Memorias de África (34 page)

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Authors: Isak Dinesen

Tags: #Drama

BOOK: Memorias de África
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El sentimiento de ese colosal placer reside principalmente en la consciencia de que algo que admitías como inmóvil se mueve por sí mismo. Esa es quizá una de las más fuertes sensaciones de alegría y de esperanza en el mundo. El globo opaco, la masa muerta, la propia Tierra se alza y se despliega debajo de mí. Me envía un mensaje, un ligero toque, pero de inabarcable significación. Se rió echando abajo las cabañas de los nativos y gritó:
Eppur si muove.

A la mañana siguiente, Juma me trajo el té y me dijo:

—El rey de Inglaterra ha muerto.

Le pregunté cómo lo sabía.

—¿No sentiste a la Tierra,
Memsahib
—dijo—, cómo se agitaba y sacudía la última noche? Eso significa que el rey de Inglaterra ha muerto.

Pero afortunadamente el rey de Inglaterra vivió durante muchos años después del terremoto.

George

En un buque de carga en el que viajaba a África me hice amiga de un chiquillo llamado George, que viajaba con su madre y con su joven tía. Un día, en la cubierta, se separó de las mujeres y, seguido por sus miradas, se acercó a mí. Me anunció que al día siguiente era su cumpleaños y que su madre iba a invitar a los pasajeros ingleses a un té, ¿podría yo asistir?

—Pero es que yo no soy inglesa, George —le dije.

—¿Qué eres? —me preguntó muy sorprendido.

—Soy hotentote —dije.

Se quedó frente a mí y me miró gravemente.

—No te preocupes —dijo—, quiero que vengas.

Se fue hacia su madre y su tía y les anunció despreocupadamente, pero con una firmeza que no admitía ninguna objeción:

—Es una hotentote. Pero quiero que venga.

Kejiko

Una vez tuve una mula muy gorda a la que llamábamos «Molly». El
sice
de las mulas le dio otro nombre, le puso «Kejiko», que significa «la cuchara», y cuando le pregunté por qué la llamaba así, me respondió:

—Porque parece una cuchara.

Le di la vuelta para encontrar lo que él tenía en la cabeza, pero no se parecía, por ningún lado, a una cuchara.

Algún tiempo después sucedió que yo conducía a «Kejiko» con otras tres mulas en un carro. Cuando me subí al asiento del conductor tuve una vista de pájaro de las mulas. Me di cuenta que el
sice
tenía razón. «Kejiko» tenía el lomo extremadamente estrecho y los cuartos traseros anchos; se parecía mucho a una cuchara dada la vuelta.

Si Kamay, el
sice
, y yo hubiéramos pintado un retrato de «Kejiko», los dibujos hubieran sido completamente diferentes. Pero Dios y los ángeles la hubieran visto como la veía Kamau. El que viene de lo alto prevalece sobre todo, y lo que ha visto lo testifica.

Las jirafas van a Hamburgo

Me encontraba en Mombasa, en casa de Sheik Alí bin Salim, el lewali de la costa, un anciano caballero árabe, hospitalario y caballeroso.

Mombasa parecía el paraíso pintado por un niño pequeño. El profundo brazo de mar que rodea la isla forma un puerto ideal; la tierra está formada por blancos acantilados coralinos con grandes mangos verdes y fantásticos baobab grises y pelados. El mar en Mombasa es azul como un aciano y, fuera del abra del puerto, los largos rompientes del océano Índico forman una delgada y torcida línea blanca y emiten un sordo bramido hasta en el más calmo de los tiempos. La ciudad de Mombasa, llena de callejuelas, está construida sobre una roca de coral, en bonitos matices de amarillo, rosa y ocre, y sobre la ciudad se levanta la maciza y antigua fortaleza, con murallas y aspilleras, donde trescientos años antes los portugueses y los árabes se resistían mutuamente; tiene unos colores más fuertes que la ciudad, como si en el transcurso de los años, en su altura, hubiera absorbido más dé un tormentoso crepúsculo.

Las resplandecientes flores rojas de acacia de los jardines de Mombasa son increíblemente intensas de color y sus hojas son muy delicadas. El sol quema y tuesta Mombasa; el aire es salado, la brisa trae todos los días, nuevo salobre del Oriente, y el suelo está tan salado que apenas crece hierba y la tierra está desnuda como una pista de baile. Pero los viejos mangos tienen un denso follaje de color verde oscuro y dan una benigna sombra; bajo ellos se crea un pozo circular de negra frescura. Más que cualquier otro árbol que conozco los mangos sugieren un lugar de encuentro, un centro donde se produce la relación humana; son sociables como fuentes de pueblo. Bajo los mangos se celebran grandes ferias y el terreno que los rodea se cubre de jaulas para gallinas y en él se apilan los melones de agua.

Alí bin Salim tenía una bonita casa blanca en la curva del brazo de mar, con una larga escalinata de piedra que descendía hasta el mar. Junto a ella había casas para los invitados y en la habitación mayor del edificio principal, detrás de veranda, una colección de hermosas cosas árabes e inglesas; viejo marfil y cobre, porcelana de Lamu, butacas de terciopelo, fotografías y un gramófono grande. Entre ellos, dentro de un estuche forrado de satén, quedaban los resto de un juego de té en exquisita porcelana inglesa de los años cuarenta, que había sido el regalo de boda de la joven reina de Inglaterra y su marido cuando el hijo del sultán de Zanzíbar se casó con una hija del Sha de Persia. La reina y el príncipe desearon a la pareja recién casada la misma felicidad que ellos disfrutaban.

—¿Y fueron felices? —le pregunté al jeque Alí cuando cogió las tazas, una por una, y las colocó sobre la mesa para enseñármelas.

—Ay, no —dijo—, la novia no quiso dejar de montar a caballo. Trajo sus caballos consigo, en el mismo
dhow
en que venía su ajuar. Pero al pueblo de Zanzíbar no le gustaba que las mujeres cabalgaran. Hubo muchos problemas por eso y como la princesa prefería renunciar a su marido que a los caballos, al final el matrimonio se disolvió y la hija del Sha se volvió a Persia.

En el puerto de Mombasa estaba anclado un herrumbroso carguero alemán que volvía a casa. Pasé a su lado al ir y al venir de la isla en la barca de Alí bin Salim con remeros
swaheli
. Sobre la cubierta había una caja grande de madera y, sobre ella, asomaban las cabezas de dos jirafas. Farah, que había estado a bordo, me dijo que procedían del África Oriental portuguesa e iban hacia Hamburgo, para un zoológico ambulante.

Las jirafas volvían sus delicadas cabezas de un lado a otro, como si estuvieran sorprendidas, lo cual debía de ser verdad. Nunca habían visto antes el mar. Disponían sólo de espacio para estar de pie en la estrecha jaula. El mundo se había contraído, cambiado y cerrado en torno suyo. No podían saber o imaginar la degradación hacia la cual navegaban. Porque eran criaturas orgullosas e inocentes, delicadas ambladoras de las grandes praderas; no tenían ni el más mínimo conocimiento de la cautividad, el frío, el hedor, el humo y la sarna, ni del terrible aburrimiento de un mundo donde nunca ocurría nada.

Vendrían muchedumbres vestidas con apestosos vestidos oscuros, de calles llenas de vientos y de cellisca para ver a las jirafas y comprobar la superioridad del hombre sobre el mundo mudo. Les señalarían con el dedo y se reirían de los cuellos largos y esbeltos cuando las cabezas graciosas, pacientes, de ojos humosos, aparecieran sobre la baranda del zoológico; parecerían demasiado largos. Los niños se asustarían ante la visión y llorarían o se enamorarían de las jirafas, y les ofrecerían pan en la mano. Luego los padres pensarían que las jirafas son animales amables y creerían que las tratan bien.

En los largos años que les quedan, ¿soñarán alguna vez las jirafas en su país perdido? ¿Dónde están, adónde se han ido la hierba y las acacias, los ríos y los pozos y las montañas azules? El alto y dulce aire de las praderas se ha levantado y se ha ido. ¿Adónde se han ido las otras jirafas, las que iban junto a ellas y galopaban por la tierra ondulada? Las han dejado, se han ido y parece que nunca más volverán.

En la noche, ¿dónde está la luna llena?

Las jirafas se agitan y se despiertan en la caravana del zoológico en una caja estrecha, que huele a paja podrida y a cerveza.

Adiós, adiós, os deseo que muráis en el viaje, las dos, de manera que ninguna de esas nobles cabecitas que ahora se levantan, sorprendidas sobre la jaula, recortándose contra el cielo azul de Mombasa, sea llevada de un lado para otro, sola, en Hamburgo, donde nadie sabe nada de África.

En cuanto a nosotros, nos tienen que hacer un daño muy grande antes de que podamos decentemente pedir a las jirafas que nos perdonen el daño que les hacemos.

En el zoológico ambulante

Hace unos cien años un viajero danés en Hamburgo, el conde Schimmelmann, se encontró con un pequeño zoológico ambulante y le gustó extraordinariamente. Mientras estuvo en Hamburgo todos los días lo visitaba, aunque le hubiera resultado difícil explicar cuál era el atractivo real de las caravanas sucias y desvencijadas. La verdad era que el zoológico respondía a algo que estaba dentro de su mente. Afuera era invierno y hacía mucho frío. En el cobertizo el guardián había encendido la vieja estufa hasta que hubo un rosado esplendor en la sombra amarro nada del corredor, junto a las jaulas de los animales, pero las corrientes continuaban y el aire me cortante penetraba hasta los huesos.

El conde Schimmelmann estaba absorto en la contemplación de la hiena cuando el propietario del zoológico ambulante llegó y le habló. El propietario era un pálido hombrecillo de nariz aplastada, que en el pasado había sido estudiante de Teología hasta que tuvo que dejar la Facultad por un escándalo y había ido cayendo, paso a paso, cada vez más bajo.

—Su excelencia hace muy bien en mirar a las hienas —dijo—. Ha sido una gran cosa traer una hiena hasta Hamburgo, donde nunca había habido antes. Todas las hienas son hermafroditas y en África, de donde proceden, en las noches de luna llena se reúnen, se juntan en un círculo y copulan; cada animal toma el doble papel de macho y de hembra. ¿Lo sabía usted?

—No —dijo el conde Schimmelmann con un ligero movimiento de disgusto.

—¿No cree su excelencia ——dijo el empresario— que, a la vista de este hecho, debe ser más duro para la hiena que para otros animales estar encerrada en una jaula? ¿Sentirá un doble deseo o estará, porque se reúnen en ella las complementarias cualidades de la creación, satisfecha y en armonía? En otras palabras, ya que somos todos prisioneros en la vida, ¿somos más felices o más desgraciados cuanto más talento poseemos?

—Es curioso —dijo el conde Schimmelmann, que estaba absorto en sus propios pensamientos y no prestaba atención al empresario— comprobar que tantos cientos, hasta miles de hienas han vivido y han muerto para que podamos, finalmente, traer aquí a este espécimen, para que el pueblo de Hamburgo pueda saber lo que es una hiena y que los naturalistas puedan estudiada.

Avanzaron para mirar las jirafas de la jaula vecina.

—Los animales salvajes —continuó el conde— que corren por tierras salvajes no existen realmente. Éste existe, le hemos dado un nombre, sabemos cómo es. Los otros pueden no haber existido; sin embargo, son la inmensa mayoría. La naturaleza es extravagante.

El empresario se echó hacia atrás el gorro forrado de piel, debajo del cual no había ya ni un cabello.

—Se ven mutuamente —dijo.

—Hasta eso se puede discutir —dijo el conde Schimmelmann después de una corta pausa—. Estas jirafas, por ejemplo, tienen manchas cuadradas en la piel. Las jirafas, mirándose entre sí, no saben lo que es un cuadrado y, en consecuencia, no lo ven. ¿Se puede decir de ellas que se ven unas a o tras?

El empresario miró un momento a la jirafa, y luego dijo:

—Dios las ve.

El conde Schimmelmann sonrió.

—¿A las jirafas? —preguntó.

—Oh, sí, excelencia —dijo el empresario—. Dios ve a las jirafas. Mientras corren y se entretienen en África, Dios las ve y le gusta lo que hacen. Las ha hecho para complacerse. Está en la Biblia, excelencia —dijo el empresario—. Dios ama a las jirafas que ha creado. Dios ha inventado el cuadrado al igual que el círculo; seguramente su excelencia no podrá negar esto. Él ha visto los cuadrados de su piel y todo lo demás que les concierne. Los animales salvajes, excelencia son quizá una prueba de la existencia de Dios. Pero cuando vienen a Hamburgo —concluyó poniéndose el gorro— el argumento se convierte en más problemático.

El conde Schimmelmann, que había ordenado su vida según las ideas de otras personas, caminó en silencio para mirar a las serpientes, que estaban junto a la estufa. El empresario, para divertirle, abrió la jaula donde estaban encerradas e intentó despertar a la serpiente que había dentro; por fin el reptil, lenta y soñolientamente, se enroscó en su brazo. El conde Schimmelmann miró al grupo.

—Desde luego, mi buen Kannegieter —dijo con una risita desabrida—, si estuviera usted a mi servicio, o si yo fuera rey y usted ministro mío, lo cesaría en el acto.

El empresario le miró nervioso.

—¿Por qué, señor? —dijo y deslizó la serpiente en la jaula—. ¿Por qué, señor? Si es que puedo preguntarlo —añadió al cabo de un momento.

—Ah, Kannegieter, no es usted un hombre tan sencillo como pretende —dijo el conde—. ¿Por qué? Porque, amigo mío, la aversión hacia las serpientes es un profundo instinto humano, la gente que lo tiene se ha conservado viva. La serpiente es la más peligrosa entre los enemigos del hombre, ¿pero quién, salvo nuestro propio instinto de lo bueno y lo malo puede decírnoslo? Las garras de los leones, el tamaño y los colmillos de los elefantes, los cuernos de los búfalos saltan a la vista. Pero las serpientes son hermosos animales. Las serpientes son redondas y lisas, como las cosas que nos gustan en la vida, de exquisitos colores suaves, graciosas en sus movimientos. Sólo para el hombre bueno esa belleza y esa gracia resultan repugnantes, huelen a perdición y le recuerdan la caída del hombre. Algo en su interior le hace apartarse de la serpiente como del diablo, y a eso se le llama la voz de la conciencia. El hombre que acaricia a una serpiente lo puede hacer todo —el conde Schimmelmann se rió un poco de sus propios pensamientos, se abotonó su rico gabán y se volvió para salir del cobertizo.

El empresario se quedó un momento sumido en profundas pensamientos.

—Su excelencia —dijo finalmente—, necesitáis amar a las serpientes. No hay vueltas que darle. Según mi experiencia en la vida os lo puedo decir y, por supuesto, es el mejor consejo que puedo daros: Amad a las serpientes. Tenedlo en cuenta, excelencia; tenedlo en cuenta, que casi cada vez que le pedimos al Señor un pescado nos da una serpiente.

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