Mirrorshades: Una antología cyberpunk (30 page)

Read Mirrorshades: Una antología cyberpunk Online

Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

BOOK: Mirrorshades: Una antología cyberpunk
6.13Mb size Format: txt, pdf, ePub

Normalmente estaban paseando y murmuraban por la radio de sus cascos. Luego, vieron a dos de ellos acosando a un artista trilero de la calle, un pequeño tipo negro medio blanqueado que no podía costearse el tratamiento completo, empujándolo del uno al otro, bromeando entre ellos a través de los amplificadores del casco, sus voces sobresaliendo por encima del ruido discotequero de los altavoces de la tienda de cassettes.

—¡QUÉ COÑO ESTÁS HACIENDO EN MI RONDA, SACO DE MIERDA! OYE, BILL, ¿SABES LO QUE ESTE TÍO ESTÁ HACIENDO EN MI RONDA?

—JODER, NO, NO SÉ LO QUE ESTÁ HACIENDO EN TU RONDA.

—ME ESTÁ PONIENDO ENFERMO CON SU TIMO DE TRILERO MIERDOSO, ESO ES LO QUE ESTÁ HACIENDO.

Uno de ellos golpeó demasiado fuerte al chico con el brazo reforzado de su traje antidisturbios, y el trilero se derrumbó en el suelo, al instante, como una peonza a la que se le acaba la cuerda.

—VES, BILL, VAGABUNDEANDO POR EL PASEO DE LA ZONA.

—LO VEO Y ME PONE ENFERMO, JIM.

Los dos animales arrastraron al tío menudo por el tobillo hasta un quiosco de forma oblonga, y lo metieron en una cápsula. La sellaron, garabatearon un informe que pegaron al marco del plástico duro de la cápsula. Luego metieron la cápsula del hombre en el tubo succionador del quiosco. La cápsula fue succionada hacia abajo, de acuerdo al principio del correo por tubo, hasta la cárcel de Zona Libre.

—Parece como si emplearan alguna clase de vertedero de basura para deshacerse de la gente —dijo Carmen cuando pasaron al lado de los policías. Rickenharp la miró.

—No os pusisteis nerviosos al pasar cerca de los maderos. Así que no se trata de ellos, ¿no?

—Nooo.

—¿Me dirás a quién se supone que estamos evitando?

—Buah, buah.

—¿Cómo sabes que esos maderos de fuera de la ciudad que tanto te preocupan no han ido a los locales y reclutado su ayuda?

—Yukio dice que no lo harán, no quieren que nadie vigile lo que hacen aquí porque a la administración de Zona Libre no le gusta.

—Mmm...

Rickenharp lo adivinó; debían de ser de la Segunda Alianza.

La Corporación para la Seguridad Internacional Segunda Alianza, los criptofascistas que se movían por el naufragio de Europa. La SA cumplía el papel de una policía multinacional, haciéndose cargo de imponer su idea del orden donde las desmoralizadas legiones de la OTAN se habían colapsado. El atractivo de la SA y sus simpatizantes llegaba más lejos y más profundamente en la medida en que la guerra se encarnizaba sin esperanza. Pero nunca en la Zona Libre; al jefe independiente de Zona Libre le hubiera gustado ver gaseados a los de la SA. No podían operar allí, excepto de incógnito.

—¡Los jodidos bestias de la SA! ¡Mierda!... —el mezcal azul reforzaba la paranoia de Rickenharp. La adrenalina le salió a borbotones, haciendo que su corazón se disparara. Empezó a sentirse claustrofóbico en medio de la multitud. Comenzó a ver formas en el movimiento en torno suyo, las formas estaban cargadas de significados sobreimpresionados en su mente galvanizada por el miedo. Formas que se reían de él diciendo:
La SA está detrás, muy cerca.
Sintió en su revuelto estómago una combinación de horror y exaltación.

Toda la noche había procurado con gran esfuerzo suprimir los pensamientos sobre su grupo. Y de su fallo para hacer que el grupo funcionara.
Lo había perdido.
Y era casi imposible que alguien entendiera por qué eso era, para él, igual que cuando un hombre pierde a su mujer y a sus hijos. Todos estos años esforzándose por ese grupo, luchando por conseguir programar un lugar en los media de la Parrilla. El grupo estaba ahora herido de muerte y, en consecuencia, también su identidad. Sabía que de algún modo sería inútil tratar de montar otro grupo. La Parrilla simplemente no le quería y él no quería a la jodida Parrilla. Y su exaltación era justo eso: en su interior, el feo agujero del marginado se
cerraba
cuando pensaba en los animales de la SA. Esos bestias amenazaban su vida, y la amenaza lo absorbía en algo que hacía posible olvidarse de su banda.
Había encontrado una vía de escape.

Pero el horror también estaba allí. Si lo atrapaban con los enemigos de la SA..., si los animales de la SA lo capturaban...

Se rió de Carmen y ella lo miró sin expresión y preguntándose qué significaba esa risita.

Y ahora, ¿qué?,
se preguntó a sí mismo. Ir a OmeGaity. Encontrar a Frankie. Frankie era la salida.

Pero costaba tanto llegar allí... Pensaba que la droga le estaba jodiendo el sentido del tiempo. La percepción alterada hace que parezca que todo cuesta más tiempo.

La multitud pareció adensarse, el aire más caliente, la música más alta, las luces más brillantes. Le estaba alcanzando a Rickenharp. Comenzó a perder la capacidad para distinguir lo que pasaba en su mente y lo que pasaba a su alrededor. Comenzó a verse a sí mismo como una molécula enzimática flotando en una corriente sanguínea macroscópica. El tipo de cosa que siempre le anegaba cuando tomaba drogas energizantes en un entorno de sobreestimulación sensorial.

¿Qué soy?

Las ardientes flechas de neón naranja de la marquesina sobre su cabeza parecieron salirse, serpentear bajando del muro, sobre la acera, enrollarse en sus tobillos para intentar meterlo en una sala de excitación. El local mostraba hologramas de cosas en pares: pechos y nalgas se proyectaron hacia él, y él respondió contra su voluntad, como siguiendo un cliché, sintiendo una erección bajo sus pantalones. Estímulo visual: el mono ve, el mono responde. Pensó: «La campana suena, y el perro saliva».

Miró por encima de su hombro. ¿Quién era ese tipo con las gafas de sol de ahí atrás? ¿Por qué llevaba gafas de sol de noche? Quizás fuera un SA.

Nooo, tío: —yo llevo gafas de sol a la noche. No significa nada.

Intentó sacudirse la paranoia, pero de alguna manera era paralela a la corriente subterránea de excitación sexual. Cada vez que veía una puta o el cartel de un vídeo pornográfico, la paranoia lo atrapaba, como el aguijón de un escorpión clavándose en la corriente de su excitación adolescente. Y pudo sentir las puntas de sus nervios salirse de su piel.

¿Quién soy? ¿Soy la multitud?

(Dándose cuenta de que después de haber estado limpio tanto tiempo, su tolerancia hacia el mezcal azul era muy baja.)

Vio a Carmen mirar algo en la calle, y luego murmurar apresuradamente a Yukio.

—¿Qué pasa? —preguntó Rickenharp.

Ella susurró:

—¿Ves esa cosa plateada? ¿Esa cosa plateada revoloteando? Allí, sobre el taxi... Sólo mira, no puedo señalar.

Miró a la calle. Un taxi estaba subiendo a la acera. Su motor silbaba como si se hubiera metido en un montón de basura. Sus ventanas estaban tintadas con un reflejo de mercurio. Sobre él y un poco más atrás, un pájaro cromado aleteaba, sus alas convertidas en un zumbante borrón. Era del tamaño de un tordo y tenía un objetivo en vez de cabeza. Tenía algún tipo de insignia sobre el pecho de aluminio. No pudo saber a quién pertenecía.

—Lo veo. No puedo decirte qué es.

—Creo que lo dirigen desde el taxi. Es como ellos. Vamos.

Ella se metió en un local de excitación. Willow, Yukio y Rickenharp la siguieron. Tuvieron que comprar fichas para entrar. Compraron lo mínimo, una por cabeza. Un viejo tipo calvo, gordezuelo, contó las fichas sin mirarlos, sus ojos atrapados por una pantalla de televisión en su muñeca. En su muñeca, un noticiario en miniatura estaba recitando con una tenue vocecita: «... intentado hoy asesinar al director de la Segunda Alianza, el reverendo Rick Crandall...», y luego otra voz murmuró, distorsionada: «Crandall se encuentra en situación crítica y estrechamente vigilado en el Centro Médico de Zona Libre. La sorprendente presencia de Crandall en una reunión en el Hilton Fuji de Zona Libre...».

Recogieron sus fichas y fueron a la galería. Rickenharp oyó a Willow susurrar a Yukio:

—Ese cabrón está vivo todavía.

Entonces, Rickenharp sumó dos y dos.

La galería de excitación era como un empedrado de carne, cada superficie vertical disponible tomada por una emulsión de humanidad desnuda, generalmente fotos espantosas estilo polaroid. Cuando uno pasaba de un holograma al otro, se veía a la gente boca abajo o desparramada o jugando o colocada en las mil variantes de la cópula, como si un niño hubiera estado jugando con muñecos desnudos y los hubiera dejado tirados. Una intensa luz roja zumbaba en cada cabina; la luz estaba dispuesta en una longitud de onda calculada para provocar curiosidad sexual. En cada «cabina privada» había una pantalla y un consolador. El consolador parecía un aspirador del siglo XX, con una enorme tapa de salero en el extremo. Veías las fotos, escuchabas los sonidos y te pasabas el consolador sobre las zonas erógenas; el consolador excitaba las terminaciones nerviosas adecuadas con un campo eléctrico que penetraba subcutáneamente, regulado con mucha precisión. Se podía distinguir en los gimnasios a los tíos que usaban demasiado el consolador. Úsese más de los «treinta minutos recomendados» y la piel parece y se siente como quemada por el sol... Otras cinco fichas en las máquinas activaban una máscara de oxígeno que caía de una portezuela del techo, bombeando una mezcla de nitrato de amilo y feromonas.

—Para decirlo a la manera clásica —dijo Yukio repentinamente—, ¿hay alguna otra manera de salir de aquí?

Rickenharp asintió.

—Sí. Este sitio está en una esquina, por lo que hay posibilidades de que tenga dos entradas, una en cada esquina. Y quizás una salida al callejón...

Willow estaba mirando un póster rompecabezas, con una instantánea de dos hombres, una mujer y una cabra. Se acercó un paso, mirando con intensidad a la cabra como si estuviera buscando algún rasgo familiar, y la cabina sintió su cercanía; las imágenes del póster comenzaron a moverse, doblándose, lamiéndose, penetrándose, transformándose con una extrañamente ritualizada torpeza; la luz de la cabina incrementó su brillo rojo, disparando una dosis de feromonas y de nitrato de amilo, tratando de seducirlo.

—Bueno, ¿dónde
está
la otra puerta? —susurró Carmen.

—¿Qué? —Rickenharp la miró—. ¡Oh! Lo siento, estoy tan..., no estoy seguro —miró sobre su hombro y bajó la voz—. El pájaro espía no nos ha seguido.

Yukio murmuró:

—Los campos eléctricos de los consoladores confunden los sistemas de guía del pájaro. Pero debemos ir siempre un paso por delante de ellos.

Rickenharp miró a su alrededor, pero el laberinto de cabinas negras y empedrado de carne parecía doblarse sobre sí mismo, girar tortuosamente, como bajando por un desagüe cubista...

—Yo
encontraré la otra puerta —dijo Yukio. Rickenharp le siguió agradecido. Quería
salir.

Se apresuraron por el estrecho pasillo entre las cabinas de consoladores. Los clientes se movían morosamente, de una cabina a otra, leyendo los anuncios, recorriendo los menús fetichistas para los códigos personales de su libido, sin mirarse entre sí, sólo por el rabillo del ojo, respetando cuidadosamente los espacios personales, como temerosos de la volatilidad de su dormido fuelle sexual.

Se oía música alegre, con jadeos que salían de alguna parte; las luces rojas eran como el brillo de la sangre en la mano bajo una intensa luz. Pero el lugar resultaba rigurosamente calvinista por el conjunto de prohibiciones observadas de modo tácito. Aquí y allá, a cada vuelta de los calurosos y estrechos pasajes entre las filas de cabinas, aburridos guardias de seguridad sin uniforme se balanceaban sobre sus tacones, y les decían a los mirones: «No se entretengan, pueden comprar fichas en el mostrador».

Rickenharp vio de pronto que el lugar quería absorber su sexualidad, como si los tubos de los aspiradores en las cabinas fueran a aspirar su energía orgánica, dejándole seco como un castrado.

Salgamos de una jodida vez de aquí,
se dijo.

Entonces vio SALIDA, y corrieron hacia fuera.

Estaban en el callejón de atrás. Miraron hacia arriba, alrededor, casi esperando ver al pájaro. No estaba. Sólo las juntas grises de las planchas de estirocemento, llamativamente monocromas tras la voracidad cromática de la galería de excitación.

Salieron al final del callejón, miraron un momento a la multitud agitarse en ambas direcciones. Era como estar en la orilla de un torrente. Luego se sumergieron en él; Rickenharp imaginaba que estaba mojándose en la carne licuada del torrente humano, al tiempo que se dirigía por un innato instinto a su objetivo original: el OmeGaity.

Entraron empujando los batientes de las puertas negras que se descascarillaban en la oscura podredumbre de la entrada del OmeGaity, y Rickenharp le dio su chaqueta a Carmen, para que ocultara sus pechos desnudos.

—Sólo se admiten hombres —dijo él—, pero si no pones tu femineidad en su línea de visión quizás nos dejen colarnos.

Carmen se puso la chaqueta, subió la cremallera muy cuidadosamente, y Rickenharp le dio sus gafas negras.

Rickenharp golpeó en la ventanilla de la cabina junto la puerta cerrada que conducía a las habitaciones de encuentros. Detrás del cristal, alguien miró desde una pantalla de televisión.

—Hola, Carter —dijo Rickenharp.

—Hola —Carter le lanzó una risita. Carter era, siendo él el primero en admitirlo «un-mariquita-a-la-moda». Estaba envuelto en un flexible abrigo de color gris barco de guerra, con un peinado blanco al estilo minimono. Pero un verdadero mini le hubiera despreciado por llevar también un pendiente de aro luminoso. Destellaba con una serie de palabras en pequeñas letras verdes:
Que... te... jodan... si... no... te... gusta... Que... te... jodan... si...
Los minis hubieran considerado esto como «emparrillado». Y, de cualquier modo, la ancha cara de sapo de Carter no encajaba con la esbeltez de la apariencia minimono. Miró a Carmen—. Chicas no, Harpie.

—Drag queen —dijo Rickenharp. Deslizó un billete de veinte newbux a través de la abertura de la ventanilla—. ¿Vale?

—Vale, pero ella es la que corre el riesgo —dijo Carter y metió los veinte en las copas de su bikini color carbón.

—Vale.

—¿Has oído lo de Geary?

—No.

—Se mató con blanco de China porque le pegaron la meada verde.

—Oh, mierda —a Rickenharp se le puso la carne de gallina. Su paranoia se disparó de nuevo, y para controlarla dijo—: Bueno, no voy lamer nada de nadie. Busco a Frankie.

Other books

The Unicorn Thief by R. R. Russell
The Nine Lessons by Kevin Alan Milne
Licorice Whips by Midway, Bridget
Questing Sucks (Book 1) by Kevin Weinberg
The Nameless Hero by Lee Bacon
Operation Whiplash by Dan J. Marlowe