Menos que cero (2 page)

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Authors: Bret Easton Ellis

Tags: #Relato

BOOK: Menos que cero
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Le creo, aunque no sé por qué, y miro por la habitación para ver si Rip, mi díler favorito, está en la fiesta. Pero no le veo y me vuelvo hacia Trent y le pregunto:

—Oye, ¿y qué más cosas has estado haciendo?

—Bueno, ya sabes, lo de siempre. Ir al Nautilus, arruinarme, ir a ese sitio de los rayos Uva… Pero, oye, no le digas a nadie que he ido a ese sitio. ¿Vale?

—¿El qué?

—Que no le hables a nadie de ese sitio de los rayos Uva. ¿Entendido?

Trent parece preocupado, casi fuera de sí, y le pongo la mano en el hombro y le doy una sacudida para tranquilizarle.

—Claro. No te preocupes.

—Oye —dice echando una ojeada por la habitación—. Tenemos un pequeño asunto. Pero otro día. Almorzar —bromea, alejándose.

Daniel vuelve con el ponche, que es muy rojo y muy fuerte, y toso cuando tomo un trago. Desde donde estoy, puedo distinguir al padre de Blair, que es productor de cine y está sentado en un rincón del estudio con un joven actor con el que creo que fui al colegio. El novio del padre de Blair está también en la fiesta. Se llama Jared y es muy joven y muy rubio y está muy moreno y tiene los ojos azules y unos dientes increíblemente blancos y habla con los tres chicos de la U.S.C. También veo a la madre de Blair, que está sentada junto a la barra, tomando un gimlet de vodka. Le tiemblan las manos cuando se lleva la copa a la boca. Alana, una amiga de Blair, entra en el estudio y me abraza y yo le presento a Daniel.

—Te pareces a David Bowie. —Alana, que está evidentemente pasada de coca, le pregunta a Daniel—: ¿Eres zurdo?

—No, me temo que no —dice Daniel.

—A Alana le gustan los chicos zurdos —le explico a Daniel.

—Y los que se parecen a David Bowie —me recuerda Alana.

—Y los que viven en la Colony —concluyo.

—Clay, eres tan bruto —dice riendo—. Clay es todo un bestia.

—Ya lo sé —dice Daniel—. Un bestia. Por completo.

—¿Quieres un poco de ponche? —le pregunto.

—Querido —dice ella, lenta, dramáticamente—. Hice el ponche yo. —Se ríe y luego se fija en Jared y de repente deja de reír—. Por Dios, me gustaría que el padre de Blair no invitara a Jared a estas cosas. Pone nerviosa a su madre. De todos modos está toda escocida. Aunque tenerle cerca hace que se sienta peor. —Se vuelve hacia Daniel y dice—: La madre de Blair es agorafóbica. —Vuelve a mirar a Jared—. Tenía entendido que va a ir la semana que viene al Valle de la Muerte a rodar exteriores, no sé por qué no espera hasta entonces, ¿no te parece? —Alana se vuelve hacia Daniel, luego hacia mí.

—Sí —contesta Daniel solemnemente.

—Claro —corroboro yo.

Alana baja la vista y luego me vuelve a mirar y dice:

—Estás muy pálido, Clay. Deberías ir a la playa o hacer algo.

—Probablemente lo haré. —Y toco la tarjeta que me ha dado Trent y luego le pregunto si Julian va a aparecer por allí—. Me llamó y dejó un recado, pero no he podido hablar con él.

—Oh, por Dios, no lo hagas —dice Alana—. Me han dicho que anda jodido.

—¿Qué quieres decir? —pregunto.

De repente, los tres chicos de la U.S.C. y Jared se echan a reír al unísono.

Alana pone los ojos en blanco y parece angustiada.

—A Jared le contó este chiste tan estúpido su novio, que trabaja en Morton's: «¿Cuáles son las dos mentiras más grandes?» «Te pagaré y no te la meteré en la boca.» Ni siquiera lo entendí. Dios mío, será mejor que vaya a ayudar a Blair. Su madre sigue pegada a la barra. Encantada de conocerte, Daniel.

—Lo mismo digo —dice Daniel.

Alana se dirige hacia Blair y su madre, que están junto a la barra.

—Creo que debería haber tarareado unos cuantos acordes de «Let’s Dance» —dice Daniel.

—Sí, deberías haberlo hecho.

—Caramba, Clay, eres un bestia.

Nos marchamos después de que Trent y uno de los chicos que iban a la U.S.C. ligaran junto al árbol de Navidad del cuarto de estar. Esa misma noche, algo más tarde, estamos en uno de los extremos de la barra del Polo Lounge, que está en penumbra.

—Quiero volver —dice Daniel, tranquilo, con esfuerzo.

—¿Adónde? —pregunto yo, inseguro.

Hay una larga pausa de ésas que me sacan de quicio y Daniel termina su copa y manosea las gafas de sol que todavía lleva puestas y dice:

—No lo sé. Simplemente volver.

Mi madre y yo estamos en un restaurante de Melrose, y ella bebe vino blanco y sigue con las gafas de sol puestas y no deja de tocarse el pelo y yo no dejo de mirarme las manos, completamente seguro de que están temblando. Trata de sonreír cuando me pregunta qué quiero por Navidad. Me sorprende lo mucho que me cuesta levantar la cabeza para mirarla.

—Nada —digo.

Hay una pausa y luego le pregunto:

—¿Y tú qué quieres?

No dice nada durante largo rato y vuelvo a mirarme las manos y ella bebe vino.

—No lo sé. Simplemente pasar unas Navidades agradables.

Yo no digo nada.

—Pareces triste —dice bruscamente.

—No lo estoy —le respondo.

—Pues pareces triste —dice más tranquilamente en esta ocasión. Se toca el pelo, decolorado, otra vez rubio.

—Tú también —digo con la esperanza de que no siga hablando.

No dice nada más hasta que termina el tercer vaso de vino y se sirve el cuarto.

—¿Qué tal la fiesta?

—Bien.

—¿Cuánta gente había?

—Como cuarenta o cincuenta personas —digo encogiéndome de hombros.

Toma otro trago.

—¿A qué hora te fuiste?

—No me acuerdo.

—¿A la una? ¿A las dos?

—Más bien a la una.

—Oh. —Hace otra pausa y toma un nuevo trago.

—No estaba demasiado bien —digo, mirándola.

—¿Por qué? —pregunta curiosa.

—No estaba bien, así de sencillo —digo, y vuelvo a mirarme las manos.

Estoy con Trent en un tren amarillo que han instalado en Sunset. Trent fuma y bebe una Pepsi y yo miro por la ventanilla y me fijo en las luces de los faros de los coches que pasan. Esperamos a Julian, que ha quedado en traerle un gramo a Trent. Julian lleva un cuarto de hora de retraso y Trent está nervioso e impaciente y cuando le digo que debería hacer los trapicheos con Rip, como hago yo, y no con Julian, se limita a encogerse de hombros. Al final nos vamos y Trent dice que a lo mejor encontramos a Julian en el salón de máquinas recreativas de Westwood. No lo encontramos y Trent sugiere que vayamos a Fatburguer a comer algo. Dice que tiene hambre, que lleva mucho sin tomar nada, y menciona algo sobre ayunar. Pedimos la comida y la llevamos a una mesa. Pero no tengo demasiada hambre y Trent se fija en que no hay chiles en mi Fatburguer.

—Pero, ¿qué te pasa? ¡No puedes comer una Fatburguer sin chiles!

Pongo los ojos en blanco y enciendo un pitillo.

—¡Qué raro estás! Has pasado demasiado tiempo en esa jodida New Hampshire —murmura—. ¡Sin jodidos chiles!

No digo nada y veo que han pintado las paredes de un amarillo muy brillante, casi deslumbrante, que parece relucir con las luces fluorescentes. Joan Jett and the Blackhearts cantan en la sinfonola «Crimson and Clover». Miro las paredes y escucho la letra.
«Carmesí y verde, siempre y siempre…»
De pronto tengo sed, pero no quiero ir al mostrador y pedir algo porque la que atiende es una chica japonesa gorda y de cara triste y hay un guardia de seguridad apoyado contra otra de las paredes amarillas mirando con desconfianza a todo el mundo, y Trent sigue mirando mi Fatburguer con cara de asombro y hay un tipo de camisa roja y pelo largo encrespado que trata de topar la guitarra y tararear la letra de la canción en la mesa vecina a la nuestra y se pone a mover la cabeza al ritmo de la música y abre la boca.
«Carmesí y verde, siempre y siempre y siempre……………Carmesí y ver-de…»

Son las dos de la mañana y hace calor y estamos en una mesa del Edge y Trent se prueba mis gafas de sol y yo le digo que me quiero ir. Trent me contesta que nos iremos en seguida. La música de la pista de baile parece demasiado potente y me pongo tenso cada vez que la música se para y empieza otro tema. Me reclino contra la pared de ladrillo y veo a una pareja de chicos besándose en un rincón oscuro. Trent nota que estoy tenso y dice:

—¿Qué quieres que haga? ¿Quieres Torinal, verdad?

Acciona un aparato de chicles y saca uno. Yo no digo nada, me limito a mirar el aparato y luego Trent estira el cuello y dice:

—¿Esa chica es Muriel?

—No, ésa es negra.

—Oh… tienes razón.

Pausa.

—Ni siquiera es una chica.

Me extraña que Trent confunda a un chico negro, y no anoréxico, con Muriel, pero luego caigo en la cuenta de que el chico lleva un vestido de mujer. Miro a Trent y le vuelvo a decir que tengo que irme.

—Sí, tenemos que irnos —dice él—. Ya lo dijiste antes.

Conque me miro los zapatos y Trent encuentra algo que decir.

—Eres demasiado.

Yo me sigo mirando los zapatos.

—Mierda, Clay, a ver si encuentras a Blair. Vámonos.

No quiero pasar por la pista de baile, pero comprendo que para salir hay que atravesar la pista. Cerca de la puerta me encuentro con Daniel, que está hablando con una chica guapa de verdad y muy morena que lleva una camiseta sin mangas de Heaven y una minifalda blanca y negra, y le susurro que me marcho y Daniel me mira y dice:

—¿Y a mí que coño me importa?

Por fin le agarro de la manga y le digo que está demasiado borracho y él dice que no bromee. Besa a la chica en la mejilla y nos sigue a la puerta, donde Blair está hablando, allí de pie, con un tipo que va a la U.S.C.

—¿Ya os vais? —pregunta.

—Sí —digo, preguntándome dónde habrá estado.

Salimos a la noche calurosa y Blair pregunta:

—¿Lo estáis pasando bien?

No responde nadie y Blair baja la vista.

Trent y Daniel están junto al BMW de Trent y Trent saca de la guantera las notas de Cliff sobre
Mientras agonizo
y se las da a Blair. Nos despedimos y me aseguro de que Daniel se meta en su coche. Trent dice que tal vez uno de nosotros debería llevar a Daniel a nuestra casa, pero luego está de acuerdo en que sería demasiado follón tener que llevarle a la suya mañana. Y yo llevo en coche a Blair a su casa de Beverly Hills y ella lleva las notas de Cliff y no dice nada hasta que intenta quitarse la marca de tampón de la mano y dice:

—Joder. Me gustaría que no tuvieran que ponerme un tampón negro en la mano. Nunca se quita.

Luego comenta que aunque me he pasado cuatro meses fuera, no la he llamado nunca. Le digo que lo siento y salgo del Hollywood Boulevard porque está demasiado iluminado y tomo por Sunset y luego sigo hasta su calle y luego cojo el camino que lleva a su casa. Nos besamos y me dice que he llevado el volante agarrado con mucha fuerza y me mira los puños y dice:

—Tienes las manos rojas. Luego se baja del coche.

Hemos estado de compras en Beverly Hills desde última hora de la mañana a primera de la tarde. Mi madre, mis hermanas y yo. Mi madre probablemente se ha pasado la mayor parte del tiempo en Neiman-Marcus, y mis hermanas han ido a Jerry Magnin y han cargado a la cuenta de mi padre lo que le han comprado a él y a mí, y luego van a MGA y a Camp Beverly Hills y a Privilege a comprarse algo para ellas. Yo me paso la mayor parte del tiempo en el bar de La Scala Boutique, aburrido, fumando, bebiendo vino tinto. Por fin aparece mi madre en su Mercedes, lo aparca delante de La Scala y me espera. Me levanto y dejo algo de dinero en el mostrador y subo al coche y reclino la cabeza en el apoya-cabezas.

—Esa chica sale con el mayor —está diciendo una de mis hermanas.

—¿Y dónde estudia él? —pregunta la otra, interesada.

—En Harvard.

—¿En qué curso está?

—En noveno. Un curso más que ella.

—Me dijeron que su casa estaba en venta —dice mi madre.

—Creo que está en venta, sí —murmura la mayor de mis hermanas, que creo tiene quince años, y luego las dos ríen en el asiento trasero.

Un camión cargado de videojuegos nos adelanta y a mis hermanas les entra una especie de frenesí.

—¡Sigue a esos videojuegos! —ordena una de ellas.

—Mamá, ¿crees que puedo pedirle a papá que me regale un Galaga por Navidad? —pregunta la otra, cepillándose su corto pelo rubio. Creo que tiene tres años.

—¿Qué es un Galaga? —pregunta mi madre.

—Un videojuego —responde una de ellas.

—Ya tienes un Atari —dice mi madre.

—Los Atari son muy baratos —dice mi hermana mientras le pasa el cepillo a la otra, que también tiene el pelo rubio.

—No lo sé —dice mi madre, ajustándose las gafas de sol y levantado el techo del coche—. Tengo que cenar con él esta noche.

—Es alentador —dice la mayor de mis hermanas sarcásticamente.

—¿Y dónde lo vamos a poner? —pregunta una de ellas.

—¿Poner el qué? —pregunta mi madre.

—¡El Galaga! ¡El Galaga! —gritan mis hermanas.

—En el cuarto de Clay, digo yo —responde mi madre.

Digo que no con la cabeza.

—¡Mierda! No puede ser —chilla una de ellas—. Clay no puede tener el Galaga en su cuarto. Siempre cierra su puerta con llave.

—Sí, Clay, eso me fastidia mucho —dice una de ellas con voz aguda.

—¿Por qué cierras tu puerta con llave, Clay?

No digo nada.

—¿Por qué cierras tu puerta con llave, Clay? —vuelve a preguntar una de ellas, no sé cual.

Sigo sin decir nada. Pienso en agarrar una de las bolsas de MGA o de Camp Beverly Hills o una caja de zapatos de Privilege y tirarla por la ventanilla.

—Mamá, dile que me conteste. ¿Por qué cierras la puerta con llave, Clay?

Me doy la vuelta.

—Porque vosotras dos me robasteis cinco gramos de cocaína la última vez que dejé la puerta abierta. Por eso.

Mis hermanas no dicen nada. De la radio surge «Enfermeras adolescentes en esclavitud» por un grupo que se llama Gatita Asesina, y mi madre pregunta si tenemos que oír aquello, y nadie dice nada hasta que se termina la canción. Cuando llegamos a casa, mi hermana menor me dice al pasar junto a la piscina:

—Eso es mentira. Puedo conseguirme mi propia cocaína.

El psiquiatra al que veo durante el mes que estoy de vuelta es joven y tiene barba y conduce un 450 SL y tiene una casa en Malibu. Me siento en su consulta de Westwood, que tiene las persianas bajadas. Sigo con las gafas de sol puestas, fumando un pitillo, sólo para molestarle, y a veces lloro. A veces le grito y él me grita a mí. Le cuento que tengo todas esas extrañas fantasías sexuales y su interés aumenta de modo notable. Empiezo a reírme sin motivo y luego me encuentro mal. A veces le miento. El me habla de su amante y de las reformas que está haciendo en su casa de Tahoe y yo cierro los ojos y enciendo otro pitillo, rechinando los dientes. A veces simplemente me levanto y me voy.

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