No me entusiasmó el lanzamiento de la revista
Minotaure
, objeto burgués y mundano por excelencia. Poco a poco, dejé de asistir a las reuniones y salí del grupo con la misma naturalidad con que había entrado en él. Sin embargo, en el aspecto personal, mantuve hasta el final relaciones fraternales con todos mis antiguos amigos. Lejos de mí las disputas, los cismas, los juicios de intención.
Hoy no quedamos más que unos pocos supervivientes de aquella época: Aragon, Dalí, André Masson, Thirion, Joan Miró y yo, pero conservo un afectuoso recuerdo de todos los que han muerto.
Hacia 1933, un proyecto de película me tuvo ocupado durante varios días.
Se trataba de realizar en Rusia —era una producción rusa—
les Caves du Vatican
, de André Gide, Aragon y Paul Vaillant-Couturier (al que yo quería con toda mi alma; una maravilla de hombre. Cuando iba a verme a la rue Pascal, dos policías de paisano que no le dejaban ni un momento se quedaban en la calle, paseando) se encargaban de organizar la producción. André Gide me recibió y me dijo que se sentía muy halagado de que el Gobierno soviético hubiera elegido su obra; pero que, personalmente, él de cine no sabía nada.
Durante tres días —pero sólo una o dos horas al día— charlamos sobre la adaptación, hasta que Vaillant-Couturier me anunció un buen día: «Se acabó; la película no se hace.» Adiós, André Gide.
Sería en España donde realizaría mi tercera película.
Había en Extremadura, entre Cáceres y Salamanca, una región montañosa desolada, en la que no había más que piedras, brezo y cabras: Las Hurdes.
Tierras altas antaño pobladas por bandidos y judíos que huían de la Inquisición.
Yo acababa de leer un estudio completo realizado sobre aquella región por Legendre, director del Instituto Francés de Madrid, que me interesó sobremanera.
Un día, en Zaragoza, hablando de la posibilidad de hacer un documental sobre Las Hurdes, con mi amigo Sánchez Ventura y Ramón Acín, un anarquista, éste me dijo de pronto: —Mira, si me toca el gordo de la lotería, te pago esa película.
A los dos meses le tocó la lotería, no el gordo, pero sí una cantidad considerable.
Y cumplió su palabra.
Ramón Acín, anarquista convencido, daba clases nocturnas de dibujo a los obreros. En 1936, cuando estalló la guerra, un grupo armado de extrema derecha fue a buscarlo a su casa en Huesca. Él consiguió escapar con gran habilidad.
Los fascistas se llevaron entonces a su mujer y dijeron que la fusilarían si Acín no se presentaba. Él se presentó al día siguiente. Los fusilaron a los dos.
Para rodar
Las Hurdes (Tierra sin pan)
hice venir de París a Pierre Unik para que me sirviera de ayudante y al cámara Elie Lotar. Yves Allégret nos prestó una cámara. Puesto que no disponía más que de veinte mil pesetas, cantidad muy modesta, me di a mí mismo un mes de plazo para hacer la película.
Gastamos cuatro mil pesetas en la compra, indispensable, de un viejo «Fiat», que yo mismo reparaba cuando era necesario (era un mecánico bastante bueno).
En un antiguo convento requisado en virtud de las medidas anticlericales dispuestas por Mendizábal en el siglo XIX, Las Batuecas, se había instalado un modesto albergue que contaba apenas diez habitaciones. Cosa sorprendente: agua corriente (fría).
Durante el rodaje, salíamos todas las mañanas antes del amanecer. Después de dos horas de coche, teníamos que seguir a pie, cargados con el material.
Aquellas montañas desheredadas me conquistaron en seguida. Me fascinaba el desamparo de sus habitantes, pero también su inteligencia y su apego a su remoto país, a su «tierra sin pan». Por lo menos en una veintena de pueblos se desconocía el pan tierno. De vez en cuando, alguien llevaba de Andalucía algún mendrugo que servía de moneda de cambio.
Después del rodaje, sin dinero, tuve que hacer el montaje yo mismo, en Madrid, encima de una mesa de cocina. Como no tenía moviola, miraba las imágenes con lupa y las pegaba como podía. Seguramente, descarté imágenes interesantes por no verlas bien.
Hice una primera proyección en el «Cine de la Prensa». La película era muda y yo la comentaba por el micrófono. «Hay que explotar la película», decía Acín, que quería recuperar su dinero. Decidimos presentarla al doctor Marañón, que había sido nombrado presidente del Patronato de Las Hurdes.
Poderosas corrientes de derecha y de extrema derecha atormentaban ya a la joven República española. La agitación era cada vez más violenta. Miembros de Falange —fundada por Primo de Rivera— disparaban contra los vendedores de
Mundo obrero
. Era fácil adivinar que se acercaba una época sangrienta.
Pensábamos que Marañón, con su prestigio y su cargo, nos ayudaría a conseguir el permiso para explotar la película que, naturalmente, había sido prohibida por la censura. Pero su reacción fue negativa.
—¿Por qué enseñar siempre el lado feo y desagradable? —preguntó—. Yo he visto en Las Hurdes carros cargados de trigo (falso: los carros sólo pasaban por la parte baja, por la carretera de Granadilla, y eran escasísimos). ¿Por qué no mostrar las danzas folklóricas de La Alberca, que son las más bonitas del mundo? La Alberca era un pueblo medieval como tantos hay en España, que en realidad no formaba parte de Las Hurdes.
Respondí a Marañón que, al decir de sus habitantes, cada país tiene los bailes más bonitos del mundo y que él demostraba un nacionalismo barato y abominable. Después de lo cual me marché sin añadir una palabra y la película siguió prohibida.
Dos años después, la Embajada de España en París me dio el dinero necesario para la sonorización de la película, que se hizo en los estudios de Pierre Braunberger. Éste la compró y, de grado o por fuerza, poco a poco, acabó por pagármela (un día tuve que enfadarme y amenazarle con romper la máquina de escribir de su secretaria con una maza que había comprado en la ferretería de la esquina).
Por fin, pude devolver el dinero de la película a las dos hijas de Ramón Acín, después de la muerte de éste.
Durante la guerra civil, cuando las tropas republicanas, con la ayuda de la columna anarquista de Durruti, entraron en el pueblo de Quinto, mi amigo Mantecón, gobernador de Aragón, encontró una ficha con mi nombre en los archivos de la Guardia Civil. En ella se me describía como un depravado, un morfinómano abyecto y, sobre todo, como autor de
Las Hurdes
, película abominable, verdadero crimen de lesa patria. Si se me encontraba, debía ser entregado inmediatamente a las autoridades falangistas y mi suerte estaría echada.
Una vez, en Saint-Denis, por iniciativa de Jacques Doriot, que era alcalde comunista de la población, presenté
Las Hurdes
ante un público compuesto por obreros. Había entre la concurrencia cuatro o cinco hurdanos inmigrantes.
Uno de ellos me reconoció y me saludó algún tiempo después, durante una de mis visitas a aquellos áridos montes. Aquellos hombres emigraban, pero siempre volvían a su país. Una fuerza les atraía hacia aquel infierno que les pertenecía.
Una palabra más sobre Las Batuecas, uno de los contados paraísos que he conocido sobre la tierra. En torno de una iglesia en ruinas, hoy restaurada, entre peñas, se levantaban dieciocho ermitas. Antaño, antes de la expulsión decretada por Mendizábal, cada ermitaño debía hacer sonar una campanilla a medianoche, en señal de que estaba en vela.
En sus huertos crecían las mejores hortalizas del mundo (lo digo sin apasionamiento).
Molino de aceite, molino de trigo y hasta fuente de agua mineral.
En la época del rodaje, no vivían allí más que un viejo fraile y su criada.
En las cuevas había pinturas rupestres, una cabra y un panal.
En 1936 estuve a punto de comprarlo todo por ciento cincuenta mil pesetas, una ganga. Me había puesto de acuerdo con el propietario, un tal don José, que vivía en Salamanca. Él ya estaba en tratos con un grupo de religiosas del Sagrado Corazón; pero ellas ofrecían pagarle a plazos, mientras que yo pagaba al contado, por lo que me dio la preferencia.
Íbamos ya a firmar —faltaban tres o cuatro días para ultimar la operación— cuando estalló la guerra civil y todo se fue al traste.
Si hubiera comprado Las Batuecas y la guerra me hubiera pillado en Salamanca, una de las primeras ciudades que cayó en poder de los fascistas, es probable que me hubieran fusilado inmediatamente.
Volví al convento de Las Batuecas durante los años sesenta, con Fernando Rey. Franco había hecho un esfuerzo por el país perdido, abierto carreteras y creado escuelas. Sobre la puerta del convento, ocupado ahora por carmelitas, se leía: «Viajero, si tienes problemas de conciencia, llama y se te abrirá.
Prohibida la entrada a las mujeres.» Fernando llamó a la puerta. Nos contestaron por interfono. La puerta se abrió. Vimos acercarse a un especialista que se interesó por nuestros problemas.
El consejo que nos dio nos pareció tan sensato que lo puse en boca de uno de los frailes de
El fantasma de la libertad
: «Si todo el mundo rezara todos los días a san José, es indudable que las cosas irían mucho mejor.»
Me casé a principios de 1934, en la alcaldía del distrito XX de París, y prohibí a la familia de mi mujer que asistiera a la boda. No es que tuviera nada contra aquella familia en particular; pero la familia, en general, me parecía odiosa. Hernando y Loulou Viñes fueron testigos de la boda, junto con un desconocido que encontramos en la calle. Después de almorzar en el «Cochon au lait», cerca del «Deón», dejé a mi mujer, fui a despedirme de Aragon y de Sadoul y tomé el tren para Madrid.
En París, mientras trabajaba en el doblaje de las películas de la «Paramount » con mi amigo Claudio de la Torre y bajo la dirección del marido de Marlene Dietrich, había empezado a estudiar en serio el inglés. Me marché de la «Paramount» y acepté el puesto de supervisor de doblajes de las producciones de la «Warner Brothers» en Madrid. Trabajo tranquilo y buen sueldo.
Aquello duró ocho o diez meses. ¿Otra película? No tenía ningún plan. No me seducía la idea de realizar por mí mismo películas comerciales. Pero no tenía inconveniente en encargar a otros que las realizaran.
De manera que me hice productor, un productor muy exigente y quizás en el fondo bastante canallesco. Encontré a Ricardo Urgoiti, productor de películas muy populares, y le propuse una asociación. Al principio él se echó a reír.
Luego, cuando le dije que podía disponer de ciento cincuenta mil pesetas que me prestaría mi madre (la mitad del presupuesto de una película) dejó de reírse y accedió. Yo no puse más que una condición: la de que mi nombre no figurara en la ficha técnica.
Para empezar, le propuse la adaptación de una obra del autor madrileño Arniches, titulada
Don Quintín el Amargao
. La película fue un gran éxito comercial.
Con los beneficios, compré un terreno de dos mil metros cuadrados en Madrid, terreno que vendería en los años sesenta.
El argumento de la obra —y de la película— es el siguiente: Un hombre orgulloso, amargado y temido por todos, disgustado por ser padre de una niña, la abandona junto a una caseta de peón caminero. Veinte años después, la busca pero no la encuentra.
Una escena que a mí me parece bastante buena es la del café. Don Quintín está sentado con dos amigos. En otra mesa están su hija —a la que él no conoce— y su marido. Don Quintín se come una aceituna y tira el hueso, que va a dar en el ojo El matrimonio se levanta y se va sin decir palabra. Los amigos de «don Quintín» le felicitan por su osadía cuando, de pronto, vuelve a entrar el marido, que viene solo, y obliga a «don Quintín» a tragarse el hueso de la aceituna.
Después, «don Quintín» busca al joven para matarlo. Se entera de las señas y va a su casa, donde encuentra a su hija, a la que todavía no conoce. Sigue entonces una escena de gran melodrama entre padre e hija. Durante el rodaje de esta escena dije a Ana María Custodio que hacía el papel principal (a veces me entrometía descaradamente en la dirección): «Hay que echarle más mierda, más mamarrachada sentimental.» «Contigo no se puede trabajar en serio», me contestó ella.
La segunda película que produje, que fue también un gran éxito comercial, al igual que la primera, era un abominable melodrama con canciones titulado
La hija de Juan Simón
. El protagonista era Angelillo, el cantaor de flamenco más popular de España, y el argumento inspirado en una canción.
En esta película, durante una escena de cabaret bastante larga, la gran bailaora de flamenco, la gitana Carmen Amaya, muy jovencita todavía, hizo su debut en el cine. Años después, regalé una copia de aquella secuencia a la cinemateca de México.
Mi tercera producción,
¿Quién me quiere a mí?
, la historia de una muchachita muy desgraciada, fue mi único fracaso comercial.
Una noche, Giménez Caballero, director de La Gaceta Literaria, ofreció un banquete a Valle-Inclán. Asistieron una treintena de personas, entre ellas Alberti e Hinojosa. A los postres, nos pidieron que dijéramos unas palabras.
Yo me levanté el primero y dije:
—La otra noche, mientras dormía, sentí unas cosquillas, encendí la luz y vi que por todo el cuerpo me corrían Valle-Inclanes pequeñitos.
Alberti e Hinojosa dijeron cosas tan graciosas como ésta, que fueron escuchadas en silencio y sin la menor protesta por los demás comensales.
Al día siguiente, me encontré casualmente con Valle-Inclán en la calle de Alcalá. Él levantó su gran sombrero negro y me saludó al pasar, tan tranquilo, como si nada.
En Madrid yo tenía un despacho en la Gran Vía y un piso de seis o siete habitaciones en el que vivía con Jeanne, mi esposa —a la que había hecho venir de París— y nuestro hijo Juan Luis, muy pequeño todavía, La República española se había dado una de las Constituciones más liberales del mundo y la derecha se apropió legalmente del poder. Después, en 1936, unas nuevas elecciones volvieron a dar ventaja a la izquierda, al Frente Popular, a hombres como Prieto, Largo Caballero y Azaña.
Este último, que fue nombrado primer ministro, tenía que hacer frente a una agitación sindicalista obrera más y más violenta. Después de la famosa represión de Asturias, dirigida por la derecha en 1934, en la que se empleó a una gran parte del Ejército español, con cañones y aviones, para sofocar una sublevación popular, el propio Azaña, a pesar de ser hombre de izquierdas, un día tuvo que mandar y disparar sobre el pueblo.