Mirrorshades: Una antología cyberpunk (5 page)

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Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

BOOK: Mirrorshades: Una antología cyberpunk
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Debí de parecer decepcionado, pues él dejó la cerveza con cuidado al lado de su nevera y se sentó.

—Si quieres una explicación más sofisticada, te diría que se trata de un fantasma semiótico. Todas esas historias de contactados, por ejemplo, están montadas sobre una suerte de imaginería de ciencia ficción que impregna nuestra cultura. Podría admitir a los extraterrestres, pero no a extraterrestres que se parecen a los del cómic de los cincuenta. Hay fantasmas semióticos, fragmentos de imaginería de la cultura profunda que se desgajan y toman vida propia, como las aeronaves a lo Verne que esos viejos granjeros de Kansas veían todo el tiempo. Pero lo que tú viste fue un tipo diferente de fantasma, eso es todo. Ese avión formó parte alguna vez del subconsciente de masas. De alguna manera tú lo recogiste. Lo importante es no preocuparse demasiado.

Aun así, me preocupé.

Kihn peinó su pelo rubio con entradas y salió a ver lo que Ellos habían tenido que decir últimamente en la frecuencia del radar; corrí las cortinas de mi habitación y me tumbé en la oscuridad con el aire acondicionado funcionando para seguir preocupándome. Todavía estaba en ello cuando me desperté. Kihn había dejado una nota en mi puerta; volaba hacia el norte en un avión chárter para comprobar un rumor acerca de la mutilación de ganado (los «mutis», los llamaba él, otra de sus especialidades periodísticas).

Me fui a comer, me duché, tomé una pastilla para adelgazar medio desmigada, que había estado dando tumbos por mi estuche de afeitado durante tres años, y me dirigí a Los Ángeles.

La velocidad limitaba mi visión al túnel formado por los focos delanteros de mi Toyota. El cuerpo podía conducir, me dije a mí mismo, mientras la mente aguantara. Aguantara y se apartara de la visión alterada por las anfetaminas y el cansancio de las ventanillas laterales, de la vegetación espectral y luminosa, que crece en el rabillo del ojo de la mente a lo largo de las autopistas a media noche. Pero la mente tiene sus propias ideas, y la opinión de Kihn sobre lo que había pensado que era mi «visión» giraba interminable en mi cabeza en una corta órbita circular. Fantasmas semióticos. Fragmentos del Sueño de Masas, en torbellino tras la estela de mi ruta. De alguna forma, este bucle retroalimentado agravó el efecto de la píldora adelgazante, y la fugaz vegetación a lo largo de la carretera comenzó a tomar los colores de las imágenes infrarrojas de un satélite, mientras semillas fosforescentes se desprendían por el rebufo del Toyota. Me hice a un lado y una media docena de latas de cerveza me lanzaron un guiño de buenas noches cuando apagué las luces. Me pregunté qué hora sería en Londres, e intenté imaginarme a Dialta Downes tomándose el desayuno, entre figurillas aerodinámicas de cromo y libros sobre cultura americana.

Las noches del desierto, en ese país, son enormes. La luna está más cerca. La miré durante un buen rato, y decidí que Kihn estaba en lo cierto. Lo principal era no preocuparse. A diario, por todo el continente, gente mucho más normal que lo que yo nunca he aspirado a ser veía pájaros gigantescos, yetis, refinerías de petróleo volantes... Eso era lo que le daba trabajo y dinero a Kihn. ¿Por qué debía estar molesto por un fragmento de la imaginación pop de los treinta que andaba suelto sobre Bolinas? Decidí ir a dormir con nada peor de qué preocuparme que las serpientes de cascabel y los hippies caníbales, a salvo entre la basura de la cuneta de mi propio «continuo» familiar. Por la mañana bajaría a Nogales y fotografiaría los viejos burdeles, algo que había querido hacer durante años. La píldora de adelgazamiento había dejado de dar guerra.

Una luz me despertó, y luego lo hicieron las voces.

La luz venía de algún lugar detrás de mí y arrojaba sombras saltarinas dentro del coche. Las voces eran serenas, impersonales, un hombre y una mujer enzarzados en una conversación.

Mi cuello estaba rígido y sentía los globos oculares rozar contra las cuencas. Una pierna se me había dormido apretada contra el volante. Palpé en el bolsillo de mi camisa de faena buscando las gafas hasta que finalmente las encontré.

Luego miré hacia atrás y vi la ciudad.

Los libros de los años treinta estaban en el maletero; en uno de ellos había bocetos de una ciudad idealizada inspirada en
Metrópolis
y
Things to Come,
pero lo mostraban todo ascendiendo hacia unas perfectas nubes de arquitecto, además de puertos para zepelines y agujas de delirante neón. Esa ciudad era un modelo a escala de la que tenía a mis espaldas. Un chapitel sucedía a otro como en los escalones de un resplandeciente zigurat, subiendo hasta la torre central de un templo dorado que estaba rodeado por los locos anillos de radiador de las gasolineras de Mongo. Se podía ocultar el Empire State Building en la más pequeña de esas torres. Carreteras de cristal se elevaban entre las agujas, atravesadas y vueltas a atravesar por suaves formas plateadas, como gotas de mercurio derramándose. El aire estaba abarrotado de naves, gigantescas alas voladoras, minúsculos objetos plateados en forma de flecha (en ocasiones, una de esas rápidas formas plateadas se elevaba grácilmente en el aire, desde los puentes celestes, y volaba hacia arriba para unirse al baile), aeróstatos de una milla de longitud, cosas en forma de libélula que parecían autogiros...

Cerré los ojos con fuerza y me di la vuelta en el asiento. Cuando los abrí, me esforcé en ver el cuentakilómetros, el blanco polvo de la carretera en la guantera de plástico negro, el desbordado cenicero. Los cerré.

—Psicosis anfetamínica —me dije. Abrí los ojos. La guantera estaba allí, así como el polvo y las colillas aplastadas. Con mucho cuidado, sin mover la cabeza, encendí los faros.

Y entonces los vi.

Eran rubios. Estaban al lado de su coche, un aguacate de aluminio con una aleta de tiburón saliendo del centro y pulidos neumáticos negros, como los de un juguete de niño. El le rodeaba con su brazo por la cintura y gesticulaba hacia la ciudad. Ambos vestían de blanco, ropajes sueltos, las piernas descubiertas e inmaculadas sandalias blancas. Ninguno de ellos parecía percibir la luz de mis faros. El le decía algo en un tono sabio y confiado y ella asentía. Repentinamente me aterroricé, me aterroricé pero de un modo completamente diferente. La lucidez había dejado de ser la cuestión; sabía que, de alguna manera, la ciudad que estaba detrás era Tucson, un Tucson soñado, vomitado por el anhelo colectivo de toda una época. Esto era real, completamente real. Pero la pareja que había frente a mí vivía dentro, y ellos eran los que me aterrorizaban.

Eran los niños de los ochenta-que-no-fueron de Dialta Downes, eran los Herederos del Sueño. Eran blancos, rubios, y probablemente tenían los ojos azules. Eran americanos. Dialta había dicho que el futuro había llegado a América primero, pero que finalmente había pasado de largo. Pero no aquí, en el corazón del Sueño. Aquí habíamos progresado más y más, dentro de una lógica onírica que no sabía nada de la contaminación, de las reservas limitadas del combustible fósil, de guerras extranjeras que era posible perder. Eran superficiales, felices y claramente satisfechos consigo mismos y su mundo. Y en el Sueño, éste era
su
mundo.

Tras de mí, la ciudad iluminada: los reflectores recorrían el cielo por el simple placer de hacerlo. Los imaginaba llenando plazas de mármol blanco, en orden y alerta, sus claros ojos brillando entusiasmados por sus calles completamente iluminadas y llenas de coches plateados.

Todo tenía el siniestro sabor de la propaganda de las Juventudes Hitlerianas.

Puse el coche en marcha, y conduje hacia delante, despacio, hasta que el parachoques estuvo a un metro suyo. Todavía no me habían visto. Bajé la ventanilla y escuché lo que decía el hombre. Sus palabras tenían el falso y vacío brillo de los folletos de las cámaras de comercio, y supe que él creía en ellas absolutamente.

—John —oí que decía la mujer—, hemos olvidado tomar nuestras pastillas de alimentación.

Y con un click sacó dos pastillas brillantes de un pequeño depósito de su cinturón pasándole una a él. Volví a la carretera y me dirigí a Los Ángeles, sacudiendo la cabeza estremecido.

Telefoneé a Kihn desde una gasolinera; una nueva, de un mediocre estilo hispano moderno. Había vuelto de su expedición y no parecía que le molestara la llamada.

—Sí, eso es extraño. ¿Intentaste tomar alguna foto? No es que vayan a salir, pero le añade cierto toque intrigante a tu historia, el no tener fotos resulta...

Pero ¿qué debería hacer?

—Ve mucho la televisión, especialmente concursos y telenovelas. Vete a ver películas porno. ¿Has visto
Nazi Love Motel
? La ponen aquí por cable. Realmente horrible. Justo lo que necesitas.

¿De que estaba hablando?

—Para de gritar y escúchame. Te estoy contando un secreto profesional: los medios de masas realmente malos pueden exorcizar tus fantasmas semióticos. Si pueden quitarme de encima a esa gente de los platillos, pueden hacerlo también con esos futuroides tuyos de Art Decó. ¿Qué tienes que perder?

Luego me rogó que le dejara, aludiendo una cita de madrugada con el Electo.

—¿Con quién?

—Con los ancianos de Las Vegas, los del microondas.

Pensé en poner una conferencia a cobro revertido a Londres, contactar con Cohen en Barris-Watford, y contarle que su fotógrafo estaba haciendo una reserva para una larga temporada en la Zona Crepuscular
[4]
. Al final dejé que una máquina me preparara un café solo imposible y me subí de nuevo al Toyota, para ir a Los Ángeles.

Los Ángeles fue una mala idea, y estuve allí dos semanas. Era el país primordial de Downes, allí había muchos fragmentos del Sueño aguardándome para asaltarme. Casi estrellé el coche en el estrechamiento de una salida, cerca de Disneylandia, donde la carretera se desplegó, como en un truco de papiroflexia, y me dejó esquivando siseantes gotas de cromo con aletas de tiburón en una docena de minicarriles. Todavía peor, Hollywood estaba llena de gente que se parecía demasiado a la pareja que había visto en Arizona. Contraté a un director italiano que estaba a punto de irse y que intentaba ganar algo de dinero hasta que llegara su barco con trabajos de revelado e instalando enlosados en los bordes de las piscinas. Hizo revelados de todos los negativos que había acumulado para el trabajo de Downes. No quise echar un vistazo al material. A Leonardo no pareció importarle y, cuando terminó, comprobé las copias pasándolas a toda prisa, como si fueran una baraja de naipes, y las mandé por correo aéreo a Londres. Luego tomé un taxi para ir al cine donde echaban
Nazi Love Motel
manteniendo los ojos cerrados durante todo el trayecto.

Cohen me envió un telegrama de felicitación a San Francisco una semana después. Dialta adoraba las fotos. Él admiraba la forma en que «me había sumergido en esto» y esperaba volver a trabajar conmigo pronto. Esa tarde vi un ala volante sobre Castro Street, pero había algo tenue en ella, como si estuviera allí sólo a medias. Corrí hacia el quiosco más cercano y compré todo lo que pude sobre la crisis del petróleo y los riesgos de la energía nuclear. Acabé decidiéndome a comprar un billete de avión para Nueva York.

—Qué asco de mundo en el que vivimos, ¿eh? —el quiosquero era un negro delgado con dientes estropeados y un evidente peluquín. Asentí, rebuscando el cambio en mis vaqueros, ansioso por encontrar un banco en el parque donde poderme sumergir en las duras evidencias de la casi distopía humana en la que vivimos—. Pero podría ser peor, ¿eh?

—Desde luego —dije—, o incluso mucho peor, podría ser perfecto.

Me observó mientras desaparecía por la calle con mi pequeño paquete de catástrofe condensada.

[1]
Vino griego. (N. de los T.)

[2]
Revistas de gran tirada cuya pasta de papel (pulp) era muy barata. Generalmente, el adjetivo se usa para ciertas revistas de detectives y de ciencia ficción. (N. de los T.)

[3]
El personaje «malo» de la tira de cómics «Flash Gordon». (N. de los T.)

[4]
En inglés, Twilight Zone alude al lugar donde ocurren fenómenos paranormales. (N. de los T.)

OJOS DE SERPIENTE

- Tom Maddox -

Hacia 1986, la nueva estética de los ochenta estaba en pleno apogeo. La vanguardia de aquel momento está brillantemente representada por este relato del escritor de Virginia Tom Maddox.

Tom Maddox es profesor adjunto de lengua y literatura en la Universidad Estatal de Virginia. No es un escritor prolífico, y su obra por ahora consiste en unos pocos relatos. Sin embargo, su maestría en el estilo ciberpunk no ha sido superada.

En este visionario relato de ritmo rápido, Maddox se mueve ágil e incisivo por un amplio espectro de los temas y obsesiones de esta corriente. «Ojos de serpiente»[1] destaca como un ejemplo definitivo de la temática central del ciberpunk.

La carne de la lata, oscura, marrón, aceitosa y salpicada de viscosidades, despedía un repelente olor a pescado. Su amargo y pútrido sabor le llegó hasta la garganta, como si fuera la digestión del estómago de un muerto. George Jordan se sentó en el suelo de la cocina y vomitó. Luego, haciendo un esfuerzo, se apartó del charco brillante que ahora se parecía demasiado a lo que quedaba en la lata. Pensó: «No, esto no servirá: tengo cables en la cabeza y eso es lo que me hace comer comida de gato.
A la serpiente le gusta la comida de gato».

Necesitaba ayuda, pero sabía que de poco le iba a servir llamar a las Fuerzas Aéreas. Ya lo había intentado, pero dijeron que no se iban a responsabilizar del monstruo de su cabeza. Lo que George denominaba «la serpiente», los de las Fuerzas Aéreas lo llamaban Tecnología Efectiva para Interfaz Humano, TEIH, y no querían saber nada acerca de sus problemas secundarios tras ser licenciado. Ya tenían sus propias dificultades con los comités del Congreso que investigaban «la dirección de la guerra en Tailandia».

Se tumbó durante un rato con su mejilla contra el frío linóleo. Se levantó y se enjuagó la boca en el lavabo y luego puso la cabeza bajo el grifo, dejando que el agua fría corriera y diciéndose: «entonces llama a la jodida multinacional, llama a SenTrax y pregúntales si es verdad que pueden hacer algo con el íncubo que quiere apoderarse de tu alma. Y si te preguntan qué problema tienes, diles que
la comida de gato,
y quizás te respondan que, mierda, tal vez lo único que quiere es apoderarse de tu
comida».

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