Mestiza (30 page)

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Authors: Jennifer L. Armentrout

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Mestiza
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Los Hematoi usaban el elemento tierra para hacer más atractivo el uniforme y que el mundo mortal no sospechase que somos una organización paramilitar o algo así. Para un mortal, el uniforme parecían unos vaqueros viejos normales y una camiseta, pero para un mestizo era una señal de la más alta posición a la que un mestizo podía aspirar. Sólo los mejores llevaban este uniforme.

Había bastantes posibilidades de que ésta fuera la primera y última vez que lo fuese a llevar. Si lograba volver… seguramente me expulsarían. Si no lograba volver, bueno, era algo en lo que no podía pensar.

Vas a hacer algo estúpido.
Mis pies tropezaron cuando recordé lo que me dijo Aiden. Sí. Esto era bastante estúpido. ¿Cómo lo sabía? Mi corazón dio un vuelco. Aiden siempre sabía lo que estaba pensando. No necesitaba un cordón azul o un oráculo para conocerme. Simplemente me conocía.

Ahora mismo no podía pensar en él o en lo que haría si descubría lo que iba a hacer. Cogí una gorra de la estantería de arriba y me la encajé para que me tapase casi toda la cara.

Luego pasé a concentrarme en la sala de las armas —la parada necesaria para conseguir cualquier tipo de cuchillo mortal, pistola, y casi cualquier cosa que apu­ñalase y decapitase. Por enfermo que sonase, estaba emocionada de estar ahí. No estaba segura de lo que eso decía de mí como persona, pero de nuevo, matar era parte de ser un mestizo, igual que para un daimon. Ninguno de nosotros podíamos evitarlo —sólo los puros.

Opté por dos dagas. Una la metí en un lado de mi muslo derecho, y la otra con sólo tocar un botón en el mango, se reducía de quince a cinco centímetros. Esa me la metí en el bolsillo que iba a lo largo de la costura de los pantalones. Cogí una pistola y me aseguré de que estaba cargada.

Balas recubiertas de titanio. Mortales.

Miré por última vez la sala de la muerte y desmembramiento, di un pequeño suspiro e hice lo que tanto Aiden como Caleb habían temido. Dejé la seguridad del Covenant.

Capítulo 18

DEMONIOS. MI DISFRAZ FUNCIONÓ.

Me quedé entre las sombras casi todo el rato, sin dejar de pensar sobre lo que estaba haciendo. Cuando crucé el primer puente, los Guardias simplemente me saludaron con la cabeza. Uno incluso me silbó, obviamente confundiéndome con alguien en edad legal.

Mientras iba por las calles vacías de la isla, pensé en las veces que había ma­tado. Tenía dos daimons muertos en mi haber. Podía hacer esto. Mamá no sería distinta.

No podía ser distinta.

Al ser un daimon joven, tendría velocidad y fuerza, pero nunca la habían en­trenado de verdad. No como a mí. Yo sería más rápida y más fuerte que ella. Aiden me había metido en la cabeza el hecho de que los daimons jóvenes, recién conver­tidos, sólo estaban preocupados por una cosa: drenar. Con tres meses, se le podía considerar una novata, una pequeña daimon.

Sólo tendría que actuar mientras ella siguiese pareciendo un daimon, antes de que se cubriese de la magia elemental y se pareciese a… mamá.

El puente principal fue un poco más difícil de cruzar, pero por suerte, aquellos Guardias no tenían mucho contacto con los estudiantes. Ninguno me reconoció, pero querían charlar. Eso me retrasó lo suficiente como para que mi confianza flaquease.

Hasta que uno dijo «Ten cuidado y vuelve, Centinela» y se hizo a un lado.

Centinela. Eso es lo que siempre había querido ser tras graduarme, tomar el camino más activo y vérmelas con daimons en lugar de vigilar a los puros o sus comunidades.

De nuevo, me quedé entre las sombras mientras pasaba tras los barcos. La gente de Bald Head Island estaban acostumbrados a la gente «profundamente re­servada» de Deity Island, pero notaban algo en nosotros. No sabían qué era lo que les hacía apartarse, al mismo tiempo que los atraía hacia nosotros.

Vivir entre mortales durante tres años fue una experiencia realmente mierdástica para mí. Los jóvenes querían estar a mi alrededor, pero los padres decían que yo era «una de esas personas» de las que tenían que mantenerse alejados. Signifque lo que signifque.

Me pregunté lo que pensarían esos padres si supieran exactamente lo que era, una máquina de matar casi entrenada. Supongo que entonces estarían en su derecho de mandar a sus hijos que se mantuvieran alejados.

Cuando salí de los muelles, me pegué a los edificios. No estaba segura de dónde ir, pero tenía un presentimiento de que no tendría que ir lejos. Y estaba en lo cierto. Diez minutos de estar en lo que con cariño me refería como el mundo normal, oí rápidas pisadas detrás de mí. Me di la vuelta para enfrentarme a mi atacante, sacando la pistola y apuntando.

—¿Caleb? —sentí algo entre incredulidad y alivio.

Estaba a unos cuatro metros de mí, con los ojos azules bien abiertos y los bra­zos levantados. Llevaba el pijama, una camiseta blanca y chancletas.

—¡Baja la pistola! —susurró—. Dioses. Vas a dispararme sin querer o algo.

Bajé la pistola y le agarré del brazo, arrastrándolo hasta un callejón.

—Caleb, ¿qué haces aquí? ¿Estás loco?

—Yo podría preguntarte lo mismo —me miró—. Te estaba siguiendo, obvia­mente.

Moví la cabeza y volví a meterme la pistola en la cintura de los pantalones. Se me había olvidado coger una funda, mira tú.

—Tienes que volver al Covenant. Ahora. ¡Mierda, Caleb! ¿En qué estabas pen­sando?

—¿En qué estás pensando \1? —me miró con el ceño fruncido mientras me lanzó la pregunta de vuelta—. Sabía que ibas a hacer algo increíblemente estúpido. Por eso no pude dormir. Me senté en la maldita ventana y esperé. ¡Con cuidado y atento, te vi escabulléndote por el patio!

—¿Cómo narices pasaste a los guardias con tu pijama de
Mario Bros
?

Miró hacia bajo, encogiéndose de hombros.

—Tengo mis trucos.

—¿Tus trucos? —no tenía tiempo para esto. Me aparté de él y señalé hacia el puente—. Tienes que volver donde estás seguro.

Cruzó los brazos, testarudo.

—No sin ti.

—¡Oh, por el amor de los dioses! —mi mala leche surgió—. Ahora no necesito esto. No lo entiendes.

—No empieces con esa mierda de que «no lo entiendo». ¡Esto no va de en­tender nada! ¡Esto va de que te vas a hacer matar! Esto es un suicidio, Álex. No es valiente. No es inteligente. No tiene que ver con el deber o algún tipo de culpa equivocada que…

Volvió a abrir los ojos cuando algo aterrizó a unos pocos metros detrás de mí. Me di la vuelta, y al mismo tiempo, Caleb cogió la daga de mis pantalones mientras yo sacaba la pistola.

Era ella.

Estaba ahí, en medio de la calle. Era ella… sólo que no lo era. Tenía su pelo largo, oscuro, que le caía en suaves ondas, enmarcando su cara pálida y fantasmal, con esos pómulos altos y labios reconocibles. Pero había oscuridad donde tenían que estar sus ojos, y si sonreía, se vería una fla de dientes aflados y horribles en su boca.

Era mi madre… siendo un daimon.

El impacto de verla —ver su hermosa y amable cara convertida en una másca­ra tan grotesca— hizo que mi brazo fojeara, que mi dedo temblase sobre el gatillo. Era ella… pero no lo era.

Sabía que desde donde estaba no iba a poder defenderse de un tiro en el pe­cho. Tenía en la mano una pistola llena de balas de titanio, un cargador lleno, de hecho. Podría dispararla ahora mismo y todo esto se acabaría.

No se movió ni un poco.

Y ahora se parecía a mamá. La magia elemental cubrió al daimon, y ahora me miraba con esos ojos brillantes color esmeralda. Aún era pálida, pero ya no estaba cubierta de gruesas venas. Estaba igual que la noche antes de que la convirtieran, sonriéndome, manteniéndome la mirada.

—Lexie —murmuró, pero la oí alto y claro. Era su voz. Oírla me causó cosas buenas y malas sensaciones.

Estaba guapa, increíble y muy viva, fuese un daimon o no.

—¡Álex! ¡Hazlo! ¡Haz…! —gritó Caleb.

Echando un vistazo rápido detrás mío, me di cuenta de que mamá no estaba sola. Otro daimon de pelo oscuro tenía ahora una mano alrededor de la garganta de Caleb. No se movió para matarlo ni marcarlo. Simplemente lo estaba sujetando.

—Lexie, mírame.

Sin poder negarme al sonido de su voz, me volví hacia ella. Estaba más cerca —tan cerca que un disparo le habría dejado un agujero en el pecho. Y tan cerca que podía captar el olor a vainilla— su perfume favorito.

Mi mirada recorrió su cara, cada centímetro de ella me resultaba familiar y bo­nito. Cuando la miré a los ojos, recordé las cosas más raras. Recuerdos de nuestros veranos juntas, del día que me llevó al zoo y me dijo el nombre de mi padre, la cara que puso cuando me dijo que teníamos que abandonar el Covenant, y cómo la vi tirada en el suelo en su pequeña habitación.

Me tambaleé. No podía respirar al mirar esos ojos. Era mi madre —¡mi ma­dre!—. Me había criado, tratado como si fuese la cosa más importante del mundo. Y yo lo había sido todo para ella —su razón de vivir. No podía moverme.

¡Hazlo! ¡Ya no es tu madre! Mi brazo tembló. ¡Hazlo! ¡Hazlo!

Un grito de frustración me desgarró por dentro y dejé caer el brazo. Segundos, sólo habían pasado unos segundos, y aun así me pareció una eternidad. No podía hacerlo.

Sus labios se curvaron en una sonrisa engreída. Caleb dio un chillido detrás de mí, y entonces un agudo dolor explotó en mis sienes. Caí en la dulce oscuridad de la inconsciencia.

***

Me desperté con un horrible dolor de cabeza y un sabor seco y amargo en el fondo de la boca. Necesité varios minutos para recordar qué había ocurrido. Una mezcla de horror y decepción me hizo levantar, alerta a pesar del constante dolor que sentía en un lado de la cara. Me toqué la cabeza con cuidado, sintiendo un chichón del tamaño de un huevo.

Mareada, miré por la habitación profusamente amueblada. Las paredes con láminas de cedro, la gran cama cubierta de sábanas de satén, la televisión de plas­ma, los muebles hechos a mano, todo me resultaba familiar.

Era una de las habita­ciones de la cabaña a la que solíamos ir, en la que había dormido media docena de veces. Al lado de la cama, un jarrón con fores de hibisco moradas, las favoritas de mamá. Le gustaban las fores moradas.

Estaba impactada y consternada. Recordaba esta habitación. Oh, dioses. Esto no era bueno. Nop.

Estaba en el maldito Gatlinburg, Tennessee, a más de cinco horas del Covenant. Cinco horas. Peor aún, no veía a Caleb. Fui lentamente hacia la puerta, me paré y escuché. Ni un ruido. Miré hacia las puertas de cristal que guiaban fuera hacia la terraza, pero no había forma de salir. Tenía que encontrar a Caleb… si es que seguía vivo.

Me aferré a ese pensamiento. Tenía que estar vivo. No podía ser de otra forma.

Por supuesto, ya no tenía mi pistola, y Caleb se había llevado mi daga. No había nada en la habitación que pudiese usar como arma. Si empezase a romper co­sas, llamaría la atención, y no es que nada de esto pudiese convertirse en un arma. Habían quitado todo lo que pudiese estar hecho de titanio.

Intenté girar el pomo de la puerta y estaba sin cerrar. Abrí la puerta un poco y miré alrededor. El sol estaba saliendo, mostrando las sombras de la sala de estar y la cocina. En medio de la sala había una gran mesa redonda, rodeada por seis sillas a juego. Dos de ellas estaban un poco apartadas, como si hubiesen estado ocupa­das. Varias botellas de cerveza vacías seguían sobre la superfcie de roble tallado. ¿Los daimons bebían cerveza? No tenía ni idea. Había dos sofás grandes, cubiertos de una lujosa tela marrón.

En el otro lado de la sala, la televisión estaba encendida pero silenciada, una de esas enormes teles de pantalla plana, anclada a la pared. Fui hacia la mesa y cogí una botella. No mataría a un daimon, pero por lo menos era un arma.

Un grito ahogado llevó mi atención hasta una de las habitaciones de atrás. Si recordaba bien, había dos habitaciones más, otra sala de estar y una sala de juegos. Todas las puertas estaban cerradas. Me acerqué más y que me quedé quieta cuando el sonido volvió a salir de la habitación principal.

Apreté la botella en la mano y murmuré una plegaria en voz baja. No estaba segura de a qué dios le estaba rezando, pero esperaba que alguno contestase. En­tonces abrí la puerta de una patada. Las bisagras chirriaron y me abrieron paso mientras la madera alrededor del pomo se astillaba. La puerta se quedó abierta.

Me quedé sin respiración ante la pesadilla que se estaba desarrollando delante de mí. Caleb estaba atado a la cama. Un daimon rubio estaba encima de él, con sus ásperas manos cubriéndole la boca y sujetándole mientras le marcaba en el brazo. Los ruidos que hacía el daimon mientras le drenaba la sangre a Caleb para conse­guir el éter me ponía los pelos de punta.

Ante el ruido de mis gritos de ira, el daimon levantó la cabeza. Su mirada vacía me perforó. Me tiré directa desde la puerta, con la botella levantada. No le mataría, pero iba a hacer que le doliese.

Pero nunca pasó.

Estaba tan pillada con lo que el daimon le estaba haciendo a Caleb, que no comprobé la habitación. Estúpida. Pero mierda, este es el tipo de cosas que me perdí al abandonar el Covenant. Sólo sabía como actuar y pelear. No como pensar.

Alguien me agarró por detrás. Me retorció el brazo hasta que solté la botella al suelo. Me vinieron a la mente las dos sillas que estaban apartadas de la mesa. Tenía que haberlo visto venir. Desde esta posición no podía escaparme, pero aún así di patadas y traté de escabullirme. Sólo logré que el daimon me sujetase tan fuerte que me hacía daño.

—Ahora. Ahora. Daniel no va a matar a tu amigo —la voz me llegó por de­trás—. Aún no.

Daniel sonrió, mostrando una fila de dientes ensangrentados. En un abrir y cerrar de ojos, se puso en frente de mí, inclinando la cabeza hacia un lado. La magia elemental le cubrió, revelando sus rasgos de pura-sangre. Habría sigo guapo de no ser por los regueros de sangre que le caían por la barbilla.

El cuerpo de Caleb se movía nerviosamente cada pocos segundos. Convulsio­nes por las marcas, ya me lo conocía. Sus brazos desnudos revelaban no una, sino dos marcas de daimon. Furiosa, le grité al daimon en frente de mí.

—¡Os voy a matar!

Daniel rió y se pasó el dorso de la mano por la barbilla.

—Y a mí me va a encantar probarte —me olisqueó;
literalmente
—. Casi puedo saborearte ya.

Le di una patada, alcanzándole en el pecho. Se tambaleó unos cuantos metros hacia atrás, dando con la cama. Caleb gruñó y trató de sentarse. Daniel dejó incons­ciente a Caleb de un golpe. Yo grité, forcejeando como un animal rabioso, pero el daimon me golpeó.

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