Read Mis gloriosos hermanos Online
Authors: Howard Fast
Fui a nuestra tienda y encontré a cuatro hombres que esperaban a Judas. Cuatro hombres que no temían a la muerte, a la que todos los hombres debieran temer; ellos la recibirían envolviéndose en una capa de odio. Estaba Lebel, el maestro, el que me había enseñado las primeras letras, el que día a día había marcado las setenta y siete páginas de la Biblia con los movimientos rápidos, de pájaro, de su delgada varilla, esa varilla omnipotente que con tanta seguridad y presteza se descargaba en los nudillos de los alumnos cuando cometían la tontería de dormirse o cuchichear; Lebel, el padre de Débora, la niña a la que le había atravesado la garganta la espada de Jasón, el mercenario; Lebel, que iniciaba diariamente sus clases con una variación del primer versículo: «¿Qué le pide Dios a los hombres, sino que vivan humildemente y amen la rectitud?»; Lebel, el que era manso y dócil como un cordero.
Estaba Moisés ben Aarón, el padre de la única mujer que habíamos amado Judas y yo. Estaba Adán ben Lázaro, el rudo y terrible sureño, el que tenía demasiado orgullo. Y estaba Ragesh, ese hombre singular, investigador, curioso, filósofo, para quien la muerte era un problema no menos enigmático que la vida.
Los saludé.
-Paz.
-Contigo sea la paz -me respondieron.
Pero mi mente y mi corazón se desgarraban, y no pude hablar; ni tampoco ellos, hasta que llegó Judas.
Ninguno de ellos era joven, pero Judas los besó uno por uno transfiriéndoles más juventud virginal que la que él mismo tenía.
-¿Estáis dispuestos a morir porque yo digo que es necesario? -les dijo, con cierto respetuoso temor.
-Tú eres el Macabeo -repuso Adán ben Lázaro encogiéndose de hombros.
-Y tú, Ragesh -dijo Judas-, que no tienes ni odio ni orgullo, ¿por qué quieres morir?
-Todos los hombres mueren -contestó Ragesh sonriendo.
-Pero yo necesito uno solo, y no puedes ser tú, Ragesh, porque
Apolonio te conoce, y él nunca podrá creer que el rabí Ragesh traicione a su pueblo, a su Dios y a su patria. Quiero que alguien los conduzca al infierno; pero ellos quitarán la vida al hombre que los engañe, aunque tenga buen éxito. Quiero que vaya alguien a pactar con ellos por dinero. Luego los conducirá a donde deben ser conducidos, al gran pantano, en la colina de Gersón, en el que hay una sola manera de entrar pero del que no habrá ninguna manera de salir. Y no puedes ser tú, Adán ben Lázaro, porque, ¿cómo harías tú para andar con paso suave y traicionero, con la mirada gacha? Lebel, ¿he de destruirte a ti, Lebel? Tú me enseñaste todo lo que sé, ¿y te he de pagar de ese modo?
-Vengo a pedir favores, no sacrificios, Judas Macabeo –dijo sencillamente el maestro.
-¿Cómo podrás desempeñar tu papel, cuando Apolonio vea en tus ojos toda la gentil bondad de tu alma? No; un renegado debe ser complejo y no simple, debe ser mundano y sin honor. Tiene que ser un griego el que vaya a ver a los griegos.
Se aproximó a Moisés ben Aarón, tomándolo de ambas manos.
-Que Dios me ayude y me perdone.
-Los años pasan, y si no es ahora será después -dijo el vinatero-. Lo que amaba se fue, y tú eres el Macabeo, Judas. Dime, pues, lo que debo hacer.
Aquella noche Jonatás y yo salimos con cuatrocientos hombres hacia el sur. Avanzamos atravesando cerros, por los estrechos senderos de las montañas, y seguimos marchando hasta que apareció en el cielo la primera claridad rosada de la aurora. Nos internamos entonces en la espesura y allí, entre árboles y matorrales, y por espacio de cinco horas, dormimos el profundo sueño de la extenuación. Viajábamos livianos, armados solamente de cuchillos y pequeños arcos de asta, y llevando cada uno de nosotros una hogaza de pan y un saquito de harina. Las instrucciones que judas me había dado eran claras y sencillas; teníamos que salir al encuentro de la avanzada de Apolonio y hacerle la vida imposible; matar a los rezagados, descargarles una lluvia de rocas cuando entraran en los desfiladeros, acosarlos continuamente, no darles un momento de reposo, ni de día ni de noche. Únicamente cuando llegara Moisés ben Aarón debíamos permitirles eludirnos, y regresar a Efraín lo más rápidamente que pudiéramos. Entretanto Judas, Eleazar y Juan organizarían la trampa en el pantano.
Ya era de noche cuando alcanzamos a oír las voces de los mercenarios, el ruidoso entrechocar de las armaduras y el ahogado redoblar de los tambores. Nosotros ya habíamos dividido nuestras fuerzas; cien a mis órdenes, cien a las órdenes de Jonatás, el muchacho, y diez veintenas como unidades móviles. Nos dispersamos en lo alto de un desfiladero y aguardamos. No tardaron en aparecer, de a tres en fondo, formando una columna que se extendía como una larga serpiente por espacio de casi media milla de distancia, los cascos de bronce refulgiendo al sol, las largas y pulidas lanzas relucientes, los estandartes flameando al viento, los petos brillantes. En la columna no había caballería, probablemente porque sabían que les tocaría atravesar montañas; el único caballo que se veía era un espléndido animal blanco montado por el mismo Apolonio. Aquel día lo vi por primera vez; era un hombre enorme, de cejas negras, armadura plateada, manto blanco como la nieve, cabello negro que le caía sobre los hombros. No era un Apeles, sino un conductor de hombres, un individuo tenebroso, dominador, salvaje y sanguinario, terrible en el combate y con una apetencia desesperada de sangre.
Nuestras tácticas los habían aleccionado un tanto, porque marchaban lentamente y con circunspección, magníficos en su severa y metálica pujanza, los arqueros desplegados a la cabeza y los oficiales de los grupos de veinte escudriñando constantemente las colinas que dominaban el camino. Nos vieron cuando me acerqué el silbato a los labios y lo hice sonar. La vibración de los arcos de arriba se mezcló con las órdenes dadas a gritos y las enconadas maldiciones de abajo. Formaron con los escudos un caparazón de tortuga, y en un minuto la larga columna se transformó en una serpiente plateada. Un techo movible de escudos ocultaba a los hombres; a todos, menos a Apolonio que, olvidando el peligro, recorría ida y vuelta la columna, rugía órdenes a sus hombres y nos lanzaba maldiciones a nosotros. Sin embargo, y aunque fueron rápidos, no lo fueron bastante, y nuestras lluvias de flechas dejaron en el suelo más de un mercenario, muertos o retorciéndose de dolor. Tiene también sus desventajas el oficio de mercenario, criminalmente hablando, porque a los malheridos les dieron muerte allí mismo sus propios camaradas, cortándoles el pescuezo hábil y rápidamente; y a los heridos que quedaron retrasados los matamos nosotros. Pero la columna no se detuvo ni se desvió en tentativas suicidas de trepar por la escarpada cuesta de la colina; prosiguió, en cambio, avanzando con paso firme y disciplinado, para alcanzar una posición más ventajosa y segura en un espacio abierto. Antes de que lo consiguieran matamos al caballo de Apolonio. El alcaide se había convertido en el blanco de cien arqueros, pero salió ileso; aunque el caballo quedó emplumado de flechas, Apolonio saltó de la silla indemne y echó a andar en la columna protegiéndose con el escudo.
Los seguimos y los hostigamos durante todo el trayecto en que el camino corría paralelo al cerro, pero cuando formaron en un espacio abierto y destacaron a los arqueros ligeros para atacarnos, nos hicimos humo, y con una marcha veloz que ellos no podían imitar debido a sus armaduras, nos adelantamos concentrándonos en los cerros.
Por la noche, cuando acamparon, desparramé a mis hombres en rededor del campamento y durante toda la noche realizamos incursiones dejando caer lluvias de flechas. Dos veces formaron la falange para atacarnos, pero nosotros nos esfumábamos inmediatamente y las formaciones corrían de un lado para otro persiguiendo fantasmas. Luego acampamos más o menos a una milla de distancia y dormimos por turno; pero cinco o seis veintenas se encontraban siempre en actividad para no dejar dormir a los mercenarios. En toda aquella operación nocturna perdimos solamente cuatro hombres. Otros siete resultaron heridos, ninguno de ellos tan gravemente que no pudiera caminar. Pero al día siguiente, cuando los mercenarios se marcharon, encontramos en el lugar de su campamento dieciocho muertos.
Aquella misma mañana Jonatás se arrastró hasta el campamento griego y vio llegar a Moisés ben Aarón. Fue apresado y Jonatás lo vio rogar por su vida. Luego observó cómo hablaba larga y vehementemente con Apolonio, hasta que por último en el rostro del griego se suavizó la expresión de odio y apareció una leve sonrisa.
Cuando Jonatás nos comunicó estos detalles partimos inmediatamente, y regresamos casi sin detenernos a Efraín.
Es difícil relatar una batalla hasta su fin; porque al comienzo se mueve lentamente, abarcando determinada porción de terreno, y sólo podemos ver lo que tenemos delante de los ojos. Yo fui testigo del final de muchas batallas, como veremos luego, pero aquéllas eran distintas; en esta ocasión debo narrar las cosas tal como sucedieron, y lo mejor que pueda. Porque ninguno de mis gloriosos hermanos podrá relatar las cosas como fueron. Ni los hombres de Modin. ¿Dónde están?
Debo relatar la muerte de Moisés ben Aarón, como relaté la de su hija Ruth, que fue mi alma y mi cuerpo. Yo no presencié la muerte de Moisés. Volvimos a Efraín después de dos días y dos noches de marcha, en los que cubrimos más de setenta millas de territorio montañoso, y después de haber luchado y de habernos retirado conduciendo a nuestros heridos. Pero Judas no tuvo para nosotros ni elogios ni conmiseración, y me ordenó que llevara a mis hombres y los apostara, ocultos, a lo largo del desfiladero que conducía al profundo y solitario cenagal de Efraín.
-¡Pero no hemos dormido!
-Dormiréis cuando estéis en vuestros puestos -dijo Judas-, ¡y que Dios se apiade del hombre que revele su presencia antes de que hayan pasado los griegos! ¡Lo mataré con mis propias manos!
Abrí la boca para hablar; pero me tragué las palabras. Judas estaba transformado; lo vi, y vi la terrible ferocidad que lo dominaba y que no permitía réplicas ni siquiera de los que eran de su misma sangre.
Estaba en el valle donde se había alojado el pueblo, y que ahora se hallaba desierto. Estaba solo, dueño y señor de la desolación.
-¿Adónde se han ido todos?
-A ocultarse, hasta que ganemos o muramos.
Me cogió de los brazos, y su apretón de garfio me recordó al adón más que cualquiera de sus gestos o de sus miradas.
-Simón -dijo-, hay una sola entrada a Efraín y una sola salida, ¡y allí estarás tú! ¿No me fallarás, Simón? Tú me odias, Simón, ¡prométemelo!
-No te odio, Judas. ¿Cómo voy a odiar a mi hermano?
-¿Cómo lo vas a amar? –contradijo Judas-. Jonatás está contigo, ¡guárdalo como a un tesoro!
Fuimos al desfiladero, Jonatás y yo y nuestros cuatrocientos hombres, y nos escondimos en la maleza, detrás de las rocas o en agujeros que abrimos en el suelo. No teníamos alimentos ni fuego; mezclamos la harina con agua y la comimos. Dormimos allí mismo, cada cual en su sitio, hasta que finalmente aparecieron los mercenarios, conducidos por Moisés ben Aarón. Marchaban por el desfiladero, debajo de nosotros, en dirección a la ciénaga de Efraín.
Después de que pasaran bajamos sigilosamente al desfiladero y trabajamos como locos para obstruirlo con rocas y troncos de árboles; concluida la barricada nos apostamos junto a ella. Transcurrió una hora antes de que nos atacaran.
Según me informaron luego, los mercenarios avanzaron por la hondonada hasta la húmeda soledad de Efraín. Casi una milla se internaron en aquella triste y aciaga desolación antes de que los apresara el fango y se dieran cuenta que de aquel desierto cañaveral sólo podían salir por donde habían entrado. Fue allí, enterrado en el barro, donde encontramos luego el cuerpo de Moisés ben Aarón, cruelmente mutilado. Después de matarlo hicieron dos nuevas tentativas de cruzar el pantano antes de retroceder. Pero cuando volvieron a terreno firme, se encontraron con que el desfiladero estaba bloqueado; bloqueado por nosotros, mientras que de todos los costados Judas y sus hombres hacían llover flechas sobre ellos.
Poco menos que pánico se apoderó del griego Apolonio. Dos veces condujo a su ejército por el estrecho desfiladero, y otras tantas lo atacamos nosotros desde la barricada. Descargamos las flechas de que disponíamos y luego luchamos con las lanzas. Rompimos las lanzas, y seguimos peleando con palos, piedras y cuchillos, y hasta con las manos vacías. A nosotros, a los cuatrocientos hombres que comandábamos Jonatás, yo y Rubén, Apolonio nos cobró el impuesto más fuerte, porque nos atacó una y otra vez en apretadas falanges; perdimos a la mitad de los hombres, que cayeron muertos o sangrando de abundantes heridas. Pero conseguimos contenerlos, mientras los hombres de Judas continuaban lanzando una lluvia de flechas desde lo alto de las rocas; de esas flechas cortas, devastadoras, agudas como agujas, que llenaban el aire y se introducían en todos los rincones y todos los resquicios de las armaduras.
Aunque nos parecía que estábamos guardando aquella barricada desde hacia una eternidad, no debió de pasar en realidad mucho tiempo. Allí, sin embargo, en aquel desfiladero, Apolonio perdió por lo menos a la mitad de sus hombres. La mitad de nuestros cuatrocientos contra la mitad de sus tres mil. Tuvo que retroceder hasta campo abierto, y nosotros quedamos en el paso, apoyándonos en nuestras armas, sangrando y jadeantes, muertos de cansancio pero borrachos de triunfo, terriblemente excitados por la victoria, y la cólera y el terror. Nuestros muertos yacían alrededor de nosotros, y los muertos de los mercenarios aparecían desparramados en toda la extensión del desfiladero, cubriéndolo como una alfombra. Por primera vez habían salido los judíos al encuentro de los griegos, cuchillo contra espada, y los habían detenido, destrozado y obligado a retroceder; y pese a nuestro agotamiento avanzamos por el desfiladero.
Apolonio había formado la falange en cuadro. Ellos eran muy superiores en número, y en aquel momento podían haber pasado perforándonos; pero no tenían valor para ello, y no bien habían formado en cuadro cuando Eleazar y Judas, a la cabeza de sus hombres, descendieron gritando de las colinas y cayeron sobre ellos. Eran hombres frescos, en tanto que Apolonio había marchado con sus hombres todo el día, los había arrastrado por un lodazal y los había lanzado en dos ataques costosos. Nosotros no llevábamos armaduras y los mercenarios estaban cargados de casi cien libras de planchas y armas. Nosotros conocíamos el lugar como la palma de la mano, y ellos se encontraban perdidos en un desierto desconocido y aterrador, un lugar que ya comenzaban a invadir las sombras del anochecer, que estaba rodeado por todas partes de montañas y en el que eran evocados todos los espíritus y demonios que más temían.