Las fuerzas armadas estadounidenses han actuado en Latinoamérica no ya antes de la revolución bolchevique, sino antes del
Manifiesto comunista,
lo que hace un poco difícil de aceptar la justificación anticomunista de la intervención en Nicaragua, pero las deficiencias de la argumentación resultarían mejor apreciadas si la Unión Soviética no hubiese adquirido la costumbre de engullir países. La invasión norteamericana del Sureste asiático —de unas naciones que jamás habían dañado o amenazado a Estados Unidos— supuso la muerte de 58.000 norteamericanos y más de un millón de asiáticos; Estados Unidos lanzó 7,5 megatones de explosivos de gran potencia y ocasionó un caos ecológico y económico del que la región todavía no se ha recobrado. Desde 1979, más de 100.000 soldados soviéticos ocuparon Afganistán —una nación con una renta per cápita inferior a la de Haití— en medio de atrocidades en buena parte no reveladas (porque los soviéticos tienen mucho más éxito que los norteamericanos a la hora de excluir de sus zonas bélicas a los periodistas independientes).
La enemistad habitual es corruptora y se nutre a sí misma. Si flaquea, cabe revivirla con facilidad mediante el recuerdo de abusos pasados, la invención de alguna atrocidad o algún incidente militar, el anuncio de que el adversario cuenta ya con una nueva arma peligrosa, o recurriendo a acusaciones de ingenuidad o deslealtad cuando la opinión política interna se torna incómodamente imparcial. Para muchos norteamericanos, comunismo significa pobreza, atraso, el
gulag
por expresar lo que uno piensa, aplastamiento implacable del espíritu humano y sed de conquistar el mundo. Para muchos soviéticos, el capitalismo significa codicia desalmada e insaciable, racismo, guerra, inestabilidad económica y una conspiración internacional de los ricos contra los pobres. Se trata de caricaturas —pero no del todo— a las que, a lo largo de los años, las acciones soviéticas y norteamericanas han prestado cierto crédito y alguna plausibilidad.
Estas caricaturas persisten en parte porque son verdaderas, pero también porque resultan útiles. Si hay un enemigo implacable, entonces los burócratas disponen de una justificación inmediata para la subida de los precios, la escasez de artículos de consumo, la falta de competitividad de la nación en los mercados internacionales, la existencia de gran número de desempleados y personas sin hogar, para tachar de antipatrióticas e inadmisibles las críticas a los líderes, y, sobre todo, para la necesidad de recurrir a un mal tan absoluto como la instalación de decenas de millares de armas nucleares. Ahora bien, si el adversario no resulta lo bastante maligno ya no es tan fácil ignorar la incompetencia y la falta de visión de los gobernantes.
Los burócratas tienen buenos motivos para inventar enemigos y exagerar sus fechorías.
Cada nación cuenta con instituciones militares y servicios de información que valoran el peligro planteado por el otro bando. Esos centros tienen un interés creado en los grandes desembolsos militares y de espionaje. Así, tienen que enfrentarse a una continua crisis de conciencia (un incentivo claro para exagerar la capacidad y las intenciones del adversario). Cuando sucumben a ella, dicen que se trata de una prudencia necesaria; pero sea cual fuere el término empleado, impulsa la carrera de armamentos. ¿Existe una apreciación pública e imparcial de los datos de los servicios de inteligencia? No. ¿Por qué? Porque se trata de datos secretos. Tenemos de este modo una máquina que funciona por sí misma, una especie de conspiración de facto para impedir que las tensiones decaigan por debajo de un nivel mínimo de aceptabilidad burocrática.
Es evidente que muchas instituciones y dogmas nacionales, por eficaces que hayan sido alguna vez, requieren un cambio. Ninguna nación está bien preparada todavía para el mundo del siglo XXI. El reto, pues, no consiste en una glorificación selectiva del pasado o la defensa de los iconos nacionales, sino en trazar un camino que nos permita seguir adelante en un tiempo de gran peligro mutuo. A este efecto necesitaremos toda la ayuda que podamos conseguir.
Una lección crucial de la ciencia es que para comprender cuestiones complejas (o incluso sencillas) debemos tratar de liberar nuestra mente del dogma y garantizar la libertad de publicar, de rebatir y de experimentar. Los argumentos de autoridad resultan inaceptables. Todos, aun los dirigentes, somos falibles. Sin embargo, por claro que resulte que el progreso necesita de la crítica, los gobiernos tienden a resistirse. El ejemplo definitivo es el de la Alemania de Hitler. He aquí un pasaje de un discurso del dirigente nazi Rudolf Hess, fechado el 30 de junio de 1934: «Hay un hombre por encima de toda crítica, y es el Führer. Todo el mundo lo siente y lo sabe: siempre tiene razón y siempre la tendrá. El nacionalsocialismo de todos nosotros se sustenta en una lealtad acrítica, en un sometimiento al Führer.»
Una observación de Hitler remacha todavía más la conveniencia de semejante doctrina para los dirigentes nacionales: «¡Qué buena fortuna para quienes ostentan el poder que la gente no reflexione!» A corto plazo, una docilidad intelectual y moral muy difundida puede ser conveniente para los líderes, pero a largo plazo es suicida para la nación. Uno de los criterios para el liderazgo nacional debe ser, por lo tanto, el talento para entender, estimular y hacer un uso constructivo de la crítica vigorosa.
Cuando quienes antaño fueron silenciados y humillados por el terror del Estado son ahora capaces de manifestarse —jóvenes apóstoles de la libertad que emprenden su primer vuelo— se sienten alborozados, y otro tanto sucede con cualquier amante de la libertad que les observe. El
glasnost
y la
perestroika
muestran al resto del mundo la esfera humana de la sociedad soviética que políticas pasadas enmascaraban. Proporcionan, a todos los niveles de esa sociedad, mecanismos para la corrección de errores. Son esenciales para el bienestar económico. Permiten auténticos avances en la cooperación internacional y un gran freno de la carrera de armamentos. Así, el
glasnost
y
la perestroika
resultan convenientes tanto para la Unión Soviética como para Estados Unidos.
En la Unión Soviética, existe obviamente una oposición al
glasnost
y la
perestroika
por parte de los que ahora tienen que demostrar su capacidad, entre quienes no están acostumbrados a las responsabilidades de la democracia; aquellos que, después de décadas de atenerse a las normas, no están dispuestos a responder de su conducta pasada. Mientras la Unión Soviética reúne fuerzas para emerger como un rival todavía más formidable, también en Estados Unidos hay algunos que prefieren la antigua Unión Soviética, debilitada por su falta de democracia, fácilmente caricaturizable y satanizable. (Los estadounidenses, durante mucho tiempo complacientes con sus propias formas democráticas, también tienen algo que aprender del
glasnost
y la
perestroika;
esta idea, por sí sola, suscita incomodidad en algunos de ellos.) Con fuerzas tan poderosas desplegadas a favor y en contra de la reforma, nadie puede saber cuál será el resultado.
Lo que en ambos países pasa por debate público sigue siendo, por encima de todo y tras un atento análisis, la repetición de lemas nacionales, una apelación a los prejuicios populares, insinuaciones, autojustificación, orientaciones erróneas, conjuro de sermones cuando se requieren datos y un profundo desdén por la inteligencia de la ciudadanía. Lo que necesitamos es reconocer cuan poco sabemos acerca del modo de atravesar con seguridad las décadas venideras, el valor para examinar una amplia gama de programas alternativos y, más que nada, una dedicación que no esté orientada hacia el dogma, sino hacia las soluciones. Ya será bastante difícil encontrar una solución, pero será mucho más arduo descubrir las que se correspondan perfectamente con las doctrinas políticas de los siglos XVIII o XIX.
Nuestras dos naciones deben ayudarse mutuamente a determinar qué cambios es preciso realizar; esas modificaciones deben beneficiar a las dos partes, y nuestra perspectiva debe abarcar un futuro más allá del siguiente mandato presidencial o del próximo plan quinquenal. Tenemos que reducir los presupuestos militares, elevar los niveles de vida, inculcar un respeto por el aprendizaje, apoyar la ciencia, la consagración al estudio, las invenciones y la industria, promover la libre indagación, reducir la coerción interna, implicar más a los trabajadores en las decisiones empresariales e impulsar un respeto y una comprensión genuinos y derivados del reconocimiento de nuestra humanidad común y del peligro compartido.
Aunque debamos cooperar en un grado sin precedentes, no estoy en contra de una competencia sana. Ahora bien, compitamos para hallar maneras de invertir la carrera de armas nucleares y reducir masivamente las fuerzas convencionales, para eliminar la corrupción gubernamental, para conseguir que la mayor parte del mundo sea autosuficiente en cuanto a agricultura. Rivalicemos en arte y ciencia, en música y literatura, en innovación tecnológica. Que nuestra carrera sea limpia. Compitamos por aliviar los sufrimientos, la ignorancia y las enfermedades, por respetar en todo el mundo la independencia nacional, por formular y aplicar una ética para el cuidado responsable del planeta.
Aprendamos unos de otros. Durante un siglo, y a través de un plagio en buena parte inconfesado, capitalismo y socialismo se han aprovechado mutuamente de sus métodos y doctrinas. Ni Estados Unidos ni la Unión Soviética poseen el monopolio de la verdad y la virtud. Me gustaría vernos competir en capacidad de cooperación. Durante la década de los setenta, al margen de los tratados limitadores de la carrera nuclear, hemos tenido algunos éxitos notables en cuanto a acción conjunta: la eliminación mundial de la viruela, los esfuerzos por impedir el desarrollo de armas nucleares surafricanas, los vuelos espaciales conjuntos
Apolo-Soyuz.
Podemos hacerlo mucho mejor. Empecemos con unos cuantos proyectos de alcance y visión amplios: el alivio del hambre, especialmente en naciones como Etiopía, víctimas de la rivalidad entre las superpotencias; la identificación y neutralización de catástrofes ambientales a largo plazo producto de nuestra tecnología; la física de fusión, con vistas a lograr una fuente segura de energía para el futuro; la exploración conjunta de Marte, culminando en la primera arribada a otro planeta de seres humanos, soviéticos y norteamericanos.
Tal vez nos destruyamos a nosotros mismos. Quizás el enemigo que llevamos dentro sea demasiado fuerte para que podamos reconocerlo y vencerlo. Tal vez el mundo se vea reducido a condiciones medievales o algo mucho peor.
Sin embargo, no pierdo la esperanza. Recientemente ha habido signos de cambio; son tanteos, pero en la dirección adecuada y, habida cuenta de los hábitos previos de conducta nacional, rápidos. ¿Es posible que nosotros —los norteamericanos, los soviéticos, los seres humanos— recobremos por fin el juicio y comencemos a trabajar unidos en aras de la especie y del planeta?
Nada se nos ha prometido. La Historia ha colocado esta carga sobre nuestros hombros. A nosotros nos corresponde construir un futuro valioso para nuestros hijos y nietos.
He aquí, en orden cronológico, con indicación de los párrafos, algunos de los cambios más extraordinarios o interesantes infligidos al artículo, tal como apareció en
Ogonyok.
El material censurado aparece aquí en negrita, los caracteres ordinarios indican pasajes del artículo original y la cursiva entre corchetes corresponde a comentarios míos.
§ 3.
... en la base de una mal comprendida cadena ali
mentaria, en cuya cima nos mantenemos de manera pre
caria.
[Sin esta frase, el peligro de la merma del ozono parece mucho menor.]
§ 4. ... fabricar nuevos artefactos atómicos capaces de destruir
todas las ciudades importantes del planeta
. [Las seis últimas palabras fueron reemplazadas por
una ciudad
. De esta forma se empequeñece la amenaza nuclear, desviando la atención del número de bombas producidas al año hacia la potencia de una sola.]
§ 4. ...
de algún líder nacional abrumado.
[¿Disminuye la confianza nacional en el Gobierno pensar que el líder pueda sentirse abrumado?]
§ 4. ...
la intimidación
y la guerra.
§ 7. ...
orgullo herido
y profesión de rectitud moral.
§ 7. ... un odio y un miedo
avivados por las respectivas agencias propagandísticas nacionales
...
§ 8.
En 1899, dos años antes ser elegido presidente, Theodore
Roosevelt... [Esto parece especialmente sórdido, porque la eliminación de esas palabras hace probable que el 99 % de los lectores soviéticos piensen que la cita no es de Theodore sino de Franklin D. Roosevelt.}
§ 8.
No se trata sólo de maligna propaganda soviética
.
§ 9. ...
del 2 de julio
...
§ 9. ...
el protocolo secreto de su pacto de no agresión con Hitler
...
§ 9. ...
y los millones de muertos por esa causa
...
§ 11. ...
las deficiencias de la argumentación resulta
rían mejor apreciadas si la Unión Soviética no hubiese ad
quirido la costumbre de engullir países.
§ 18. Cuando quienes antaño fueron silenciados y humillados
por el terror del Estado
son ahora capaces de manifestarse —j
óvenes apóstoles de la libertad que emprenden su primer vuelo
— se sienten alborozados,
y otro tanto su
cede con cualquier amante de la libertad que les observe.
§ 19. ...
fácilmente caricaturizable
...
§ 20.
Lo que en ambos países pasa por debate público sigue siendo, por encima de todo y tras un atento análisis, la repetición de lemas nacionales, una apelación a los pre
juicios populares, insinuaciones, autojustifícación, orienta
ciones erróneas, conjuro de sermones cuando se requieren datos y un profundo desdén por la inteligencia de la ciuda
danía.
§ 20. Ya será bastante difícil encontrar una solución,
pero será mucho más arduo descubrir las que se corres
pondan perfectamente con las doctrinas políticas de los si
glos XVIII o XIX
. [El marxismo es desde luego una doctrina política y económica del siglo XIX.]