Memento mori (7 page)

Read Memento mori Online

Authors: Muriel Spark

BOOK: Memento mori
9.89Mb size Format: txt, pdf, ePub

La abuela Barnacle la fulminó con una mirada de fuego. Comprendió que la enfermera se sentía irónica. Con toda seguridad, ella debía saber que había pasado tres meses en la cárcel de mujeres de Holloway treinta y seis años antes, seis meses veintidós años antes y otros meses en épocas sucesivas. La abuela Barnacle se convenció de que la enfermera había querido aludir a sus procedentes cuando había preguntado con aquel tono de voz: «¿Adónde?»

El doctor miró a la muchacha arrugando la frente y dijo a la abuela Barnacle:

—Estése tranquila, abuela. Esta mañana su presión no es muy satisfactoria. ¿Cómo ha pasado la noche? ¿Algo agitada?

Estas palabras animaron a la abuela Barnacle, que, en verdad, había pasado una pésima noche.

Abuela Trotsky se había repuesto tanto, que quitaron el biombo, y volvió a emitir sus balbucientes gorgoteos. Sólo verla y oír el rumor de aquellos esfuerzos para hablar, y precisamente en ese momento, quitaron toda fuerza a la abuela Barnacle.

Miró al doctor a la cara, como esperando leer una sentencia.

—Doctor, efectivamente no me siento nada bien —dijo—. Y con esa asquerosa de servicio no estoy tranquila. Creo que me va a pasar algo.

—Vamos, vamos, abuela. Esa pobre mujer ha trabajado demasiado —la amonestó el médico—. Todos estamos contentos de poder ayudar de cualquier modo que podamos hacerlo. Intentamos serles útiles, abuela.

—¿Tengo mal semblante, querida? —murmuró fe abuela Barnacle a la señorita Taylor, cuando el médico se hubo ido.

—No, abuela. Tiene un excelente aspecto.

En realidad, la cara de la abuela Barnacle estaba salpicada de manchas de rojo oscuro.

—¿Ha oído lo que el doctor ha dicho sobre mi presión? ¿Cree que era una mentira, sólo para que no me quejara?

—No lo creo.

—Se lo juro, abuela Taylor, quisiera salir por aquella puerta y bajar las escaleras, aunque después me muriera de repente.

—No se lo aconsejo —dijo la abuela Taylor.

—¿Podrían declararme loca?

—No lo sé.

—Se lo diré al cura.

—Ya sabe lo que le contestará —dijo la señorita Taylor—. Ofrezca su condenado sufrimiento a las ánimas benditas.

—Sí.

—Es una religión severa, abuela Barnacle. Si mi madre no hubiese sido católica, yo jamás hubiera…

—Conozco a una señora…

Fue entonces cuando la señorita Taylor dijo imprudentemente:

—Yo conozco a una señora, que conoce a otra señora que forma parte del comité de este hospital. Se necesitará un poco de tiempo, pero ya veré qué puedo hacer para que trasladen a la Burstead.

—Que Dios la bendiga, abuela Taylor.

—No puedo prometer nada, pero lo intentaré. Deberé usar de mucha diplomacia.

—¿Oyen? —dijo la abuela Barnacle, dirigiéndose a todas las pacientes de la sala—. ¿Saben lo que va a hacer la abuela Taylor?

La señorita Taylor no quedó demasiado desilusionada de su primera tentativa de indagar con doña Lettie. Aquello era sólo el principio. Insistiría. Y, después, quizás podría intentar algo con Alec Warner. Quién sabe si podría inducirle a hablar con Tempest Sidebottome, que formaba parte del comité directivo del hospital. Y quién sabe también si se habría podido disponer cada cosa sin vituperio y sin daño para aquella desgraciada abuela Burstead.

* * *

—Así, pues, ¿su «doña» no le ha prometido nada definitivo? —preguntó la abuela Barnacle.

—No. Necesitará tiempo.

—Pero ¿cree que lo logrará antes del invierno?

—Confío que sí.

—¿Le ha explicado lo que ha hecho a la abuela Duncan?

—Exactamente, no.

—Debiera habérselo dicho. Pero lo comprendo. Tengo la impresión de que usted no está completamente de nuestra parte, abuela Taylor. Además, creo que recuerdo aquella cara.

—¿Qué cara?

—La de su «doña».

La dificultad estaba en el hecho, pensaba la señorita Taylor, de que en realidad ella consideraba que aquel asunto no era tan importante como lo planteaban. Alguna vez le habría gustado poder decirles a sus compañeras: «¿Y si vuestras sospechas fuesen fundadas? ¿Y si muriéramos en el próximo invierno?» Alguna vez decía:

—De todos modos, alguna de nosotras morirá ese invierno. Es muy probable.

—Yo ya estoy dispuesta para presentarme ante Dios. En cualquier momento —contestaba la abuela Valvona.

—Pero no antes de su momento —añadía rápidamente la abuela Barnacle, con decisión.

—Debería insistir a su amiga, señorita Taylor —decía la señorita Duncan, que, de todas, era la que mayor irritación causaba a la hermana Burstead.

Abuela Duncan tenía cáncer. A menudo, la señorita Taylor se había preguntado si la hermana Burstead no tendría miedo precisamente a causa de esto.

—Creo que ahora recuerdo la cara de aquella señora —continuaba repitiendo la abuela Barnacle—. ¿Se la veía a menudo por Holborn, durante la noche?

—No lo creo —contestó la señorita Taylor.

—Quizás era una antigua cliente mía —insistía la otra.

—Creo que estaba suscrita directamente a sus periódicos.

—¿No iba a trabajar por esos barrios?

—Verá… No iba precisamente al trabajo. Formaba parte de varios comités. Se ocupaba de cosas de este tipo.

Abuela Barnacle volvía a ver con el pensamiento la cara de doña Lettie.

—¿Dice que se ocupaba de obras asistenciales?

—Sí, algo por el estilo —contestó la señorita Taylor—. Nada de especial.

Abuela Barnacle la miró con sospecha, pero la señorita Taylor no quería dejarse inducir a decir demasiado y a admitir que doña Lettie era visitadora de las cárceles de Holloway desde que tenía treinta años hasta que —gorda y asmática como se había vuelto— le resultaba ya difícil subir escaleras.

—Insistiré a doña Lettie —prometió.

Era el día de descanso de la hermana Burstead, y una enfermera entró silbando mientras llevaba la bandeja con la cena.

Abuela Barnacle comentó con robusta voz: «Mujer que silba, gallina que canta, no es agradable a Dios, ni al hombre encanta.»

La enfermera dejó de silbar y lanzó una intensa mirada a abuela Barnacle. Luego, con gran ruido, depositó la bandeja y fue a recoger otra.

Abuela Trotsky intentó levantar la cabeza y decir algo.

—Abuela Trotsky quiere hablar —dijo la señora Duncan.

—Dice —explicó la señorita Taylor— que no deberían ser descorteses con las enfermeras, sólo porque…

—¡Descorteses con las enfermeras! Ya veremos lo que harán cuando en invierno…

La señorita Taylor empezó el
benedicite.

«¿No hay forma —pensaba— de lograr que ellas olviden el invierno? ¿Por qué no empiezan a redactar y volver a redactar sus testamentos cada semana?

Durante la noche murió la abuela Trotsky. Se le reventó un vaso sanguíneo en el cerebro, y su alma retornó a Dios, que se la había dado.

V

La señora Anthony notó, instintivamente, que la señora Pettigrew era una mujer de ánimo gentil. Su instinto se equivocaba. Pero durante las primeras semanas, desde que había entrado en casa de los Colston para cuidar a Charmian, la señora Pettigrew, sentada en la cocina, contó sus penas a la señora Anthony.

—Tome un cigarrillo —dijo ésta, señalando el paquete encima de la mesa, en tanto servía un té muy fuerte—. Todo podría ir peor.

—No podría ir peor —replicó la señora Pettigrew—. He dedicado treinta años de mi vida a Lisa Brooke. Todos sabían que yo debía de haber heredado aquel dinero. Y luego, he aquí que Guy Leet da un paso adelante con sus pretensiones. Ése no era un matrimonio, no. No era un matrimonio en el buen sentido de la palabra.

Acercóse la taza de té e, inclinando su cabeza junto a la de la señora Anthony, le contó en qué terribles circunstancias y por qué antigua razón Guy Leet no consiguió consumar el matrimonio con Lisa Brooke.

La señora Anthony tragó un abundante sorbo de té, sosteniendo la taza con ambas manos, soplando mientras el vapor caliente y perfumado le envolvía agradablemente la nariz.

—Con todo, un marido siempre es un marido. Por ley.

—Lisa jamás le reconoció como tal —dijo la señora Pettigrew—. Nadie supo de su matrimonio con Guy Leet, hasta que murió. ¡Ese cerdo!

—Creí haberle oído decir que no había nada que objetar respecto de la Brooke —objetó Anthony.

—Guy Leet —precisó la señora Pettigrew—. Él es el cerdo.

—¡Ah, comprendo! Bien, los tribunales tendrán que decir algo, querida, cuando llegue el momento. Coja un cigarrillo.

—Me está incitando al vicio de fumar, señora Anthony. Gracias. Acepto. Usted debería intentar fumar menos. No le sienta nada bien.

—Veinte cigarrillos al día desde que tenía veinticinco años, y ayer cumplí los setenta.

—¡Setenta! Buen Dios, pero usted…

—Setenta, ayer.

—¡Setenta! ¿No es hora ya de que se retire? No la envidio, con esa buena compañía.

Con la cabeza señaló el umbral de la cocina, para indicar a los Colston, que estaban al otro lado.

—No son tan malos como eso —dijo la señora Anthony—. Él es un poco cicatero, pero ella es simpática. A mí, ella me es agradable.

—¿Es mezquino en asuntos de dinero? —preguntó la señora Pettigrew.

—¡Oh, muchísimo! —contestó Anthony, y movió los ojos para subrayar el juicio.

La señora Pettigrew se acarició los cabellos que eran tupidos, teñidos de negro y bien cortados, como se los hacía llevar Lisa Brooke.

—¿Cuántos años me calcula, señora Anthony?

Sentada aún, la señora Anthony se apoyó al respaldo de la silla para contemplar mejor a su interlocutora. Le miró los pies, calzados con un par de zapatos de ante negro, las piernas sólidas y bien torneadas, sin ninguna vena que resaltara, las caderas como enguantadas por una faja y el pecho firme. Luego inclinó la cabeza a un lado para contemplar con un ángulo de quince grados la cara de la señora Pettigrew. Alguna arruga entre nariz y boca. Una boca pequeña, pintada de color rojo cereza. Sólo un esbozo de doble papada. Dos surcos a través de la frente, ojos oscuros y límpidos, nariz afilada y voluntariosa.

—Diría —empezó, cruzando los brazos —que va para los sesenta y cuatro.

El aspecto físico bastante marcado de la señora Pettigrew hacía más inesperada la dulzura de su voz, la cual aún fue más dulce cuando dijo:

—Puede añadir cinco más.

—¡Sesenta y nueve! No lo parece —exclamó la señora Anthony—. Naturalmente, usted siempre ha tenido tiempo y dinero para cuidarse y arreglarse la cara. Si hubiese tenido que afanarse como yo…

En realidad, la señora Pettigrew tenía setenta y tres años, pero bajo el maquillaje, en efecto, no demostraba su edad.

Se pasó una mano por la frente y movió suavemente la cabeza. Estaba preocupada por aquel dinero. Sin duda el pleito iría para largo. Incluso la familia de Lisa hacía valer sus derechos.

La señora Anthony había empezado a recoger el mantel.

—Supongo que el viejo Warner todavía está con «ella» —dijo.

—Ciertamente —confirmó la señora Pettigrew.

—Me la quita de encima por poco —añadió la señora Anthony.

—Debo decir —continuó la señora Pettigrew— que cuando yo vivía con Lisa Brooke, normalmente me invitaban para que entretuviera a los huéspedes. Así yo podía hablar con todos ellos.

Anthony se había puesto a pelar patatas y canturreaba.

—Voy para allá —dijo la señora Pettigrew, levantándose y pasando las manos por la limpia falda—. Le guste o no, es necesario que no la pierda de vista. Para eso estoy aquí.

Cuando la señora Pettigrew entró en el salón dijo con bondad:

—¡Oh, señora Colston! Me pregunto si no estará usted cansada.

—Puede llevarse el té —dijo Charmian.

Pero la señora Pettigrew llamó al timbre para que viniera la señora Anthony, y, mientras recogía platos y tazas y los colocaba sobre la bandeja para que se los llevase, la gobernanta diose cuenta de que el invitado de Charmian la estaba mirando.

—Gracias, Taylor —dijo Charmian a la señora Anthony.

La señora Pettigrew había visto alguna vez a Alec Warner en la casa de Lisa Brooke. Él la sonrió y le hizo un ademán de saludo. Ella se sentó y cogió un cigarrillo de su bolso de antílope negro. Alec le dio fuego. El tintineo sobre la bandeja de la señora Anthony se fue debilitando, a medida que ésta se alejaba hacia la cocina.

—¿Me estaba diciendo…? —dijo Charmian, dirigiéndose a su huésped.

—¡Ah, sí! —Warner levantó su blanca cabeza, su pálido rostro hacia la señora Pettigrew—. Estaba explicando el nacimiento de la democracia en la Gran Bretaña. ¿Echa de menos a la señora Brooke?

—Muchísimo —contestó Mabel Pettigrew, exhalando una larga bocanada de humo. Había asumido su tono mundano—. Continúe hablando sobre la democracia —añadió.

—Cuando estuve en Rusia… —empezó a decir Charmian—, la Zarina envió una escolta para…

—Por favor, señora Colston, aguarde un momento, hasta que el señor Warner nos haya hablado de la democracia.

Charmian, por un momento, miró a su alrededor, un poco sorprendida. Luego dijo:

—Sí, sigue hablando de democracia, Eric.

—No, Eric no. Alec.

Con un movimiento de la mano, vieja pero firme, pareció que Alec Warner quisiera nivelar el aire a su alrededor.

—El verdadero resurgir de la democracia en la Gran Bretaña, tuvo efecto en Escocia gracias a la vejiga de la reina Victoria —dijo—. Allí, ¿comprenden?, ya aleteaba una idea de democracia. Pero ésta, realmente, se instauró por aquella pequeña debilidad de la reina Victoria.

Mabel Pettigrew rió echando la cabeza hacia atrás. Charmian parecía confusa. Alec Warner continuó lentamente, como una persona que quiere colmar con su voz el vacío del tiempo. Tenía la mirada atenta.

—Vea, la reina Victoria, repito, sufría de una leve molestia en la vejiga. Cuando en los últimos años fue a vivir en Balmoral, hubo que construir muchísimos retretes en el lado posterior de los pequeños
cottages,
los cuales, antes, carecían de servicio higiénico. Y todo para que la reina pudiera dar su paseíto matinal por el campo, y bajar de vez en cuando de la carroza, aparentemente para visitar a los pobres campesinos en sus habitaciones. Así corrió la voz de que la reina Victoria era extraordinariamente democrática. En realidad todo se debía a ese pequeño trastorno. Sea como fuere, todos imitaron a la reina. La idea se difundió y ahora, como pueden ver, nosotros tenemos una gran democracia.

Other books

Affairs & Atonements by Cartharn, Clarissa
Cuando falla la gravedad by George Alec Effinger
The Demolishers by Donald Hamilton
Family Night by Maria Flook
Under the Skin by Kannan Feng
Whiff Of Money by James Hadley Chase