Todas las aves de presa tenían sus ojos ávidos sobre los amables roedores de la tierra. Los somalíes, allí, tenían una posición particular. Los somalíes no eran capaces de obrar por sí solos, son muy excitables y doquiera que vayan pierden mucho tiempo y sangre con sus sistemas morales tribales. Pero son excelentes lugartenientes y quizá por eso los capitalistas árabes les daban la responsabilidad de audaces empresas y de difíciles transportes mientras ellos permanecían en Mombasa. Además, su relación con los nativos era exactamente la de un perro pastor con las ovejas. Los vigilaban incansablemente, enseñando los dientes. ¿Se morirían antes de llegar a la costa? ¿Se escaparían? Los somalíes tienen un vivo sentido del dinero y del valor de las cosas, podían prescindir del sueño y del alimento para llevar su carga y volvían de sus expediciones convertidos en un montón de piel y de huesos. La costumbre continúa en su sangre. Cuando tuvimos la gripe española en la granja, Farah estuvo muy enfermo, y tiritaba por la fiebre pero seguía yendo a todas partes, para llevar medicamentos a los aparceros y obligarles a tomarlos. Le habían dicho que la parafina era muy buena para la enfermedad y entonces compró parafina para la granja. Su hermano pequeño, Abdullai, que estaba con nosotros entonces, se puso también muy enfermo, y a Farah le preocupaba mucho. Pero eso no era más que debilidad de su corazón, algo frívolo. El deber, el pan y la reputación regían el trabajo en la granja, y el perro pastor moribundo continuaba en su puesto. Farah conocía también muy bien lo que pasaba en los círculos nativos, aunque por lo que yo sabía no tenía tratos con ningún kikuyu, excepto con los más ricos.
Las ovejas, las naciones pacientes, sin dientes y sin garras sin poder y sin protector terrenal, iban hacia su destino, como lo siguen haciendo ahora, con su inmensa capacidad de resignación. No morían bajo el yugo como los masai, ni se rebelaban contra el destino, como los somalíes, cuando se consideraban insultados, engañados o menospreciados. Eran amigos de Dios en tierras extranjeras y encadenados. También conservaron una peculiar auto estimación en sus relaciones con los que les perseguían. Eran conscientes de que el provecho y el prestigio de sus atormentadores residía en ellos: eran las figuras centrales en la caza y en el comercio, eran las mercancías. En el largo camino de lágrimas y sangre, las ovejas, en lo profundo de sus corazones mudos y sombríos, se habían hecho una humilde filosofía y no tenían en mucho ni a los pastores ni a los perros. «No descansáis ni de día ni de noche», decían, «camináis con la lengua fuera, jadeáis, veláis por la noche de modo que durante el día tenéis los ojos irritados, y todo por nosotros. Estáis aquí por nosotros. Existís por nosotros, pero nosotros no existimos por vosotros». Los kikuyus de la granja a veces parecían provocar a Farah, como un cordero huye ante el perro guardián, sólo para hacerlo levantar y correr.
Farah y Kinanjui estaban allí, el perro guardián y el viejo carnero. Farah permanecía en pie con su turbante rojo y azul, con su justillo árabe recamado en negro y su túnica de seda árabe, pensativo como una digna figura que podías encontrar en cualquier lugar del mundo. Kinanjui estaba semiechado en el asiento de piedra, desnudo, sin más ropa que el manto de piel de mono sobre los hombros, un viejo nativo, un terrón de las tierras altas africanas. Se trataban mutuamente con respeto, aunque, cuando no tenían que hablarse directamente, de acuerdo con algún ceremonial, pretendían no verse.
Era fácil imaginarios a los dos, cien años antes, o más, sosteniendo una conversación sobre una partida de esclavos, de miembros indeseables de la tribu, de los que Kinanjui quería librarse. Durante todo el tiempo Farah habría acariciado la idea de apoderarse del propio jefe, un buen bocado, para incluirlo en el grupo. Kinanjui seguiría, sin un fallo, todos los pensamientos de Farah, y durante toda la conversación estaría sopesando la situación, como sopesaba su corazón inquieto y amedrentado. Porque era él la figura central, él era la mercancía.
La gran reunión para solventar el caso del accidente empezó pacíficamente. La gente de la granja estaba contenta de ver a Kinanjui. Los aparceros más antiguos vinieron e intercambiaron unas cuantas observaciones con él, luego se apartaron y se sentaron sobre la hierba. Una pareja de ancianas de la periferia de la asamblea me gritó saludándome:
«¡Jambo Jerie
!». Jerie es un nombre kikuyu con el que me nombraban las ancianas de la granja, y también los niños pequeños, pero ni los jóvenes ni los ancianos me llamaban así. Kaninu estaba presente en la reunión, en medio de su gran familia, como un espantapájaros que hubiera cobrado vida, con los ojos ávidos y atentos. Wainaina y su madre vinieron y se sentaron a cierta distancia de los otros.
Le dije a la gente, lenta y firmemente, que el contencioso entre Kaninu y Wainaina se había arreglado y el acuerdo escrito en un papel, Kainanjui venía a certificarlo. Kaninu había dado a Wainaina una vaca y un ternero lechal y aquel asunto había que concluido, porque nadie podía soportarlo más.
Kaninu y Wainaina habían sido advertidos previamente de la decisión y Kaninu informado de que debía de tener preparadas la vaca y la ternera. Las actividades de Wainaina eran de naturaleza clandestina, a la luz del día era como un topo bajo el suelo, y parecía tan blando como uno de esos animales.
Cuando hube leído el acuerdo le dije a Kaninu que trajera la vaca. Kaninu se levantó y movió los brazos hacia arriba y hacia abajo varias veces en dirección a dos de sus hijos jóvenes, que tenían amarrada la vaca junto a las cabañas de los sirvientes. El círculo se abrió mientras llevaban lentamente la vaca y la ternera hasta su centro.
En el mismo momento la atmósfera de la reunión cambió como cuando llega una tormenta por el horizonte y alcanza en pocos segundos su cenit.
No hay nada en el mundo a lo que den los kikuyus más importancia que a una vaca con su ternera al lado. El derramamiento de sangre, la brujería, el amor sexual o las maravillas del mundo del hombre blanco se evaporaban y desaparecían ante la llamarada de su pasión por el ganado que huele a edad de piedra, como el fuego de un pedernal.
La madre de Wainaina lanzó un largo alarido y señaló con su brazo y su dedo seco y tembloroso a la vaca. Wainaina se unió a ella. Hablaba de manera entrecortada y tartamudeante, como si alguien se expresara a través suyo, elevando su voz al cielo. No aceptaba la vaca, era la más vieja del rebaño de Kaninu y la ternera que traía a su lado era la última que había parido, ya no podría tener más.
El clan de Kaninu gritó y le interrumpió con un furioso inventario en forma de
staccato
de las cualidades de la vaca, detrás de lo cual se percibía una gran amargura y desprecio por la muerte.
La gente de la granja consideró que no tenía por qué permanecer en silencio mientras se discutía sobre una vaca y una ternera. Todos los presentes dieron su opinión. Los ancianos se cogían unos a otros de los brazos y lanzaban su último asmático en elogio o condena de la vaca. Las voces agudas de sus ancianas mujeres caían y les seguían como en un canon. Los jóvenes se escupían sus mortíferas observaciones unos a otros con voz profunda. En cosa de dos o tres minutos el claro donde estaba mi casa bulló como el caldero de una bruja.
Miré a Farah y él me miró a mí, como en un sueño. Vi una espada que empezaba a salir de la vaina, y que podía comenzar a golpeara diestro y siniestro. Porque los somalíes son ganaderos y tratantes de ganado. Kaninu me lanzó una mirada como un hombre que se está ahogando y al que arrastra sin remedio la corriente. Miré a la vaca. Era una vaca gris con los cuernos muy curvado s y aguantaba pacientemente en el mismísimo centro del ciclón que había desencadenado. Cuando todos los dedos la apuntaban se puso a lamer su ternera. Pensé que de una forma u otra tenía el aspecto de una vaca vieja.
Por último miré hacia Kinanjui. No sé si había estado observando a la vaca. Mientras le miraba ni siquiera pestañeó. Se sentaba inmóvil, como una masa sin inteligencia o simpatías, simplemente allí junto a mi casa. Se volvió de lado hacia la chillona muchedumbre y me di cuenta que el perfil es el verdadero rostro de un rey. Los nativos tienen la facultad de transformarse, con un simple movimiento, en materia sin vida. Yo creo que Kinanjui no podía decir una palabra o moverse sin avisar las llamas de la pasión, porque estaba sentado sobre ellas para aplacarlas. No todos podían hacerla.
Poco a poco la furia amainó, la gente fue dejando de gritar y adoptando el tono cotidiano, finalmente quedó en silencio. La madre de Wainaina, cuando creyó que nadie la miraba, se acercó unos pasos apoyada en su bastón para observar mejor a la vaca. Farah se volvió y regresó a la civilización con una sonrisita irónica. Cuando todos se tranquilizaron hicimos que las partes se acercaran a la mesa de piedra, metieran el pulgar en grasa de carro y lo estamparan en la parte de abajo del documento del acuerdo. Wainaina lo hizo de muy mala gana, murmurando entre dientes cuando puso el pulgar en el papel, como si le quemara. El acuerdo decía lo siguiente:
Se ha firmado el siguiente acuerdo en Ngong hoy, día 26 de septiembre, entre Wainaina wa Bemu y Kaninu wa Muture. El jefe Kinanjui estuvo presente y lo presenció todo.
El acuerdo declara que Kaninu pagará a Wainaina una vaca con su ternera. La vaca y la ternera serán dadas a Wanyangerri, hijo de Wainaina, el cual el 19 de diciembre pasado fue herido por un disparo accidental del hijo de Kaninu, Kabero. La vaca y la ternera serán propiedad de Wanyangerri. Con el pago de esta vaca y su ternera queda resuelto definitivamente el
Shaurie
. Nadie después de esto debe hablar de él o mencionado en absoluto.
Ngong, 26 de septiembre.
Huella de Wainaina.
Huella de Kaninu.
Yo estaba aquí y escuché la lectura del documento.
La huella deljefe Kinanjui.
La vaca y la ternera fueron entregadas a Wainaina en mi presencia.
Baronesa Blixen.
Post Res Perditas
Teníamos muchos visitantes en la granja. En países de pioneros de la hospitalidad es una necesidad de la vida no sólo para los viajeros, sino para los colonos. Un visitante es un amigo, nos trae noticias, buenas o malas, que son el pan de las mentes hambrientas en los lugares aislados. Un verdadero amigo que llega a la casa es un mensajero celestial que trae el
panis angelorum
.
Cuando Denys Finch-Hatton volvía de una de sus largas expediciones, estaba ansioso por hablar y me encontraba a mí también ansiosa de lo mismo, así que nos sentábamos a la mesa del comedor hasta altas horas de la madrugada, hablando de todo lo que se nos ocurría, metiéndonos en todo, riéndonos de todo. Los blancos que viven mucho tiempo solos con los nativos adquieren la costumbre de decir lo que piensan, porque no tienen razón ni oportunidad para el disimulo, y cuando se encuentran de nuevo mantienen en sus conversaciones el mismo tono que con éstos. Manteníamos la teoría que la tribu salvaje masai, que tenía su
manyatta
junto a las colinas, veía la casa toda encendida, como una estrella en la noche, como los campesinos de Umbría veían la casa donde San Francisco y Santa Clara hablaban de teología.
La más importante de las funciones sociales de la granja eran las
ngomas
—las grandes danzas nativas—. En esas ocasiones teníamos entre mil quinientos y dos mil invitados. Sin embargo, nuestra hospitalidad era modesta. Dábamos a las madres calvas de los danzantes moranis y de las
nditos
—doncellas— rapé, y a los niños —en aquellas danzas en que se traían niños— azúcar, distribuido por Kamante en cucharas de madera. En ocasiones, pedí al comisionado del Distrito permiso para que mis aparceros tomaran
tembu
, una mortífera bebida fabricada con azúcar de caña. Pero los verdaderos protagonistas, los infatigables jóvenes bailarines, que traían consigo la gloria y el lujo de la festividad, eran inmunes a la influencia extranjera y se concentraban en la dulzura y el fuego que llevaban dentro de sí. Únicamente pedían una cosa del mundo exterior: un espacio liso donde danzar. Esto lo podían encontrar cerca de mi casa, en el prado grande bajo los árboles, y en la plaza que había sido nivelada, en el bosque entre las cabañas de mis sirvientes. Por esa razón los jóvenes del país estimaban mucho la granja y las invitaciones a mis bailes.
Las ngomas se celebraban unas veces de día y otras de noche. Durante el día las ngomas necesitaban más espacio, porque convocaban a tantos espectadores como danzantes; se celebraban en el prado. En la mayor parte de las ngomas los danzantes formaban un círculo grande, o una serie de círculos los más pequeños, y saltaban con la cabeza echada hacia atrás, o pateaban el suelo siguiendo un ritmo, echándose adelante sobre un pie, y luego sobre el otro, y de nuevo lenta y solemnemente dando vueltas con los rostros dirigidos hacia el centro del redondel, mientras los bailarines más destacados se separaban de éste para actuar, saltar y correr en medio. A la luz del día las ngomas dejaban sus señales estampadas en el prado, círculos grandes y pequeños secos y marrones, como si el fuego hubiera quemado la hierba y estos redondeles mágicos que desaparecían muy lentamente.
Las grandes ngomas diurnas se parecen más a una feria que a un baile. Muchedumbres de espectadores siguen a los bailarines y se agrupan bajo los árboles. Si el rumor de que se iba a celebrar una ngoma se difundía ampliamente podía ver incluso cómo llegaban las mujeres mundanas de Nairobi —las
malaya
, una bonita palabra en
swaheli
—, que venían a lo grande, en calesas arrastradas por mulos de Ali Khan, envueltas en largas piezas de percal de colores alegres, y que cuando se sentaban parecían como grandes flores sobre la hierba. Las chicas honradas de la granja, vestidas con sus faldas y mantones tradicionales de piel, aceitados y grasosos, se ponían cerca de ellas y discutían abiertamente sobre sus vestidos y sus modales, pero las bellezas de la ciudad, cruzadas de piernas, permanecían quietas como muñecas con ojos de cristal, hechas de madera oscura, y fumaban sus pequeños cigarros. Bandadas de chiquillos, extasiados por la danza y deseosos de aprender e imitar, iban tumultuosamente de corro en corro, o formaban los suyos propios, más pequeños, en los márgenes del prado, y allí se dedicaban a saltar arriba y abajo.