Mirrorshades: Una antología cyberpunk (16 page)

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Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

BOOK: Mirrorshades: Una antología cyberpunk
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—Y vosotros dos, ¿de dónde vais a sacar el dinero para vivir? —le preguntó Cage antes de la cena, la noche anterior a que se fueran de Irlanda.

Tod se sirvió un primer vaso de Chablis en una copa de vino de cristal Waterford y sonrió.

—Tío, el dinero sólo es problema si piensas demasiado en él.

—Tony, ¿por qué no dejas de preocuparte y me pasas la carne? —dijo Wynne—. Estaremos bien —nadie habló mientras Tod se servía la guarnición y le pasaba a ella la bandeja—. Después de todo —continuó ella—, tengo mi asignación.

Había una mancha de salsa de Madeira en la barbilla de Tod.

—No quiero tu dinero, Wynne.

Pero Cage sabía que eso iba en su beneficio. La asignación de Wynne era suficientemente generosa como para sostener a un abogado de Mayfair; no quería gastarla en Tod.

—¿Qué
te hace pensar que podrás aprender a programar un sintetizador de vídeo? Sabes que para eso la gente va a la universidad.

—La universidad, sí —Wynne y él intercambiaron una mirada—. Bueno, ya sabes, el problema es que para cuando los profesores han acabado contigo, han arrasado completamente tu creatividad. Habla con los buenos estudiantes de «sobresaliente» y descubrirás que se han olvidado, en primer lugar, de porqué querían ser artistas. Todo lo que saben es reciclar la vieja basura rígida que aprendieron en la escuela. Cualquiera lo puede ver. Simplemente encarga algunos vídeos en la telecadena. Nada nuevo, tío.

—Tod ha estado estudiando muy duro. Y ya tiene cierta experiencia —dijo Wynne—. Además, ahora no es tan difícil aprender a programar como lo solía ser antes. Han trabajado de verdad para hacer un interfaz mucho más accesible.

—¿Quiénes? ¿Quieres decir los viejos y esclerotizados opresores de las corporaciones?

—¡Tony! —ella se levantó de la mesa.

—No —dijo Tod—. Tiene razón —ella volvió a sentarse. Cage odiaba la forma en que ella siempre apoyaba a Tod—. Mira, tío, no digo que todo lo que se aprende en la escuela esté podrido. Mírate a ti mismo. Quiero decir, nunca habrías desarrollado el Deslizador o algo así si no lo hubieras hecho en su momento. Te concedo un montón de crédito por haber llegado a todo eso. Tu trabajo es brillante. Sé de artistas que no pueden siquiera empezar a pensar en un proyecto si no se tragan unos cuantos miligramos de tu Atención. Pero, tío, no se trata de eso. Lo que importa es el arte y no la tecnología.

—Tod, estamos hablando de videosintetizadores controlados por ordenador —Cage dejó su tenedor cruzado sobre el plato. La conversación le había quitado el apetito—. Ocurre que sé un poco sobre eso. Recuerda, he tenido a muchos programadores trabajando para mí. Son máquinas complicadas. Y caras de usar. ¿Cómo vais a costear el tiempo de acceso que necesitas?

Tod era el único que seguía comiendo.

—Hay maneras —dijo mientras masticaba—. Las tiendas pequeñas están abiertas para los aficionados a los ordenadores después del horario de venta. Se va allí a las tres de la mañana y se trabaja hasta las cinco. Muy barato.

—Incluso si sacas algo que merezca la pena, lo tienes que distribuir. Las multinacionales como la Western Amusement ni siquiera tocarían a un independiente.

Tod se encogió de hombros.

—¿Y? Empezaré desde abajo. Por eso vamos a Inglaterra. La telecadena británica tiene montones de enlaces abiertos para estaciones de acceso comunitario. Una vez que la gente vea lo que tengo, será fácil. Lo sé.

Wynne sirvió un estimulante volátil llamado Éxtasis en una copa grande de brandy, respiró profundamente los vapores y lo pasó. La inhalación de Tod fue rápida y desaprobadora; ofreció el vaso a Cage. Coleen vino con el postre y Cage se dio cuenta de que no había nada más que pudiera decir. Era obvio que Tod no tenía escrúpulos para rebatir los inevitables inconvenientes. En seis meses el plan sería completamente distinto. Tod acusaría a Wynne o a Cage ¡o a alguien más! por su fracaso y continuaría su vida sin sentido, sin ellos, refugiado en su espejismo de genio atrapado en un mundo lleno de locos. Era obvio.

Pero estaba Wynne, su bella Wynne, brillando hacia Tod como si éste fuera la segunda venida de Leonardo da Vinci. Ese hijo de puta se la iba a llevar.

Sir Edmund Antrobus, el barón a quien pertenecía Stonehenge, murió sin heredero en 1915. Durante años se había peleado con la Iglesia del Nexo Universal, una moderna reencarnación del druidismo, basada a partes iguales en la buena voluntad y el mal academicismo sobre el sentido del lugar. El druida jefe anunció que había sido una maldición druídica la que había derribado a sir Edmund. Algunos meses más tarde, las inmobiliarias vinieron a comprarlo. Cecil Chubb adquirió Stonehenge en una subasta por 6.600 libras. Afirmaba que había sentido un impulso por poseerlo. Tres años después, Chubb ofreció Stonehenge a la nación y, por su generosidad, Lloyd George le nombró caballero.

Para los cautos burócratas del Departamento de Obras, Stonehenge era un desastre esperando materializarse. Varias piedras inclinadas amenazaban con desmoronarse y los dinteles desplazados estaban a punto de caerse. El gobierno buscó ayuda en la Sociedad de Anticuarios para su restauración. Los anticuarios aprovecharon la oportunidad para extender las reparaciones a una grandiosa y desastrosa excavación de todo el monumento. El gobierno, sin embargo, pronto retiró los fondos, después de que se enderezaran las piedras, y durante años la Sociedad luchó para pagar las excavaciones. En más ocasiones que en menos, el forense William Hawley tuvo que trabajar solo, viviendo en una mísera chabola en el mismo lugar. En 1926, el proyecto se suspendió misericordiosamente, habiendo conseguido poco más que desordenar los hallazgos y avergonzar a la Sociedad. Tal como el perplejo Hawley declaró al
Times:
«Cuanto más excavamos, más profundo parece el misterio».

Como mucha gente, Cage no eligió su carrera; llegó a ser un artista de drogas por accidente. Cuando comenzó en Cornell quería estudiar ingeniería genética. En ese momento Boggs estaba desarrollando un virus que podía alterar los cromosomas en células ya existentes. Kwabena había publicado un trabajo pionero sobre la reconversión de algas para el consumo humano. Parecía como si cada mes distintos genetistas dieran un paso adelante para prometer un milagro que cambiaría el mundo. Cage quiso hacer milagros también. En esa época el idealismo no parecía tan loco.

Desafortunadamente, la ingeniería genética atraía a todo chico brillante del país. La competición en Cornell era feroz. Cage comenzó tomando drogas en su segundo año universitario sólo para mantenerse al día con el trabajo del curso. Comenzó con pequeñas dosis de metracina; se suponía que sólo eran adictivas psicológicamente. Cage se sabía más resistente que cualquier droga. Entonces no se preocupó demasiado por las sustancias recreativas. No tenía tiempo. Había probado el TCH en ocasiones, tanto en pastillas como en los nuevos aerosoles de Suecia. Una vez, durante unas vacaciones de primavera, una mujer que había estado viendo le dio algunos brotes de mezcal. Ella le dijo que le darían una nueva visión de las cosas. Y así fue; se dio cuenta de que perdía el tiempo con ella.

Tres semestres más tarde todo le fue fatal. Para entonces estaba tomando megaanfetaminas en dosis masivas, a veces por encima de los ochenta miligramos. El golpe inicial se parecía mucho a un orgasmo en todo el cuerpo; después de esto, no le apetecía estudiar demasiado. Su tutor le dijo que cambiase de programa después de sacar un aprobado raspado en química genética. Estaba quemando sus células del cerebro y perdiendo peso; ya había perdido la orientación. Sabía que debía desintoxicarse y empezar de nuevo.

Se había apuntado a un curso de psicofarmacología en un impulso paranoide. Si debía estudiar algo, ¿por qué no la química de lo que se estaba haciendo a sí mismo con su hábito?

Bobby Belotti era un buen maestro; pronto se hizo su amigo. Le ayudó a dejar las anfetas, le ayudó a conseguir una graduación justita en biología y le animó a solicitar la entrada en el doctorado. Mucho del idealismo de Cage se había disipado durante esos semestres, volado dentro de una psicosis anfetamínica. Quizás ésta era la razón por la que le resultaba tan fácil autoconvencerse de que desarrollar nuevas drogas era algo tan noble como curar la hemofilia.

Cage escribió su tesina sobre los efectos de los alucinógenos sintéticos en los receptores serotoninérgicos y dopamínicos. Los primeros alucinógenos sintéticos, como el LSD o el DMT, se consideraron durante mucho tiempo como inhibidores de la producción de la serotonina reguladora, lo cual no era nada sorprendente puesto que sus estructuras químicas eran notablemente similares. Su trabajo mostró que los alucinógenos de esta familia también afectaban al sistema de producción de dopamina y que muchos de los efectos mencionados eran el resultado de la interacción con tales neurorreguladores. No era, tuvo que admitirlo, un trabajo brillante ni particularmente innovador; los fundamentos se habían establecido hacía mucho tiempo. Pero para entonces el aburrimiento de ser un estudiante había crecido considerablemente. Su trabajo lo reflejaba.

Consiguió su licenciatura en medio de la breve e ignominiosa legislación del Primer Partido Americano, un atajo de fanáticos libertarios inclinados a desmantelar el gobierno de los Estados Unidos. Eclipsando a la Administración para las Drogas y Alimentos, encendieron la revolución del uso de las drogas para el ocio. Cage todavía estaba decidiendo si esclavizarse con su doctorado cuando Bobby Belotti lo llamó para decirle que se iba de Cornell. La Western Amusement estaba reclutando gente para hacer I+D
[1]
en su nueva división de drogas psicoactivas. Belotti se iba. ¿Quería hacer Cage lo mismo? Por supuesto.

Se suponía que el equipo de Belotti estaba buscando algo impactante para los hombres de negocios. Algo rápido y rudimentario: soluble en grasa, para que pudiera llegar pronto al cerebro y alcanzar su centro de activación en pocos minutos después de su ingestión. Debía ser fácilmente metabolizable para que el efecto psicoactivo desapareciera en una o dos horas. Sin agujas, y que mantuviera bajo el nivel de tolerancia. No querían que sus consumidores vieran a Dios, o que tuvieran el máximo orgasmo posible; sólo un poco de distorsión psíquica, algunas visiones bonitas y dejarlos con la sonrisa puesta.

Puesto que Cage había trabajado con alucinógenos no solubles, Belotti le dio una amplia libertad de acción. Tras dos meses frustrantes, empezó a considerar seriamente el DMD. Parecía cumplir las especificaciones, excepto que en los tests con animales no parecía presentar efectos psicoactivos significativos. Se preocupaba porque quizás era demasiado sutil.

Bobby Belotti era un individuo completamente desastrado. Su pelo moreno y rizado resistía cualquier esfuerzo por peinarlo. Siempre se estaba metiendo la camisa, pero su barriga la sacaba al poco. Se veían cercos secos de café en la parte superior de los memorándums y de los informes que se apilaban en su escritorio; el polvo se posaba tranquilamente en los empalmes de su terminal. Por estas habilidades, era el tipo de empleado que la dirección prefería esconder del mundo exterior.

—Mira esto —Cage entró impetuosamente en la oficina de Belotti y le dejó una pila de diez centímetros de papel pijama en su mesa—. El DMD funciona. La sustancia inhibe enormemente el sistema serotonónico.

Belotti se levantó las gafas y frotó el ojo con el dorso de la mano.

—Estupendo. ¿Tienes algún efecto que me puedas mostrar?

—No, pero estos números dicen que hay alguno. Debe de ser algún tipo de disparador.

Belotti suspiró y empezó a hojear los papeles del escritorio.

—Tony, la oficina central nos está agobiando para que saquemos algo que tenga venta. No veo que el DMD sea la respuesta. ¿Y tú?

—En un par de semanas, Bobby. Casi lo tengo, lo puedo tocar.

Belotti encontró un memorándum y se lo pasó a Cage.

—Déjalo descansar, Tony. Saquemos dos productos del bolsillo y quizás entonces puedas intentarlo de nuevo —el memorándum recolocaba a Cage trabajando bajo la directa supervisión de Belotti.

Discutieron. Cage nunca supo cómo discutir y tenía un genio rápido. Belotti era demasiado tranquilo, demasiado malditamente comprensible. Aunque nunca se mencionó, la deuda que Cage tenía con Belotti alimentaba su furia. Sintió como si fuera el estudiante inútil al que otra vez corrige su amable profesor.

Echando humo, Cage se llevó el odioso memorándum a su cubículo, apagó el terminal, y su mirada vagó sobre la pantalla vacía. Estaba a punto de arrojarlo todo por la borda, de hacer alguna locura. Y entonces la idea le vino en medio de su furia como una escena sacada de una película de científicos locos. Cogió diez miligramos de DMD y se fue a casa, a probarlo directamente en él.

Una media hora después de tomarse la droga, estaba tumbado en la cama, en una habitación a oscuras, esperando que ocurriera algo, cualquier cosa. Se sentía intranquilo, como si se hubiera tragado medio «speed». Su pulso era alto y sudaba. Sabía por las pruebas que esa droga ya debería haber llegado al cerebro. No sentía nada, ya ni siquiera estaba enfadado. Finalmente se fue a la cama, encendió las luces y se dirigió a la cocina a prepararse un bocado. Se sentó ante la telecadena con un sándwich de jamón y queso, y encendió el monitor; noticias, cambio de canal,
clic, clic.

Ninguna señal, sólo estática, exactamente lo que necesitaba para disparar el efecto psicoactivo del DMD. Nunca se comió ese sándwich.

En vez de eso, dedicó la hora siguiente a mirar intensamente la pantalla de fosforescencias rojas, azules y verdes, relampagueando azarosamente, excepto que, para Cage, no eran en absoluto azarosas. Vio formas, maravillosas formas: ruedas de fuego, olas ambarinas de trigo, ángeles danzando en la cabeza de una aguja, caras de demonios. Se sintió como si él mismo fuera una de esas formas. Se sentía liberado de su cuerpo, deslizándose por la pantalla para jugar entre aquellas maravillosas luces.

Y de golpe se acabó, un final muy limpio. Había pasado una hora y media desde que se había tomado la píldora; el momento álgido había durado aproximadamente cuarenta y cinco minutos. Era perfecto. Con un sofisticado espectáculo de luces para disparar el efecto del DMD, ésta se convertiría en la droga más popular desde el alcohol. Y era suya, se dio cuenta, sólo suya.

Después de todo. Belotti se había quedado al margen con su memorándum. Era Cage el que había asumido los riesgos, el que había jugado con su cuerpo y su cordura. La amistad es la amistad, pero Cage supo que si jugaba bien su baza, podría cambiar su vida. Por ello se aseguró de que la dirección oyese hablar acerca del DMD por él mismo, mostrando cómo Belotti había intentado desbaratar investigaciones importantes. Si sus colegas se resentían contra él por pisar la cabeza de un amigo para trepar, Cage aprendería a que no le importara. La oficina central se sintió aliviada en secreto; Cage era mucho más presentable que Belotti. Al  poco tiempo, éste estaba a cargo del grupo, y un poco más tarde, a cargo de todo el laboratorio.

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