Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen (35 page)

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Authors: Hans Christian Andersen

Tags: #Cuentos

BOOK: Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen
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El más pequeño, que había quedado en el nido, se instaló a sus anchas, pues había quedado como único propietario; pero no duró mucho su satisfacción. Aquella misma noche se incendió la casa: las rojas llamas estallaron a través de las ventanas, prendieron en la paja seca del techo y, en un momento, el cortijo entero quedó reducido a cenizas. El matrimonio pudo salvarse, pero el gurriato murió abrasado.

Cuando salió el sol a la mañana siguiente y todo parecía despertar de un sueño tranquilo y reparador, de la casa no quedaban más que algunas vigas carbonizadas, que se sostenían contra la chimenea, lo único que seguía en pie. De entre los restos salía aún una densa humareda; pero delante se alzaba, lozano y florido, el rosal, cuyas ramas y flores se reflejaban en el agua límpida y tranquila.

—¡Qué bellas son las rosas frente a la casa incendiada! —exclamó un hombre que acertaba a pasar por allí—. Voy a tomar un apunte. Sacó del bolsillo un lápiz y un cuaderno de hojas blancas —pues era pintor— y dibujó los escombros humeantes, los maderos calcinados sobre la chimenea, que se inclinaba cada vez más, y, en primer término, el gran rosal florido, que era verdaderamente hermoso y costituía el motivo central del cuadro.

Pocas horas más tarde pasaron por el lugar dos de los gorriones que hablan nacido allí. —. ¿Dónde está la casa? —preguntaron—. ¿Dónde está el nido? ¡Pip! Todo se ha consumido, y nuestro valiente hermano habrá muerto achicharrado. Le está bien empleado por haberse querido quedar con el nido. Las rosas han escapado con vida; helas ahí con sus mejillas coloradas. La desgracia del vecino las deja tan frescas. No quiero dirigirles la palabra. Este sitio se me hace insoportable. —Y se echaron a volar.

En un hermoso y soleado día del siguiente otoño, que parecía de verano, bajaron las palomas al seco y limpio suelo del patio que se extendía frente a la gran escalera de la hacienda señorial. Las había negras y blancas y abigarradas, sus plumas brillaban al sol, y las viejas madres decían a los pichones: —¡Agruparse, chicos, agruparse!— pues así parecían mejor.

—¿Quién es ese pequeñín pardusco que salta entre nosotras? —preguntó una paloma cuyos ojos despedían destellos rojos y verdes.

—¡Pequeñín, pequeñín! —dijo.

—¡Son gorriones, pobrecillos! Siempre hemos tenido fama de ser bondadosas, dejémosles que se lleven unos granitos. Hablan poco entre ellos, y rascan tan graciosamente con el pie.

Rascaban, en efecto; tres veces lo hicieron con el pie izquierdo, diciendo al mismo tiempo «¡pip!». Y entonces se reconocieron: eran tres gorriones del nido de la casa quemada.

—¡Qué bien se come aquí! —dijeron los gorriones. Y las palomas se paseaban a su alrededor, pavoneándose y guardándose su opinión.—. ¡Fíjate en aquella buchona! —dijo una de las palomas a su vecina—. ¡Qué manera de tragarse los arbejones! Come demasiados y se queda con los mejores además. ¡Curr, curr! Mira cómo se le hincha el buche. ¡Vaya con el bicho feo y asqueroso! ¡Curr, curr! —. Y sus ojos despedían rojas chispas de indignación—. ¡Agruparse, agruparse! ¡Pequeñines, pequeñines!, ¡curr, curr! —. Así discurrían las cosas entre las amables palomas y los pichones; y así es de esperar que sigan discurriendo dentro de mil años.

Los gorriones se trataban a cuerpo de rey, se movían a sus anchas entre las palomas, aunque no se encontraban en su elemento. Hartos al fin, se largaron, mientras intercambiaban opiniones acerca de sus huéspedes. Saltaron luego la valla del jardín y, como estuviese abierta la puerta de la habitación que daba a él, uno saltó al umbral. Había comido muy bien y se sentía animoso. —¡Pip! —dijo—, me lanzo. ¡Pip! —dijo el otro—, también yo me lanzo, y más aún que tú —. Y se entró en la habitación. No había nadie en ella, y el tercero al verlo, de una volada se plantó en el centro y dijo:— ¡o dentro del todo o nada! Son curiosos los nidos de los hombres. ¡Toma! ¿Qué es eso?

¡Eran las rosas de la vieja casa, que se reflejaban en el agua, y las vigas carbonizadas, apoyadas contra la ruinosa chimenea! ¿Cómo había ido a parar aquello a la habitación de la hacienda señorial?

Los tres gorriones se alzaron para volar por encima de las rosas y de la chimenea, pero fueron a chocar contra una pared. Era un cuadro, un grande y magnífico cuadro, que el pintor había compuesto a base de su apunte.

—¡Pip! —dijeron los gorriones—. ¡No es nada, sólo es apariencia! ¡Pip! ¡Esto es la belleza! ¿Lo comprendes? ¡Yo no! —. Y se alejaron volando, pues entraron personas en el cuarto.

Transcurrieron días y aún años; las palomas arrullaron muchas veces, por no decir gruñeron, las muy enredonas. Los gorriones pasaron los inviernos helándose y los veranos dándose la gran vida. Todos estaban ya prometidos o casados, como se quiera. Tenían pequeñuelos y, como es natural, cada uno creía que los suyos eran los más listos y hermosos. Uno volaba por aquí, otro por allá, y cuando se encontraban se reconocían por su ¡Pip! y el triple rascar con el pie izquierdo. La más vieja era una gorriona solterona, que no tenla nido ni polluelos. Deseosa de irse a una gran ciudad, emprendió el vuelo hacia Copenhague.

Había allí, cerca del Palacio, una gran casa pintada de vivos colores, junto al canal, donde amarraban barcos cargados de manzanas y muchas otras cosas. Las ventanas eran más anchas por la parte inferior que por la superior, y si los gorriones miraban dentro del edificio, cada habitación se les aparecía como un tulipán, con mil colores y arabescos; y en el centro de la flor había personajes blancos, de mármol, aunque algunos eran de yeso; pero esto no sabían distinguirlo los ojos de los gorriones. En la cima de la casa había un grupo de bronce, figurando una cuadriga guiada por la diosa de la Victoria; y todo era de metal: el carro, los caballos y la diosa. Era el museo Thorwaldsen.

—¡Cómo brilla, cómo brilla! —dijo la gorriona—. Seguramente esto es la belleza. ¡Pip! ¡Pero aquí es mucho mayor que en el pavo! —.

Recordaba que, siendo «niña», su madre le había dicho que la belleza más grande estaba en el pavo. Bajó al patio, donde todo era magnífico, con palmeras y ramas pintadas en las paredes; en el centro crecía un gran rosal lleno de rosas que se extendía hasta el lado opuesto de una tumba. Voló hasta allí y se encontró con varios gorriones que agitaban las alas. Dijeron «¡Pip!» y rascaron tres veces con el pie izquierdo, aquel saludo tan querido que tantas veces dirigió a unos y otros en el curso de su vida sin que nadie lo comprendiera, pues los que una vez se separaron, no suelen volver a encontrarse todos los días. Pero aquella forma de saludar se había convertido en hábito en ella, y he aquí que ahora se topaba con dos viejos gorriones y uno joven, que decían «¡Pip!» y rascaban con el pie izquierdo.

—¡Ah, hola, buenos días, buenos días! —. Eran tres gorriones del viejo nido, con otro más joven que formaba parte de la familia—. ¿Aquí nos encontramos? —dijeron.—. Es un lugar muy distinguido, pero lo que es comida no sobra. ¡Esto es la belleza! ¡Pip!

Entraron muchas personas, que venían de las salas laterales, donde se hallaban las magníficas estatuas de mármol, y se dirigieron a la tumba que guardaba los restos del gran maestro, autor de todas aquellas esculturas. Cuantos se acercaban contemplaban con rostro radiante la sepultura de Thorwaldsen; algunos recogían los pétalos de rosa caídos y los guardaban. Algunos venían de muy lejos, de Inglaterra, Alemania y Francia; y la más hermosa de las señoras cogió una rosa y se la prendió en el pecho. Pensaron entonces los gorriones que allí reinaban las rosas, que la casa había sido construida para ellas, y les pareció un tanto exagerado; pero viendo que los humanos mostraban tanto amor por las flores, no quisieron ellos ser menos. —. ¡Pip! —dijeron, poniéndose a barrer el suelo con el rabo y guiñando el ojo a las rosas. No bien las hubieron visto, quedaron persuadidos de que eran sus antiguas vecinas, y, en efecto, lo eran. El pintor que dibujara el rosal junto a la vieja casa de campo incendiada había obtenido permiso, ya avanzado el año, para trasplantarlo, y lo había regalado al arquitecto, pues en ningún sitio crecían rosas tan hermosas. El arquitecto había plantado el rosal sobre la tumba de Thorwaldsen, donde florecía como símbolo de la Belleza, dando rosas encarnadas y fragantes, que los turistas se llevaban como recuerdo a sus lejanos países.

—¿Habéis encontrado acomodo en la ciudad? —preguntaron los gorriones. Las rosas contestaron con un gesto afirmativo, y, reconociendo a sus pardos vecinos del estanque campesino, se alegraron de volver a verlos.

—¡Qué bello es vivir y florecer, encontrarse con antiguos amigos y conocidos y ver siempre caras amables! Aquí es como si todos los días fuese una gran fiesta.

—¡Pip! —dijeron los gorriones—. Sí, son nuestros antiguos vecinos; sus descendientes de la balsa del pueblo se acuerdan de nosotros. ¡Pip! ¡Qué suerte han tenido! Los hay que hasta durmiendo hacen fortuna. Y la verdad es que no comprendo qué belleza puede haber en una cabeza roja como las suyas. ¡Allí hay una hoja seca, la veo muy bien!

Se pusieron a picotearía hasta que cayó; pero el rosal quedó aún más lozano y más verde, y las rosas siguieron enviando su perfume a la tumba de Thorwaldsen, a cuyo nombre inmortal se había asociado su belleza.

Holger el danés

(Holger Danske)

H
ay en Dinamarca un viejo castillo llamado Kronborg. Está junto al Öresund, estrecho que cruzan diariamente centenares de grandes barcos, lo mismo ingleses que rusos y prusianos, saludando al viejo castillo con salvas de artillería, ¡bum!, y él contesta con sus cañones: ¡bum! Pues de esta forma los cañones dicen «¡Buenos días!» y «¡Muchas gracias!». En invierno no pasa por allí ningún buque, ya que entonces está todo cubierto de hielo, hasta muy arriba de la costa sueca; pero en la buena estación es una verdadera carretera. Ondean las banderas danesa y sueca, y las poblaciones de ambos países se dicen «¡Buenos días!» y «¡Muchas gracias!», pero no a cañonazos, sino con un amistoso apretón de manos, y unos llevan pan blanco y rosquillas a los otros, pues la comida forastera siempre sabe mejor. Pero lo más estupendo de todo es el castillo de Kronborg, en cuyas cuevas, profundas y tenebrosas, a las que nadie baja, reside Holger el Danés. Va vestido de hierro y acero, y apoya la cabeza en sus robustos brazos; su larga barba cuelga por sobre la mesa de mármol, a la que está pegada. Duerme y sueña, pero en sueños ve todo lo que ocurre allá arriba, en Dinamarca. Por Nochebuena baja siempre un ángel de Dios y le dice que es cierto lo que ha soñado, y que puede seguir durmiendo tranquilamente, pues Dinamarca no se encuentra aún en verdadero peligro. Si este peligro se presentara, Holger, el viejo danés, se levantaría, y rompería la mesa al retirar la barba. Volvería al mundo y pegaría tan fuerte, que sus golpes se oirían en todos los ámbitos de la Tierra.

Un anciano explicó a su nietecito todas estas cosas acerca de Holger, y el pequeño sabía que todo lo que decía su abuelo era la pura verdad. Mientras contaba, el viejo se entretenía tallando una gran figura de madera que representaría a Holger, destinada a adornar la proa de un barco; pues el abuelo era escultor de madera, o sea, un hombre que talla figuras para espolones de barcos, figuras que van de acuerdo con el nombre del navío. Y en aquella ocasión había representado a Holger, erguido y altivo, con su larga barba, la ancha espada de combate en una mano, mientras la otra se apoyaba en el escudo adornado con las armas danesas.

El abuelo contó tantas y tantas cosas de hombres y mujeres notables de Dinamarca, que el nieto creyó al fin que sabía tanto como el propio Holger, el cual, además, se limitaba a soñarlas; y cuando se fue a acostar, púsose a pensar tanto en aquello, que aplicó la barbilla contra la colcha y se dio a creer que tenía una luenga barba pegada a ella.

El abuelo se había quedado para proseguir su trabajo, y realizaba la última parte del mismo, que era el escudo danés. Cuando ya estuvo listo contempló su obra, pensando en todo lo que leyera y oyera, y en lo que aquella noche había explicado al muchachito. Hizo un gesto con la cabeza, se limpió las gafas y, volviendo a sentarse, dijo:

—Durante el tiempo que me queda de vida, seguramente no volverá Holger; pero ese pequeño que duerme ahí tal vez lo vea y esté a su lado el día que sea necesario.

Y el viejo abuelo repitió su gesto, y cuanto más examinaba su Holger, más se convencía de que había hecho una buena talla; parecióle que cobraba color, y que la armadura brillaba como hierro y acero; en el escudo de armas, los corazones se enrojecían gradualmente, y los leones coronados, saltaban.

—Es el escudo más hermoso de cuantos existen en el mundo entero —dijo el viejo—. Los leones son la fuerza, y los corazones, la piedad y el amor. Contempló el primer león y pensó en el rey Knud, que incorporó la gran Inglaterra al trono de Dinamarca; y al considerar el segundo recordó a Waldemar, unificador de Dinamarca y conquistador de los países vendos; el tercer león le trajo a la memoria a Margarita, que unió Dinamarca, Suecia y Noruega. Y cuando se fijó en los rojos corazones, pareciéronle que brillaban aún más que antes; eran llamas que se movían, y sus, pensamientos fueron en pos de cada uno de ellos.

La primera llama lo condujo a una estrecha y oscura cárcel, ocupada por una prisionera, una hermosa mujer, hija de Cristián IV: Leonora Ulfeldt; y la llama se posó, cual una rosa, en su pecho, floreciendo y brillando con el corazón de la mejor y más noble de todas las mujeres danesas.

—Sí, es uno de los corazones del escudo de Dinamarca —dijo el abuelo. Y luego su mente se dirigió a la llama segunda, que lo llevó a alta mar, donde los cañones tronaban, y los barcos aparecían envueltos en humo; y la llama se fijó, como una condecoración, en el pecho de Hvitfeldt cuando, para salvar la flota, voló su propio barco con él a bordo.

La tercera llama lo transportó a las míseras cabañas de Groenlandia, donde el párroco Hans Egede realizaba su apostolado de amor con palabras y obras; la llama era una estrella en su pecho, un corazón en las armas danesas.

Y los pensamientos del abuelo se anticiparon a la llama flotante, pues sabía adónde iba ésta. En la pobre vivienda de la campesina, Federico VI, de pie, escribía con tiza su nombre en las vigas. La llama temblaba sobre su pecho y en su corazón; en aquella humilde estancia, su corazón pasó a forzar parte del escudo danés. Y el viejo se secó los ojos, pues había conocido al rey Federico, con sus cabellos de plata y sus nobles ojos azules, y por él había vivido. Y juntando las manos se quedó inmóvil, con la mirada fija. Entró entonces su nuera a decir al anciano que era ya muy tarde y hora de descansar, y que la mesa estaba puesta.

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