Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen (4 page)

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Authors: Hans Christian Andersen

Tags: #Cuentos

BOOK: Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen
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Al despertarse al día siguiente, corrió a la mesita para ver si estaban en ella las flores; descorrió las cortinas de la camita: sí, todas estaban; pero completamente marchitas, mucho más que la víspera. Sofía continuaba en el cajón, donde la dejara Ida, y tenía una cara muy soñolienta.

—¿Te acuerdas de lo que debes decirme? —le preguntó Ida. Pero Sofía estaba como atontada y no respondió.

—Eres una desagradecida —le dijo Ida—. Ya no te acuerdas de que todas bailaron contigo. Cogió luego una caja de papel que tenía dibujados bonitos pájaros, y depositó en ella las flores muertas:

—Este será vuestro lindo féretro —dijo—, y cuando vengan mis primos noruegos me ayudarán a enterraros en el jardín, para que en verano volváis a crecer y os hagáis aún más hermosas.

Los primos noruegos eran dos alegres muchachos, Jonás y Adolfo. Su padre les había regalado dos arcos nuevos, y los traían para enseñárselos a Ida. Ella les habló de las pobres flores muertas, y en casa les dieron permiso para enterrarlas. Los dos muchachos marchaban al paso con sus arcos al hombro, e Ida seguía con las flores muertas en la bonita caja. Excavaron una pequeña fosa en el jardín; Ida besó a las flores y las depositó en la tumba, encerradas en su ataúd, mientras Adolfo y Jonás disparaban sus arcos, a falta de fusiles o cañones.

Los chanclos de la suerte

(Lykkens galocher)

1. Cómo empezó la cosa

E
n una casa de Copenhague, en la calle del Este, no lejos del Nuevo Mercado Real, se celebraba una gran reunión, a la que asistían muchos invitados. No hay más remedio que hacerlo alguna vez que otra, pues lo exige la vida de sociedad, y así otro día lo invitan a uno. La mitad de los contertulios estaban ya sentados a las mesas de juego y la otra mitad aguardaba el resultado del «¿Qué vamos a hacer ahora?» de la señora de la casa. En ésas estaban, y la tertulia seguía adelante del mejor modo posible. Entre otros temas, la conversación recayó sobre la Edad Media. Algunos la consideraban mucho más interesante que nuestra época. Knapp, el consejero de Justicia, defendía con tanto celo este punto de vista, que la señora de la casa se puso enseguida de su lado, y ambos se lanzaron a atacar un ensayo de Orsted, publicado en el almanaque, en el que, después de comparar los tiempos antiguos y los modernos, terminaba concediendo la ventaja a nuestra época. El consejero afirmaba que el tiempo del rey danés Hans había sido el más bello y feliz de todos.

Mientras se discute este tema, interrumpido sólo un momento por la llegada de un periódico que no trae nada digno de ser leído, entrémonos nosotros en el vestíbulo, donde estaban guardados los abrigos, bastones, paraguas y chanclos. En él estaban sentadas dos mujeres, una de ellas joven, vieja la otra. Habría podido pensarse que su misión era acampanar a su señora, una vieja solterona o tal vez una viuda; pero observándolas más atentamente, uno se daba cuenta de que no eran criadas ordinarias; tenían las manos demasiado finas, su porte y actitud eran demasiado majestuosos —pues eran, en efecto, personas reales—, y el corte de sus vestidos revelaba una audacia muy personal. Eran, ni más ni menos, dos hadas; la más joven, aunque no era la Felicidad en persona, sí era, en cambio, una camarera de una de sus damas de honor, las encargadas de distribuir los favores menos valiosos de la suerte. La más vieja parecía un tanto sombría, era la Preocupación. Sus asuntos los cuida siempre personalmente; así está segura de que se han llevado a término de la manera debida.

Las dos hadas se estaban contando mutuamente sus andanzas de aquel día. La mensajera de la Suerte sólo había hecho unos encargos de poca monta: preservado un sombrero nuevo de un chaparrón, procurado a un señor honorable un saludo de una nulidad distinguida, etc.; pero le quedaba por hacer algo que se salía de lo corriente.

—Tengo que decirle aún —prosiguió— que hoy es mi cumpleaños, y para celebrarlo me han confiado un par de chanclos para que los entregue a los hombres. Estos chanclos tienen la propiedad de transportar en el acto, a quien los calce, al lugar y la época en que más le gustaría vivir. Todo deseo que guarde relación con el tiempo, el lugar o la duración, es cumplido al acto, y así el hombre encuentra finalmente la felicidad en este mundo.

—Eso crees tú —replicó la Preocupación—. El hombre que haga uso de esa facultad será muy desgraciado, y bendecirá el instante en que pueda quitarse los chanclos.

—¿Por qué dices eso? —respondió la otra—. Mira, voy a dejarlos en el umbral; alguien se los pondrá equivocadamente y verás lo feliz que será.

Ésta fue la conversación.

2. Qué tal le fue al consejero

Se había hecho ya tarde. El consejero de Justicia, absorto en su panegírico de la época del rey Hans, se acordó al fin de que era hora de despedirse, y quiso el azar que, en vez de sus chanclos, se calzase los de la suerte y saliese con ellos a la calle del Este; pero la fuerza mágica del calzado lo trasladó al tiempo del rey Hans, y por eso se metió de pies en la porquería y el barro, pues en aquellos tiempos las calles no estaban empedradas.

—¡Es espantoso cómo está de sucia esta calle! —exclamó el Consejero—. Han quitado la acera, y todos los faroles están apagados.

La luna estaba aún baja sobre el horizonte, y el aire era además bastante denso, por lo que todos los objetos se confundían en la oscuridad. En la primera esquina brillaba una lamparilla debajo de una imagen de la Virgen, pero la luz que arrojaba era casi nula; el hombre no la vio hasta que estuvo junto a ella, y sus ojos se fijaron en la estampa pintada en que se representaba a la Virgen con el Niño.

«Debe anunciar una colección de arte, y se habrán olvidado de quitar el cartel», pensó.

Pasaron por su lado varias personas vestidas con el traje de aquella época.

«¡Vaya fachas! Saldrán de algún baile de máscaras».

De pronto resonaron tambores y pífanos y brillaron antorchas. El Consejero se detuvo, sorprendido, y vio pasar una extraña comitiva. A la cabeza marchaba una sección de tambores aporreando reciamente sus instrumentos; seguíanles alabarderos con arcos y ballestas. El más distinguido de toda la tropa era un sacerdote. El Consejero, asombrado, preguntó qué significaba todo aquello y quién era aquel hombre.

—Es el obispo de Zelanda —le respondieron.

«¡Dios santo! ¿Qué se le ha ocurrido al obispo?», suspiró nuestro hombre, meneando la cabeza. Pero era imposible que fuese aquél el obispo. Cavilando y sin ver por dónde iba, siguió el Consejero por la calle del Este y la plaza del Puente Alto. No hubo medio de dar con el puente que lleva a la plaza de Palacio. Sólo veía una ribera baja, y al fin divisó dos individuos sentados en una barca.

—¿Desea el señor que le pasemos a la isla? —preguntaron.

—¿Pasar a la isla? —respondió el Consejero, ignorante aún de la época en que se encontraba—. Adonde voy es a Christianshafen, a la calle del Mercado.

Los individuos lo miraron sin decir nada.

—Decidme sólo dónde está el puente —prosiguió—. Es vergonzoso que no estén encendidos los faroles; y, además, hay tanto barro que no parece sino que camine uno por un cenagal.

A medida que hablaba con los barqueros, se le hacían más y más incomprensibles.

—No entiendo vuestra jerga —dijo, finalmente, volviéndoles la espalda. No lograba dar con el puente, y ni siquiera había barandilla. «¡Esto es una vergüenza de dejadez!», dijo. Nunca le había parecido su época más miserable que aquella noche. «Creo que lo mejor será tomar un coche», pensó; pero, ¿coches me has dicho? No se veía ninguno. «Tendré que volver al Nuevo Mercado Real; de seguro que allí los hay; de otro modo, nunca llegaré a Christianshafen».

Volvió a la calle del Este, y casi la había recorrido toda cuando salió la luna.

«¡Dios mío, qué esperpento han levantado aquí!», exclamó al distinguir la puerta del Este, que en aquellos tiempos se hallaba en el extremo de la calle.

Entretanto encontró un portalito, por el que salió al actual Mercado Nuevo; pero no era sino una extensa explanada cubierta de hierba, con algunos matorrales, atravesada por una ancha corriente de agua. Varias míseras barracas de madera, habitadas por marineros de Halland, de quienes venía el nombre de Punta de Halland, se levantaban en la orilla opuesta.

«O lo que estoy viendo es un espejismo o estoy borracho —suspiró el Consejero—. ¿Qué diablos es eso?».

Volvióse persuadido de que estaba enfermo; al entrar de nuevo en la calle observó las casas con más detención; la mayoría eran de entramado de madera, y muchas tenían tejado de paja.

«¡No, yo no estoy bien! —exclamó—, y, sin embargo, sólo he tomado un vaso de ponche; cierto que es una bebida que siempre se me sube a la cabeza. Además, fue una gran equivocación servirnos ponche con salmón caliente; se lo diré a la señora del Agente. ¿Y si volviese a decirle lo que me ocurre? Pero sería ridículo, y, por otra parte, tal vez estén ya acostados».

Buscó la casa, pero no aparecía por ningún lado.

«¡Pero esto es espantoso, no reconozco la calle del Este, no hay ninguna tienda! Sólo veo casas viejas, míseras y semiderruidas, como si estuviese en Roeskilde o Ringsted. ¡Yo estoy enfermo! Pero de nada sirve hacerse imaginaciones. ¿Dónde diablos está la casa del Agente? Ésta no se le parece en nada, y, sin embargo, hay gente aún. ¡Ah, no hay duda, estoy enfermo!».

Empujó una puerta entornada, a la que llegaba la luz por una rendija. Era una posada de los viejos tiempos, una especie de cervecería. La sala presentaba el aspecto de una taberna del Holstein; cierto número de personas, marinos, burgueses de Copenhague y dos o tres clérigos, estaban enfrascados en animadas charlas sobre sus jarras de cerveza, y apenas se dieron cuenta del forastero.

—Usted perdone —dijo el Consejero a la posadera, que se adelantó a su encuentro—. Me siento muy indispuesto. ¿No podría usted proporcionarme un coche que me llevase a Christianshafen? La mujer lo miró, sacudiendo la cabeza; luego dirigióle la palabra en lengua alemana. Nuestro consejero, pensando que no conocía la danesa, le repitió su ruego en alemán. Aquello, añadido a la indumentaria del forastero, afirmó en la tabernera la creencia de que trataba con un extranjero; comprendió, sin embargo, que no se encontraba bien, y le trajo un jarro de agua; y por cierto que sabía un tanto a agua de mar, a pesar que era del pozo de la calle.

El Consejero, apoyando la cabeza en la mano, respiró profundamente y se puso a cavilar sobre todas las cosas raras que le rodeaban.

—¿Es éste «El Día» de esta tarde? —preguntó, sólo por decir, algo, viendo que la mujer apartaba una gran hoja de papel.

Ella, sin comprender la pregunta, alargóle la hoja, que era un grabado en madera que representaba un fenómeno atmosférico visto en Colonia.

—Es un grabado muy antiguo —exclamó el Consejero, contento de ver un ejemplar tan raro—. ¿Cómo ha venido a sus manos este rarísimo documento? Es de un interés enorme, aunque sólo se trata de una fábula. Se afirma que estos fenómenos lumínicos son auroras boreales, y probablemente son efectos de la electricidad atmosférica.

Los que se hallaban sentados cerca de él, al oír sus palabras lo miraron con asombro; uno se levantó, y, quitándose respetuosamente el sombrero, le dijo muy serio:

—Seguramente sois un hombre de gran erudición, Monsieur.

—¡Oh, no! —respondió el Consejero—. Sólo sé hablar de unas cuantas cosas que todo el mundo conoce.

—La modestia es una hermosa virtud —observó el otro—. Por lo demás, debo contestar a vuestro discurso:
mihi secus videtur
; pero dejo en suspenso mi juicio.

—¿Tendríais la bondad de decirme con quién tengo el honor de hablar? —preguntó el Consejero.

—Soy bachiller en Sagradas Escrituras —respondió el hombre.

Aquella respuesta bastó al magistrado; el título se correspondía con el traje. «Seguramente —pensó— se trata de algún viejo maestro de pueblo, un original de ésos que uno encuentra con frecuencia en Jutlandia».

—Aunque esto no es en realidad un
locus docendi
—prosiguió el hombre—, os ruego que os dignéis hablar. Indudablemente habéis leído mucho sobre la Antigüedad.

—Desde luego —contestó el Consejero—. Me gusta leer escritos antiguos y útiles, pero también soy aficionado a las cosas modernas, con excepción de esas historias triviales, tan abundantes en verdad.

—¿Historias triviales? —preguntó el bachiller.

—Sí, me refiero a estas novelas de hoy, tan corrientes.

—¡Oh! —dijo, sonriendo, el hombre—, sin embargo, tienen mucho ingenio y se leen en la Corte. El Rey gusta de modo particular de la novela del Señor de Iffven y el Señor Gaudian, con el rey Artús y los Caballeros de la Tabla Redonda; se ha reído no poco con sus altos dignatarios.

—Pues yo no la he leído —dijo el Consejero—. Debe de ser alguna edición recientísima de Heiberg.

—No —rectificó el otro—. No es de Heiberg, sino de Godofredo de Gehmen.

—Ya. ¿Así, éste es el autor? —preguntó el magistrado—. Es un nombre antiquísimo; así se llama el primer impresor que hubo en Dinamarca, ¿verdad?

—Sí, es nuestro primer impresor —asintió el hombre.

Hasta aquí todo marchaba sin tropiezos; luego, uno de los buenos burgueses se puso a hablar de la grave peste que se había declarado algunos años antes, refiriéndose a la de 1494; pero el Consejero creyó que se trataba de la epidemia de cólera, con lo cual la conversación prosiguió como sobre ruedas. La guerra de los piratas de 1490, tan reciente, salió a su vez a colación. Los corsarios ingleses habían capturado barcos en la rada, dijeron; y el Consejero, que había vivido los acontecimientos de 1801, se sumó a los vituperios contra los ingleses. El resto de la charla, en cambio, ya no discurrió tan llanamente, y en más de un momento pusieron los unos y el otro caras agrias; el buen bachiller resultaba demasiado ignorante, y las manifestaciones más simples del magistrado le sonaban a atrevidas y exageradas. Se consideraban mutuamente de reojo, y cuando las cosas se ponían demasiado tirantes, el bachiller hablaba en latín con la esperanza de ser mejor comprendido; pero nada se sacaba en limpio.

—¿Qué tal se siente? —preguntó la posadera tirando de la manga al Consejero. Entonces éste volvió a la realidad; en el calor de la discusión había olvidado por completo lo que antes le ocurriera.

—¡Dios mío! pero, ¿dónde estoy? —preguntó, sintiendo que le daba vueltas la cabeza.

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