consejeros y dio a entender que debían sujetar los otros asideros. Varios de ellos se acercaron con cierta timidez; el jefe designó a tres para compartir ese honor, y los demás retrocedieron.

Despacio y con cuidado, los porteadores llevaron la radio hasta el borde de la balsa más externa del Bree. La canoa del jefe se acercó, una embarcación larga y angosta que evidentemente era un árbol ahuecado. Barlennan la miró con desconfianza. El siempre había navegado en balsa, y las embarcaciones huecas le resultaban extrañas. Estaba seguro de que la canoa era demasiado pequeña para soportar el peso de la radio; por eso, cuando el jefe ordenó a la mayoría de los tripulantes bajar de la canoa, apenas pudo reprimir el equivalente a un meneo de cabeza. Pensaba que aquel aligeramiento sería insuficiente. Quedó mas que sorprendido cuando la canoa, al recibir la carga, apenas osciló un poco. Observó varios segundos, esperando que la embarcación y la carga se hundieran de golpe; pero nada de eso ocurrió, y era manifiesto que no ocurriría.

Barlennan era un oportunista, como lo había demostrado meses antes con su firme decisión de asociarse con el visitante terrícola y aprender su idioma. Esto era algo nuevo, y obviamente valía la pena aprenderlo. Si se podían construir naves que soportaran tanto peso en relación con su tamaño, aprender a construirlas era muy importante para una nación marítima. Lo lógico era adquirir una canoa.

Con cuidado y respeto, toco la radio, inclinándose para ello sobre la superficie del río. Luego habló.

—Charles, voy a conseguir esta pequeña embarcación aunque tenga que regresar para robarla. Cuando termine mi discurso, por favor, responde… No importa lo que digas. Convenceré a esta gente de que el bote que transporto la radio esta demasiado alterado para un uso normal, y de que debe ocupar el lugar de la radio en mi cubierta. ¿Vale?

—Mi educación me impulsa a desdeñar a los embaucadores (alguna vez te traduciré esa palabra), pero admiro tus agallas. Espero que te salgas con la tuya, Barl, pero no te arriesgues mas de la cuenta.

Guardo silencio y observo mientras el mesklinita aprovechaba esas pocas frases.

Aunque apenas recurría al idioma hablado, sus gestos eran razonablemente inteligibles para los seres humanos, y claros como el cristal para sus ex captores. Primero inspeccionó atentamente la canoa, y a regañadientes, dio a entender que era valiosa. Luego desdeñó otra canoa que se había acercado, e indico a varios miembros de la tribu que aún se encontraban en la cubierta del Bree que se alejaran. Cogió una lanza que uno de los consejeros había dejado al ocupar su nueva posición, y dejo en claro que nadie debía acercarse a dicha distancia de la canoa.

Luego midió la canoa por longitudes de lanza, llevo el arma hasta donde antes estuviera la radio y, ostentosamente, despejo una zona de tamaño suficiente para albergar la embarcación; a una orden suya, varios tripulantes reordenaron las radios restantes a fin de dejar espacio para la nueva propiedad. Pudo haber intentado nuevas formas de persuasión, pero el ocaso interrumpió repentinamente esa actividad. Los moradores del río no pasaron la noche allí; cuando despunto el sol, la canoa con la radio estaba a metros de distancia, ya encallada en la costa.

Barlennan la miro con ansiedad. Casi todas las demás canoas también estaban en tierra y solo algunas continuaban rodeando el Bree. Habían acudido más nativos a la orilla, pero, para gran satisfacción de Barlennan, se limitaban a mirar y ninguno se acerco a la canoa cargada. Al parecer, les había causado bastante impresión.

El jefe y sus ayudantes descargaron su adquisición, mientras la tribu se mantenía a una distancia incluso mayor de la aconsejada por Barlennan. Llevaron la radio cuesta arriba; la multitud se apartó a uno y otro lado para dejarlos pasar y los siguió; durante largos minutos no hubo mas actividad. El Bree ya podría haber salido de su jaula, pues los tripulantes de las pocas canoas que quedaban en el río demostraban poco interés en la nave, pero el capitán no desistía fácilmente. Con la mirada fija en la costa, aguardó hasta que un numeroso grupo de largos cuerpos negros y rojos apareció en la orilla. Uno de ellos enfiló hacia la canoa; pero Barlennan notó que no era el jefe y emitió un ronquido de advertencia. El nativo se detuvo, y entonces se produjo un breve altercado que culminó en una serie de alaridos, los más estentóreos que Lackland le había oído a Barlennan. Poco después, el jefe apareció y se dirigió hacia la canoa; dos de los consejeros que habían ayudado a acarrear la radio la abordaron y bogaron hacia el Bree. Otra canoa los siguió a respetuosa distancia.

El jefe llegó hasta las balsas externas, en el punto donde habían cargado la radio, y desembarcó de inmediato. Barlennan había impartido sus ordenes en cuanto la canoa dejara la orilla; ahora, los marineros subieron la pequeña embarcación a bordo y la arrastraron hasta el espacio que le habían reservado, demostrando todavía gran reverencia. El jefe no aguardó a que culminara esa operación; se embarco en la otra canoa y regresó a la costa, mirando hacia atrás de vez en cuando. La oscuridad engulló la escena cuando él llegaba a la orilla.

—Tú ganas, Barl. Ojalá yo tuviera esa habilidad; sería mucho más rico de lo que soy, siempre y cuando lograra sobrevivir. ¿Esperarás hasta mañana para sacarles algo mas?

—¡Nos marchamos ahora mismo! —replicó el capitán sin titubeos.

Lackland se alejó de la oscura pantalla y se dirigió a sus aposentos para dormir por primera vez en muchas horas. Habían transcurrido sesenta y cinco minutos —menos de cuatro días de Mesklin— desde que avistaran la aldea.

11 – EL OJO DE LA TORMENTA

E
l Bree se internó en el océano del este tan gradualmente que nadie notó cuando se produjo el cambio. El viento soplaba cada día más, y al fin la nave pudo usar las velas normalmente; el río se ensanchó metro a metro y kilómetro a kilómetro hasta que las orillas dejaron de ser visibles desde la cubierta. Aun era «agua dulce» —es decir, carecía de la vida bullente que tenía prácticamente todas las zonas oceánicas de matices variados y contribuía a dar a ese mundo un aspecto tan asombroso desde el espacio—, pero los marineros verificaban con gran satisfacción que el olor se acercaba.

Todavía navegaban rumbo al este, pues, según los informes de los Voladores, una larga península les cerraba el paso hacia el sur. El tiempo era favorable, y estarían bien informados sobre posibles cambios gracias a los extraños seres que los observaban con tanta atención. Aun había provisiones en abundancia a bordo, las suficientes para permitirles llegar hasta los ricos parajes del mar profundo. La tripulación se sentía feliz.

El capitán también estaba satisfecho. Había aprendido, en parte por sus propios exámenes y experimentos, y en parte por las explicaciones de Lackland, que una embarcación hueca como aquella canoa podía acarrear mas peso que una balsa del mismo tamaño. Ya estaba fraguando planes para construir una gran nave —quizá mayor que el Bree— que siguiera el mismo principio y pudiera trasladar en un viaje las ganancias de diez. El pesimismo de Dondragmer no lograba disipar ese sueño rosado; el piloto temía que hubiera alguna razón para que ellos no usaran esas naves, aunque no atinaba a dar con ella.

—¡Se hundirá en cuanto empiece a soportar demasiado peso! —exclamó—. Puede estar bien para las criaturas del Borde, pero se necesita una balsa sólida allá donde las cosas son normales.

—El Volador dice que no —replico Barlennan—. Tu sabes tan bien como yo que el Bree no flota a mayor altura aquí que en nuestra patria. El Volador dice que es porque el metano también pesa menos, lo cual parece razonable.

Dondragmer no respondió; simplemente miró, con una expresión equivalente a una sonrisa complaciente, la resistente balanza compuesta de resorte y pesa de madera que constituía uno de los principales instrumentos de navegación de la nave. En cuanto esa pesa empezara a descender, estaba seguro, ocurriría algo que ni su capitán ni el Volador habían tenido en cuenta. No sabía de que se trataba, pero estaba seguro de ello.

La canoa, sin embargo, continuó flotando mientras la pesa ascendía lentamente. No flotaba a tanta altura como lo habría hecho en la Tierra, pues el metano líquido tiene la mitad de densidad que el agua; su línea de flotación, con la carga que llevaba, estaba a mitad de camino entre la quilla y la borda, de modo que quedaban diez centímetros invisibles bajo la superficie. Los otros diez centímetros de espacio libre no disminuían con el transcurso de los días, y el piloto parecía casi defraudado. Quizá Barlennan y el Volador tuvieran razón.

La balanza de resorte empezaba a indicar un descenso respecto de la posición cero —estaba preparada, por supuesto, para un lugar donde el peso era cientos de veces superior al terrícola—, cuando se rompió la monotonía. El peso era siete veces el de la Tierra. La llamada habitual de Toorey llego un poco tarde, y tanto el capitán como el piloto empezaban a preguntarse si todas las radios habrían sufrido un desperfecto. No llamaba Lackland, sino un meteorólogo a quien los mesklinitas ya conocían muy bien.

—Barl —dijo el meteorólogo sin preámbulos—, no sé que tormenta considerarás peligrosa, pues tengo entendido que poseéis bastante resistencia, pero se aproxima una que no me gustaría afrontar en una balsa de quince metros. Es un pequeño ciclón con una fuerza huracanada incluso para Mesklin, y en el curso de mil quinientos kilómetros que he observado hasta ahora ha revelado violencia suficiente para agitar el material de abajo y dejar una estela de color contrastante en el mar.

—Eso es suficiente para mí —replico Barlennan—. ¿Cómo la evito?

—Ahí esta el problema. No estoy seguro. Todavía se encuentra lejos de tu posición, y no sé si atravesará tu curso cuando estés en el punto peligroso. Aun hay un par de ciclones comunes por delante que alterarán tu curso y quizá también el de la tormenta. Te aviso ahora porque hay un grupo de islas bastante grandes ochocientos kilómetros al sureste, y quizá desees dirigirte hacia allá. La tormenta afectara las islas, pero parece haber buenos puertos naturales donde podrías poner el Bree a resguardo hasta que termine.

—De acuerdo. ¿Cuál es mi posición de mediodía?

Los hombres rastreaban la posición del Bree mediante la radiación de los visores, aunque era imposible ver la nave desde allende la atmósfera sin telescopio, y el meteorólogo no tuvo problemas en dar al capitán la orientación que deseaba. La tripulación ajusto las velas según los nuevos datos y el Bree cambio de curso.

El tiempo seguía despejado, aunque el viento era intenso y el sol trazaba un arco en el cielo, sin provocar mayores cambios en ninguno de esos factores. Poco a poco fue apareciendo una bruma alta que se espesó hasta el punto que el sol dejo de ser un disco dorado para transformarse en un raudo retazo de luz perlada. Las sombras perdieron definición y, finalmente, desaparecieron mientras el cielo se transformaba en una cúpula luminosa. Este cambio se produjo despacio, en un periodo de muchos días, y entretanto las balsas del Bree recorrieron muchos kilómetros.

Estaban a menos de doscientos kilómetros de las islas cuando la tripulación olvidó la tormenta para pensar en otro asunto. El color del mar había cambiado de nuevo, pero eso no molestaba a nadie; estaban habituados a verlo azul o rojo. Nadie esperaba indicios de tierra a esa distancia, pues las corrientes en general eran transversales y las aves que pusieron a Colón sobre aviso no existían en Mesklin. A veces, un cúmulo alto, como los que a menudo se forman sobre las islas, se avistaba a doscientos kilómetros; pero apenas se distinguía en la bruma que cubría el cielo. Barlennan se guiaba solo por sus cálculos y por la esperanza, pues las islas ya no eran visibles para los terrícolas.

No obstante, un extraño acontecimiento ocurrió en el cielo.

A gran distancia del Bree, desplazándose con un movimiento ondulante totalmente extraño para los mesklinitas, pero que les habría resultado muy familiar a los seres humanos, apareció una diminuta mancha negra. Al principio, nadie la vio; pero, cuando advirtieron su presencia, ya estaba demasiado cerca y demasiado alta para entrar en el campo visual de los aparatos. El primer marinero que la vio soltó el habitual ronquido de sorpresa, sobresaltando a los observadores humanos de Toorey pero sin brindarles ninguna pista. Cuando fijaron la atención en la pantalla, solo vieron a los tripulantes del Bree, con la parte frontal de su cuerpo de oruga erguida mientras escrutaban el cielo.

—¿Qué ocurre, Barl? —pregunto Lackland.

—No sé —respondió el capitán—. Por un instante pensé que tu cohete bajaba para guiarnos hacia las islas, pero es más pequeño y tiene una forma muy diferente.

—¿Esta volando?

—Si, pero no hace ruido como tu cohete. Se diría que el viento lo arrastra, aunque se mueve de forma demasiado apacible y regular, además de ir en dirección contraria. No se como describirlo; tiene mas anchura que longitud, y parece un mástil fijado sobre un travesaño. No se me ocurre mejor descripción.

—¿Podéis apuntar uno de los visores hacia arriba para que le echemos una ojeada?

—Lo intentaremos.

De inmediato, Lackland se comunicó por teléfono con uno de los biólogos.

—Lance, creo que Barl se ha topado con un animal volante. Estamos intentando echarle un vistazo. ¿Quieres venir a la sala de pantallas para decirnos de que se trata?

—Estaré allí enseguida.

La voz del biólogo se disipó al final de la frase; evidentemente, ya estaba saliendo de la habitación. Llegó antes de que los marineros hubieran instalado el equipo, pero se desplomó en una silla sin hacer preguntas. Barlennan hablaba de nuevo.

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