Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
Tuve que reconocer que David tenía razón. Louis, mi querido pupilo, había atravesado una vez el mundo en busca del vampiro más viejo, y Armand se le había adelantado con los brazos abiertos para decirle que no existían ni Dios ni el diablo. Medio siglo antes, también yo había emprendido la búsqueda del vampiro más viejo y había comprobado que era Marius, creado en los tiempos de la antigua Roma, el cual me declaró lo mismo que Armand: Dios no existía; el diablo no existía.
Permanecí inmóvil, consciente de ciertos estúpidos detalles que me irritaban, como el calor que hacía en el bar, el desagradable perfume que flotaba en el ambiente, la ausencia de lirios, el frío que reinaba en el exterior, la incomodidad de no poder descansar hasta el amanecer, el hecho de que aquélla iba a ser una noche muy larga y de que las cosas que decía no tenían ningún sentido para David, quien probablemente acabaría abandonándome. También sabía que ese ser podía aparecer de nuevo en el momento más inesperado.
—¿Te quedarás junto a mí? —pregunté, odiándome por haber formulado esa pregunta.
—Permaneceré a tu lado y trataré de sujetarte si ese ser pretende llevarte consigo.
—¿Eso harás?
—Sí —contestó David.
—¿Por qué?
—No seas idiota —respondió David—. Mira, no sé qué es lo que vi en aquel café. Jamás he vuelto a ver ni oír nada parecido. En cierta ocasión te conté mi historia. Como sabes, fui a Brasil, aprendí los secretos de la macumba. La noche que tú... me perseguiste, traté de invocar a los espíritus.
—Y acudieron, pero eran demasiado débiles para ayudarte.
—Cierto. Pero lo que pretendo decir es que te amo, en cierto modo estamos ligados de una forma especial. Louis te adora. Para él eres una especie de dios siniestro y temible, aunque finge odiarte por haberlo creado. Armand te envidia y te observa más de lo que imaginas.
—Oigo y veo con frecuencia a Armand, pero hago caso omiso de él —respondí.
—Marius, como supongo que sabes, no te ha perdonado que no te convirtieras en discípulo suyo, en su acólito, que no creyeras en la historia como una suerte de coherencia redentora.
—Lo has expresado a la perfección, pero te aseguro que está enojado conmigo por motivos mucho más serios. Tú no estabas con nosotros cuando desperté a la Madre y al Padre. No estabas presente. Pero ésa es otra historia.
—Sé lo que sucedió. Olvidas que he leído tus libros. Leo tus obras en cuanto terminas de escribirlas, en cuanto las lanzas al mundo de los mortales.
—Puede que el diablo también las haya leído —dije soltando una amarga carcajada.
Insisto en que detesto sentirme atemorizado. Me pone furioso.
—Descuida, prometo permanecer a tu lado —dijo David.
Luego observó la mesa con aire distraído, como solía hacer cuando era un ser mortal, cuando yo era capaz de adivinar su pensamiento pero él me derrotaba, impidiéndome penetrar en su mente. Ahora se trataba simplemente de una barrera. Jamás volvería a saber lo que pensaba David.
—Tengo hambre —murmuré.
—Pues ve en busca de tu víctima.
Yo meneé la cabeza y contesté:
—Todavía no. La atraparé en cuanto Dora abandone Nueva York y regrese a su viejo convento. Sabe que su padre está condenado. Cuando yo acabe con él pensará que lo hizo uno de sus numerosos enemigos, que su muerte fue una venganza por los males causados y ese tipo de pensamientos bíblicos, cuando lo cierto será que lo mató una especie asesina que rondaba por el jardín salvaje de la Tierra, un vampiro en busca de un suculento mortal que fue a fijarse en su padre.
—¿Piensas torturar a ese hombre?
—¡David! Me choca que me hagas esa pregunta tan indiscreta.
—¿Lo harás? —insistió David con timidez, como si me implorara.
—No lo creo. Sólo quiero...
Miré a David sonriendo. Conocía de sobra los detalles. Nadie tenía que explicarle lo de la sangre, el alma, la memoria, el espíritu, el corazón. Yo no conocería a ese desdichado mortal hasta que consiguiera atraparlo, atraerlo hacia mi pecho y abrirle la única vena honesta que tenía en el cuerpo, por decirlo de alguna manera. Demasiados pensamientos, demasiados recuerdos, demasiada rabia...
—Me alojaré contigo —dijo David—. ¿Tienes una suite en este hotel?
—Sí, pero es demasiado pequeña para los dos. Busca un apartamento cómodo y espacioso. A ser posible cerca..., cerca de la catedral.
—¿Por qué?
—¿No lo adivinas? Si el diablo se pone a perseguirme por la Quinta Avenida, entraré corriendo en la catedral de San Patricio, me acercaré al altar mayor, caeré de rodillas ante el Sagrado Sacramento y rogaré a Dios que me perdone, que no me arroje a las llamas del infierno.
—Creo que estás a punto de volverte completamente loco.
—Te equivocas. Mírame. Soy capaz de atarme los cordones de los zapatos yo solito, y también de ponerme el fular; no creas, colocártelo con gracia, sin que parezca la bufanda de un payaso, requiere cierta habilidad. Tengo las pilas cargadas, como dicen los mortales. ¿Te encargarás de buscar un apartamento para nosotros?
David asintió.
—Junto a la catedral hay un rascacielos de cristal, un edificio monstruoso.
—La Torre Olímpica.
—Exacto. Averigua si disponen de algún apartamento para alquilar. En realidad, puedo decir a mis agentes que se ocupen de ello, no sé por qué te pido que te encargues de esos menesteres tan humillantes...
—Lo haré encantado. Ahora es demasiado tarde, pero mañana mismo alquilaré un apartamento a nombre de David Talbot.
—¿Te importa recoger el equipaje que tengo en mi habitación? Me he inscrito con el nombre de Isaac Rummel. Se trata de un par de maletas y unos abrigos. Estamos en invierno, ¿no?
Entregué a David la llave de mi habitación. Era humillante, lo trataba como si fuera mi sirviente. Quizá cambiase de opinión y decidiría alquilar nuestro nuevo apartamento bajo el nombre de Renfield.
—Descuida, me ocuparé de todo. A partir de mañana dispondremos de una suntuosa base de operaciones. Te dejaré las llaves en recepción. Pero ¿qué harás tú entretanto?
Yo guardé silencio. Mi víctima seguía hablando con Dora, que partiría al día siguiente.
Al cabo de unos minutos señalé hacia arriba y contesté:
—Voy a matar a ese cabrón. Lo haré mañana, al anochecer, si consigo atraparlo. Dora se habrá ido. ¡Dios, qué hambre tengo! Ojalá tomase Dora un avión esta misma noche. Dora, Dora.
—Te gusta esa chica, ¿verdad?
—Sí. Me gustaría que la vieras en televisión. Tiene un talento espectacular, y su mensaje encierra un elevado y peligroso contenido emocional.
—De modo que es un dechado de virtudes.
—Así es. Tiene la piel muy blanca, el pelo corto y negro, las piernas largas y esbeltas y baila con tal abandono, con los brazos extendidos, que recuerda a un derviche o a un sufí, y cuando habla no se expresa con humildad, sino con asombro. Todo cuanto dice es muy positivo.
—Es lógico.
—La religión no siempre fue una cosa positiva. Ella no se pone a hablar sobre el apocalipsis ni amenaza con que el diablo perseguirá a quienes no le envíen un cheque para su iglesia.
David reflexionó unos instantes y luego dijo:
—Veo que te ha causado una honda impresión.
—No, te equivocas. La quiero, sí, pero pronto me olvidaré de ella. Lo que ocurre es que... su versión de la religión me parece muy convincente, se expresa con gran seguridad y a la vez delicadeza. Está convencida de que Jesús vino a la Tierra.
—¿Estás seguro de que ese ser que te persigue no está de algún modo relacionado con su padre, tu víctima?
—Existe un medio de averiguarlo —contesté.
—¿Cómo?
—Mataré a ese canalla esta noche. Quizá lo haga después de que deje a su hija. Mi víctima no se aloja aquí con ella. Tiene miedo de perjudicarla, de que su presencia suponga un peligro para ella. Jamás se aloja en el mismo hotel que su hija. Posee tres casas en la ciudad. Me sorprende que no se haya marchado todavía.
—Me quedaré contigo.
—No, vete, tengo que liquidar este asunto. Te necesito, de veras, necesitaba contártelo, pero no te quiero a mi lado. Sé que estás sediento de sangre. No es preciso adivinar tu pensamiento para saberlo. Contuviste tus deseos para acudir de inmediato en mi ayuda. Vete a dar una vuelta por la ciudad —dije sonriendo—. Nunca has deambulado por Nueva York en busca de una víctima, ¿verdad?
David hizo un gesto negativo con la cabeza. Sus ojos habían cambiado. Era el hambre lo que confería a su mirada una expresión velada, como un perro que ha captado el olor de una perra en celo. Todos mostramos a veces esa expresión animal, aunque no somos tan buenos y nobles como las bestias. Ninguno de nosotros.
—No olvides alquilar un apartamento en la Torre Olímpica —dije, al tiempo que me levantaba—, con vistas a San Patricio. Procura que no esté situado en un piso demasiado alto, para sentirme cerca de las torres de la catedral.
—¿Te has vuelto loco?
—No. Me marcho. Oigo su voz y sus pasos arriba. Se está despidiendo de su hija con un casto y afectuoso beso. Su coche le aguarda frente a la puerta del hotel. Cuando salga de aquí se dirigirá a la casa que posee en la parte alta de la ciudad, donde guarda sus reliquias. Cree que sus compinches y las autoridades no saben nada de ello, o que piensan que son unas baratijas adquiridas en la tienda de un amigo. Pero yo sé que es propietario de un auténtico tesoro, y también sé lo que significa para él. Le seguiré hasta su casa... Debo irme, el tiempo apremia, David.
—Jamás me había sentido tan confundido —contestó éste—. Estaba a punto de decir «ve con Dios».
Tras soltar una carcajada, me incliné y lo besé rápidamente en la frente, para que nadie pudiera interpretar ese gesto más que como una muestra de afectuosa amistad.
Dora lloraba en su habitación, en uno de los últimos pisos del hotel. Estaba sentada junto a la ventana y contemplaba la nieve llorando. Se arrepentía de haber rechazado el último regalo que le había ofrecido su padre. Si al menos... La joven apoyó la frente contra el frío cristal y rezó por su padre.
Atravesé la calle. La nieve me produjo una sensación reconfortante, aunque, claro está, yo soy un monstruo.
Desde la parte trasera de la catedral de San Patricio vi que mi víctima salía del hotel, echaba a andar apresuradamente bajo la nieve y se instalaba en el asiento posterior de su elegante limusina negra. Le oí dar al chófer una dirección próxima a la casa donde guardaba sus tesoros. Adelante, Lestat, me dije, ésta es la tuya. Permanecerá allí, solo, un buen rato.
Deja que el diablo venga a por ti. No te dejes intimidar. No entres en el infierno temblando como un cobarde. ¡Ánimo!
Llegué a la casa de mi víctima, en el Upper East Side, antes que él. Lo había seguido hasta allí en numerosas ocasiones. Conocía sus costumbres. Los sirvientes se alojaban en la planta inferior y en la superior, aunque no creo que supieran quién era él. Su estilo era semejante al de un vampiro. El segundo piso de la casa estaba ocupado por un sinfín de habitaciones, cerradas a cal y canto como una prisión, a las que él accedía por una entrada trasera.
Mi víctima no descendía nunca del coche delante de su casa, sino en Madison, daba un rodeo a la manzana y entraba por la puerta trasera del edificio. A veces se apeaba en la Quinta Avenida. Utilizaba dos rutas, y parte de los terrenos circundantes era de su propiedad. Pero nadie, ni siquiera quienes le perseguían, sabía que tenía una casa allí.
Yo no estaba seguro de que su hija, Dora, conociera la ubicación exacta de la casa. Su padre no la había llevado allí ni una sola vez en todos los meses en que yo lo había estado vigilando, relamiéndome al pensar en el festín que iba a darme. Tampoco había captado en la mente de Dora una imagen precisa de la casa.
Sin embargo, Dora conocía la existencia de su colección de obras de arte. Tiempo atrás no había tenido inconveniente en aceptar sus regalos. Algunos de ellos los conservaba en el abandonado convento de Nueva Orleans. Yo había intuido la presencia de dos de esas maravillosas piezas la noche en que la había seguido hasta allí. Mi víctima seguía lamentándose de que Dora hubiera rechazado su último regalo. Un objeto sagrado, según deduje.
No tuve ninguna dificultad para entrar en el apartamento.
En realidad, no se trataba exactamente de un apartamento, aunque incluía un pequeño lavabo, sucio debido al estado de abandono, y una serie de habitaciones atestadas de baúles, estatuas, figuras de bronce y montones de cachivaches entre los que, sin duda, se escondían tesoros de incalculable valor.
Me producía una extraña sensación el hecho de estar dentro, oculto en una pequeña habitación trasera, pues antes sólo había contemplado el interior a través de las ventanas. Hacía mucho frío. Cuando llegara mi víctima, instauraría el calor y la luz con el mero gesto de pulsar unos botones.
Presentí que él se encontraba todavía en Madison debido a un atasco, y decidí explorar la casa.
Al salir de la habitación y toparme con la estatua de mármol de un ángel me sobresalté. Era uno de esos ángeles que solían hallarse junto a las puertas de las iglesias, ofreciendo agua bendita en una concha. Yo los había visto en Europa y Nueva Orleans.
Se trataba de una estatua gigantesca, y su cruel perfil contemplaba ciegamente las sombras. Al fondo del pasillo se reflejaba la luz de la bulliciosa calle que daba a la Quinta Avenida. A través de los muros se filtraba el ruido del tráfico de Nueva York.
El ángel estaba de pie, ligeramente inclinado hacia delante, como si acabara de descender del cielo para ofrecer agua bendita a los fieles. Le propiné una suave palmada en la rodilla y pasé de largo. No me gustaba su aspecto. Noté un olor a pergamino y diversas clases de metal. La habitación que había frente a mí estaba llena de iconos rusos. Las paredes aparecían literalmente cubiertas de ellos y la luz se reflejaba en los halos de las vírgenes de mirada triste y en las imágenes de Jesús.
Al entrar en otra habitación vi numerosos crucifijos. Algunos de ellos poseían un inconfundible estilo español, otros un estilo barroco italiano, y unos cuantos muy primitivos y raros, representaban a un Cristo grotesco y desproporcionado, clavado en la tosca cruz y mostrando una expresión de indecible sufrimiento.
De pronto comprendí que todas las obras de arte que había allí eran religiosas. Claro que, bien pensado, buena parte de las obras de arte que se crearon con anterioridad a nuestro siglo son eminentemente religiosas.