Memento mori (55 page)

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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Memento mori
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Orestes trató sin éxito de forzar una sonrisa.

—Voy fuera a fumar.

—Si te levantas de esa silla —le advirtió con tono amenazante—, voy a señalarte con el dedo ahora mismo. Puedes tratar de acabar conmigo aquí y ahora con este tenedor, pero hay muchos testigos. ¿No crees? Perderás la oportunidad de jugar en las grandes ligas. Quédate ahí bien quietecito, que vas a escuchar cómo sigue esto, chavalín.

Aceptó la orden sin rechistar.

—Muy bien. Acércate —musitó invitándole a que se acercara a él con el dedo—. Este anciano tiene un vuelo dentro de pocas horas. He decidido retirarme una buena temporada.

—¿Crees que me conoces? —le interrumpió turbado—. No sabes quién soy. Daremos contigo.

Carapocha inclinó ligeramente la cabeza hacia su derecha.

—Es extraño, no había conocido un caso de sociopatía narcisista que hubiera derivado en un trastorno de identidad disociativo. Augusto y Orestes, Orestes y Augusto. Te has creado una personalidad para cobijarte de tus víctimas, así los recuerdos macabros perseguirán a otro mientras continúas tu obra. Ahora empiezo a ver las cosas claras. No entiendo cómo no me percaté antes.

—Lo que creas que sabes no es relevante, tarde o temprano te cogeremos —porfió.

—Lo dudo, pero es lícito que lo intentes… que lo intentéis —rectificó resaltando el plural con sorna—, al tiempo que huís los dos de la policía. Os lo vais a pasar en grande. ¡Menudo reto! Ahora, vas a quedarte aquí sentado mientras yo empiezo mi viaje. Y no se te ocurra marcharte sin pagar, no vayan a detenerte por una tontería así. Cuida los detalles y recuerda la fórmula: planificación, procedimiento y perseverancia. Por cierto, me ha encantado tu nuevo coche, una maravilla de la ingeniería alemana. No sabes lo que me ha costado rajar las ruedas.

Orestes se mordió el labio y probó el sabor de su propia sangre.

—Que tengáis mucha suerte, querido, la vais a necesitar —auguró Carapocha a modo de despedida.

Orestes quiso dar la réplica, pero la furia engullió sus palabras y solo pudo observar el particular balanceo de Pílades en su camino hacia la salida.

Aturdido por el revés, permaneció unos minutos mirando por la ventana cómo unas nubes de color hormigón cubrían el cielo tiñendo de gris violáceo el inicio de la tarde. Su propio reflejo en la ventana le hizo volver a la realidad. Tenía que cambiar de planes de inmediato, y empezó a barajar diferentes posibilidades. La primera de ellas fue la de salir corriendo de allí en dirección al aeropuerto más cercano. Por suerte, hacía unos días había tomado la determinación de llevar consigo sus utensilios de trabajo: dispositivos electrónicos, kit de postizos, caja de herramientas y, por supuesto, la carpeta con documentación falsa; todo bien escondido en el coche. Todavía disponía de cinco identidades completas con sus pasaportes, tarjetas de crédito y licencias de conducir. Podría volar a cualquier parte del mundo y contaba con dinero suficiente y a buen recaudo para pasar una buena temporada de aislamiento. Eso sí, tendría que soltar las amarras de su vida anterior, nada de lo que no pudiera prescindir. Empezar de cero no era un problema. A pesar de ello la furia y la impotencia le hicieron golpear la mesa con la palma de la mano. Necesitaba aire.

Cuando se calmó, volvió a la mesa. Había llegado a la conclusión de que no era el momento de tomar decisiones precipitadas y nacidas del pánico. Primero, debía analizar la situación, localizar los puntos problemáticos, aislarlos y buscar soluciones individualizadas para cada uno de ellos. Así se lo enseñó el hombre que le acababa de complicar la existencia. Decidió tomarse un buen gin tonic; probablemente, la música le ayudara a determinar el camino a seguir.

Al rato la camarera le trajo la cuenta y, cuando terminó de revisarla, se quedó encasquillado en el membrete de la factura. Tras unos segundos, se reclinó en la silla con las manos en la cabeza.

—¡Qué hijo de la gran puta! —repitió tres veces
in crescendo
.

Pagó y corrió hasta su coche. Como esperaba, las ruedas estaban intactas.

Plentzia (Vizcaya)

A las 16:29, el coche del inspector cruzaba el magnífico puente que salva la ría de Plentzia y da la bienvenida a la pequeña población vizcaína cuando sonó su móvil. Era Matesanz.

—Sancho.

—Soy Matesanz. Tengo malas noticias.

Sancho encajó las piezas y medio resopló contraído.

—Mejía. ¿Cuándo ha sido?

—Acaban de avisarnos.

—¿Cuándo es el funeral?

—Creen que mañana a las 18:00 en San Benito.

—Allí estaré. Gracias por avisarme. Si hay alguna novedad en el dispositivo…

—Por supuesto —le interrumpió—. Te llamo de inmediato.

—Gracias. Hasta mañana.

En cuanto colgó se desahogó varias veces contra el volante, pero no había tiempo para más lamentaciones. Con la palma de la mano dolorida, buscó la dirección de Carapocha en la agenda. Camino de Guzurmendi, Siberia, sin más. Sin perder un segundo, preguntó desde el coche a una persona mayor por la dirección.

—¿Camino de Guzurmendi, Siberia, por favor?

—¿Qué buscas?, ¿al Carapocha?

Sancho elevó sus pobladas cejas, sorprendido.

—A ese mismo.

—Lo tienes muy sencillo, pues. Tira todo seguido y cuando dejes el puerto a tu izquierda, coges la segunda calle que sube a la derecha. Esa es Guzurmendi Bidea. Después, todo tieso para arriba y, cuando la carretera se bifurca, tú sigue en Guzurmendi. Es la segunda casa de la izquierda, una con un camino rojo. Verás que pone «Siberia» en la entrada. No tiene pérdida. Ten cuidado de no meterte en el centro, porque aquello es un laberinto de la hostia.

El inspector llevaba años sin escuchar ese acento que tanto le gustaba y tardó en asimilar las indicaciones.

—Muchas gracias.

—Agur.

Clavó el freno cuando leyó «Siberia». Dejó el coche junto al muro de piedra y saltó sin dificultad la valla de madera que marcaba el acceso a la finca. Era de grandes dimensiones y presentaba buen estado de conservación y cuidado: césped y setos bien cortados, árboles vigorosos y demasiado silencio. Se palpó el costado para asegurarse de que llevaba el arma antes de dejar el dedo pegado en el timbre. Nadie contestó. Decidió entonces rodear la casa, construida en planta rectangular, de muros de mampostería gris, buscando algún signo de actividad en el interior. Nada. Blasfemó en alto como nunca lo había hecho, utilizando términos que ni siquiera era consciente de conocer y que podían haber sido extraídos de algún ritual satánico. Anduvo sin rumbo, caminando en círculos hasta que se decidió. Hizo un gran esfuerzo por calmarse y, cuando notó que estaba en disposición de hablar, apretó el botón de llamada. Al segundo tono, descolgó.

—Ramiro, buenas tardes.

—Buenas tardes, Armando.

—¿Cómo estás?

—No muy bien. Me acaban de decir que Mejía ha muerto.

—Vaya, lo siento mucho. ¿Estás bien? Te tiembla la voz.

—¿Dónde estás? Oigo ruido de altavoces.

—Efectivamente, acabo de llegar al aeropuerto. Voy a tratar de adelantar mi vuelo.

Sancho se encogió y ahogó el alarido que necesitaba para evaporar su frustración.

—¡Hay que jodeeerse! ¡Me cago en la puta madre que me parió! —vociferó.

—¿Qué sucede, inspector?

—Sucede que necesito hablar contigo y no precisamente para que me consueles por la pérdida del comisario. Tienes mucho que explicarme.

Carapocha tardó en responder.

—No puedo decirte más que… lo siento.

—¿Que lo sientes? ¡Maldito hijo de puta! ¿Lo sientes? ¿Qué es lo que sientes? Lo has manejado todo desde el principio. Le conocías. Podías haber hecho que nada de esto hubiera sucedido. ¡Martina estaría viva, maldito hijo de puta! ¡¡Maldito seas mil veces!! —bramó.

Apoyó la frente contra el tronco de una palmera y cerró los ojos tratando de reponerse.

—Ramiro, escúchame. No puedo darte en este momento todas las explicaciones que mereces, pero te prometo que un día me plantaré delante de ti para hacerlo en persona y dejaré que hagas lo que te dicte el corazón. Lo siento, pero debo coger ese avión.

—¿Para salvar tu culo? —tartamudeó.

—Mi culo ya está condenado desde hace mucho tiempo. No estoy pensando precisamente en mí.

—¡Maldito seas! ¡Te encontraré, te lo juro! ¡Os encontraré a los dos y os mataré con mis propias manos! Tienes suerte de que no te haya encontrado en tu casa.

—¿Cómo? ¿Que has ido a buscarme? ¿Dónde estás?

—¡¡¡En tu puta casa!!! —voceó liberando arrobas de rabia.

—¡No, no, no! ¡Sal de ahí ahora mismo! ¡Él estará allí aho…!

A Sancho ni siquiera le dio tiempo a procesar esa última frase. La corteza del árbol se fundió a negro, le fallaron las rodillas y, a pesar de que su instinto le hizo estirar los brazos para tratar de agarrarse a algo, cayó a plomo contra el cemento solo un segundo después de que lo hiciera su móvil.

Sentir el agua fría en la cara hizo que recuperara la consciencia. El intenso dolor que nacía de la parte posterior de la cabeza le forzó a apretar con fuerza los párpados y emitió un prolongado quejido. Cuando consiguió abrir los ojos, pudo distinguir los colores blanco y marrón en una sucesión interminable de pequeños rombos. Un suelo de cocina, supuso. Con dificultad, levantó la cabeza para tratar de hacerse una composición de lugar. Al reconocer el rostro que le apuntaba con su pistola e intentar incorporarse, se percató de que estaba abrazado a un pilar de madera con las manos inmovilizadas por sus propias esposas.

—Inspector Ramiro Sancho, supongo —dijo queriendo imitar a Henry Stanley en su encuentro con el doctor Livingstone—. Yo soy la pieza que te faltaba.

Miró a su alrededor. La cocina era rústica y espaciosa, con un mueble central situado a algo más de dos metros de la viga a la que estaba esposado.

«Es él. Debió de golpearme en la nuca cuando hablaba por teléfono y perdí el conocimiento. No sé cuánto tiempo ha podido pasar desde entonces, no mucho. No parece que tenga más lesiones. Me ha quitado el arma y me ha esposado a este pilar que va del suelo al techo. Imposible soltarse. Casa aislada, ventanas cerradas y persianas bajadas. Poca probabilidad de alertar a algún vecino si grito. Supongo que querrá divertirse un rato conmigo antes de matarme; de otra forma, ya estaría muerto».

—Por fin nos conocemos en persona.

—Así que tú eres el poeta, el
hacker
, el falsificador, el camaleón y, por supuesto, el puto asesino —acertó a decir el inspector entre dientes.

—Yo no diría tanto. Para el mundo exterior solamente soy un brillante diseñador gráfico, y así va a seguir siendo. ¡Qué grata sorpresa! La vida no deja de sorprendernos. ¿Verdad, inspector? Estaba yo esperando a mi amigo Pílades en su casa y de repente escucho a mi principal oponente pegando voces por teléfono. ¿Con quién hablabas? Por cierto, tu móvil ha fallecido, aunque supongo que eso ahora es lo que menos te importa, ¿no? Dime, ¿con quién hablabas?

—Con tu putísima madre.

—Dudo mucho que en el infierno haya cobertura. ¿Con quién hablabas? —insistió.

Sancho meditó su respuesta.

—Con comisaría para ordenar la búsqueda y captura de Armando Lopategui.

La réplica llegó en forma de culatazo. La ceja del inspector se abrió para dejar salir un profuso caudal de sangre.

—Esto va a durar mucho más de lo que nos gustaría a los dos si me tratas como a un estúpido. No se habla a gritos con comisaría. ¿Con quién discutías?

—Con tu querido cómplice y amigo antes de que coja un avión.

—Eso ya me gusta más. Así que el pájaro ha volado, ¿eh? No importa, sé adónde va. Le cazaré como a un perro.

—Parece que has discutido con tu novio —insinuó tratando de recuperar el control.

—Digamos que ha tratado de engañarme y hemos roto relaciones, pero ya no importa. En estos momentos, solo estoy contigo. ¿Sabes que Pílades hablaba muy bien de ti?

—¿Así llamas a tu psicólogo?

—Él me llama Orestes.

—Ya.
La Orestíada
, muy oportuno —expresó recordando la exposición de Martina.

—Exacto. Pílades llegó a decirme que, antes o después, darías conmigo.

—En cierta forma, así ha sido.

—En cierta forma, sí. Lo reconozco, pero el que empuña el arma soy yo y el que va a morir eres tú —auguró.

—Bueno. Por lo menos, servirá para reabrir el caso. A mí no me convencerás para que me vuele la tapa de los sesos como hiciste con Bragado. Vas a tener que dispararme aquí esposado, maldito cobarde. Pero antes, respóndeme: ¿por qué tuviste que asesinarla a ella?

—Martina, claro. Es difícil que lo entiendas desde tu óptica. Desde la mía, suponía un desafío al que tenía que enfrentarme y que logré superar con éxito. Así de simple. Para tu tranquilidad te diré que no sufrió.

—Pagarás por ello, por Martina y por los otros cuatro inocentes que has asesinado.

—Yo no he asesinado a nadie, pero en este momento eso carece de importancia. Lo que debería importarte son las elevadas posibilidades que tienes de ser el siguiente, inspector.

—Parece que tengo todas las papeletas, pero no podrás encubrirlo en mi caso. Terminarán cogiéndote, y yo te estaré esperando en el otro lado para ajustar cuentas contigo.

—Bueeeno. No nos pongamos metafísicos, ¿vale? De todos modos, ya me había hecho a la idea de tener que empezar de cero en otro lugar gracias a nuestro querido Pílades, así que no estoy muy preocupado por ello. El caso es que tengo una enorme curiosidad por comprobar si eres tan brillante como él asegura y, como tenemos tiempo, he pensado en un juego en el que te daré la oportunidad de salvar la vida. ¿Qué te parece?

—Ya. Los cinco anteriores perdieron, ¿no es así?

—No, ellos no se ganaron la oportunidad de jugar. Sin embargo, tú has demostrado ser un buen rival. Como diría él,
Fortuna iuvat audaces
[77]
.

—Latinajos de mierda. Yo prefiero a nuestro Miguel de Cervantes: «Esta que llaman por ahí Fortuna es una mujer borracha y antojadiza, y sobre todo ciega, y, así, no ve lo que hace ni sabe a quién derriba».

—¡Estupendo! ¡¡Genial!! —exclamó forzando una ridícula mueca circense—. ¡Me has dejado de piedra! No se equivocaba Pílades contigo, no señor. Así pues, no tenemos otra opción que comprobar quién tiene razón, si tu Cervantes o su Virgilio. Es muy sencillo. Aquí tengo tres cartas, ¿ves? La sota de oros, que eres tú o, mejor dicho, tu vida; la sota de copas, que es nuestro común amigo Pílades y, por último, la sota de bastos que seguro que ya habrás adivinado que me representa a mí.

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