Mediohombre (5 page)

Read Mediohombre Online

Authors: Alber Vázquez

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

BOOK: Mediohombre
8.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Cuántos de mis hombres echarán a correr en el momento en el que esos bastardos ingleses comiencen a cañonear esta posición? ¿Cuántos de mis hombres?

Alderete procuró que su voz estuviera a la altura de la de Lezo:

—Ninguno, señor…

—¿Puede jurarlo, capitán? Con la mano sobre las sagradas escrituras, maldita sea. ¿Puede jurar que ni uno solo de mis hombres echará a correr colina abajo?

¿Qué podía responder Alderete?

—Desde luego, señor. Lo juro ante lo más sagrado.

—Bien, eso es lo que deseaba escuchar. Mis hombres tiemblan porque son hombres, pero no huyen porque no son bastardos ingleses. Aquí vamos a morir todos, ¿entendido? Vamos a morir o a salir victoriosos, pero no existen más opciones. Ni una sola.

No había terminado de decir esto último, cuando el navío de línea inglés que se hallaba en vanguardia lanzó una andanada completa. Primero el ruido y luego las balas. Primero la advertencia y luego el desastre.

—¡A cubierto! —exclamó Alderete al escuchar el sonido de los cañonazos—. Han comenzado a disparar. ¡A cubierto!

—¡Que nadie se mueva! ¡Todo el mundo quieto en su posición! —contraordenó Lezo—. ¡Aguantad!

Un instante después, escucharon cómo las balas se perdían en la maleza lo suficientemente lejos de su posición como para estar tranquilos. Sólo una de ellas impactó más o menos cerca e hizo que unas cuantas ramas y astillas cayeran sobre el firme de la batería.

—Las primeras andanadas son para que mostremos nuestra posición exacta —explicó Lezo—. Sólo nos están tanteando.

—En ese caso —repuso Alderete—, ¿no vamos a responder todavía, señor?

Lezo se giró, como impulsado por un mecanismo oculto, sobre su pata de palo:

—¡Por supuesto que vamos a responder! ¡Y no sólo vamos a responder! Vamos a soportar todo el hierro que quieran dispararnos y vamos a responder con fuego continuo desde nuestra parte.

Un segundo navío de línea inglés efectuó una nueva descarga. Esta vez las balas golpearon más cerca. Dos de ellas impactaron directamente en la batería e hicieron saltar por los aires varios trozos de piedra que hirieron a un hombre.

Los cien artilleros mandados por el capitán Alderete aguardaban a que Lezo continuara su discurso. Parecía como si hasta allí hubieran ido sólo con la intención de escuchar lo que el almirante tenía que decirles. Parecía como si la lluvia de balas que pronto arreciaría no era sino una circunstancia un tanto molesta pero, en ningún caso, decisiva en torno a los acontecimientos futuros.

—Me da igual si estáis casados o permanecéis solteros. Me da exactamente lo mismo si os aguarda esposa, madre, hijas o hermanas. Que comiencen a llorar ya y adelanten trabajo para más adelante. Y tampoco me importa demasiado si sois leales a España o no lo sois. Lo único que me importa en este momento, lo único que en verdad valoraré de ahora en adelante, es si me sois leales a mí. Es lo único que quiero saber: si estáis conmigo o no lo estáis.

Lezo hablaba ya directamente a los hombres porque la batalla había dado comienzo y cuando la batalla da comienzo, la chusma deja de ser chusma y se convierte en tropa. Tropa de la que, ahora y de una vez por todas, Lezo extraería una promesa.

—¿Estáis conmigo? —repitió a voz en grito.

Dos andanadas casi seguidas llegaron desde los navíos de línea que, abajo, corregían lentamente sus posiciones para ser más efectivos.

Las balas ya impactaban directamente en la batería. Uno de los hombres cayó al suelo y varios se acercaron a él con la intención de auxiliarle.

—Aguardo una respuesta, capitán.

—Dios santo, almirante, ¡por supuesto que estamos de su lado!

—¿Hasta el último de los hombres que hoy va a morir aquí?

—¡Desde luego que sí, señor!

—En ese caso, ¡a vuestros puestos, maldita sea! ¡No quiero gandules en mis filas! Os prefiero muertos antes que ociosos, y vive Dios que así estaréis antes que finalice el día. Pero ninguno de vosotros irá al infierno desasistido: Juro por mi nombre que el honor de los muertos bajo mi mando, bajo el mando de Blas de Lezo, no se agota en esta vida. Va más allá y os acompaña para siempre.

El cada vez más intenso y más certero golpeteo de las balas comenzó a inquietar a Alderete.

—Me he visto en tormentas más peligrosas que esta fina lluvia, capitán —dijo Lezo. Parecía sonreír en medio del polvo levantado por las balas—. Vamos, vamos, esto no es nada comparado con lo que nos espera.

—Estoy de acuerdo con lo que dice, señor —replicó Alderete midiendo cada una de sus palabras para no parecer irrespetuoso—, pero habría que responder ya.

—¡De acuerdo! —exclamó Lezo haciéndose oír sobre el estruendo de los cañones ingleses—. Tan sólo una petición para todos: os ruego con tanta energía como humildad que antes de que vuestro cometido en este mundo haya tocado a su fin, enviéis a pique a todos esos perros sarnosos de ahí abajo. ¡Enviadlos a pique ahora!

—¡A los cañones! —ordenó Alderete gritando para que hasta el último de los hombres le oyera—. Vamos a enseñar a esos malnacidos que en esta batería la muerte no asusta a nadie. ¡Aquí luchan los hombres del almirante Lezo!

Los hombres comenzaron a trajinar en torno a los cañones. Cada cual en el que le había sido asignado, como lo habían ensayado una y mil veces por orden expresa del oficial de la pata de palo al que ahora deberían rendir cuentas si alguien lo hacía mal.

El servicio de cien hombres en una batería estrecha y pensada, en origen, para albergar la mitad de cañones de los que, en realidad, ahora han sido dispuestos, no constituye una tarea sencilla. Cargar, apartarse, aguardar la orden del oficial al mando del cañón y disparar. Todo eso a la mayor velocidad posible, sin entorpecerse unos artilleros a otros, sabiendo cada uno en cada momento cuál es su tarea y dónde debe situarse. Como bailar encaramado a un madero suspendido sobre una ciénaga en la que los caimanes abren sus fauces hacia el vacío. No mires hacia abajo o el pánico se apoderará de ti.

Alderete había realizado un buen trabajo. Los soldados sabían de memoria cada uno de los compases de la danza para la que habían sido entrenados y ello, a Lezo, le agradó.

Permanecía quieto en la retaguardia, observando, satisfecho, las maniobras de sus hombres. Uno tras otro, los cañones eran cargados, primero con los cartuchos de pólvora y después con balas de calibre ligero, y, luego, todos se apartaban mientras el oficial al mando daba la orden. Seca y directa:

—¡Fuego!

Tras varios intentos fallidos, un disparo impactó de lleno sobre la cubierta de uno de los navíos de línea ingleses que les estaban atacando. Los artilleros pudieron ver, aun en la distancia, que grandes pedazos de astillas saltaban por los aires. Algunos no pudieron reprimir su alegría.

Había sido el primer blanco y el primer blanco siempre sabe distinto. Como si la muerte fuera sólo a ocuparse del otro bando.

—¡Silencio, caterva de gañanes! —exclamó Alderete—. ¿Creéis, acaso, que la labor está terminada? ¡Todos a trabajar! ¡Vamos, sin descanso! ¡O no saldremos con vida de aquí!

Lezo se dio cuenta de que era hora de dar media vuelta y regresar al fuerte de San Luis. Allí, en la batería, no tenía nada más que hacer. En adelante, la defensa quedaba en manos de Alderete y los suyos. Sabía que no podrían aguantar durante demasiado tiempo, pero quedaban bien pertrechados. Podrían disparar sin descanso al menos hasta que la mitad de los hombres hubieran caído. Después, abandonarían la batería y se reunirían con los demás en el San Luis.

El castigo de los navíos de línea enemigos comenzaba a arreciar.

* * *

Vernon había reunido a su consejo militar a bordo del Princess Carolina. Excepto Ogle, que se hallaba dirigiendo el cañoneo contra Tierra Bomba, estaban todos los oficiales de confianza del almirante: Lestock, Wentworth, Gooch y Washington.

El Princess Carolina se encontraba fondeado en retaguardia, protegido por varias hileras de navíos y muy lejos del alcance de las baterías cartageneras.

—Señores —comenzó Vernon—, como a ninguno de los presentes se le ocultará, hemos dado comienzo al ataque sobre la ciudad. Siguiendo el plan previsto, estamos desgastando las baterías defensivas de primera línea para, así, despejar el paraje de Tierra Bomba.

Wentworth, que no deseaba sino dirigir cuanto antes las compañías de infantería, intervino:

—¿Para cuándo se prevé la destrucción de las baterías de Tierra Bomba?

—Pronto, amigo mío, pronto… —respondió Vernon sin ocultar en su rostro una mueca de plena satisfacción—. Según mis informes, las baterías no aguantarán ni lo que resta del día. Pero hemos de ser concienzudos en nuestra labor. Disponemos, en este momento, de más de diez navíos de línea castigando sin descanso la costa. Caerán, Wentworth, caerán… Pero no debemos precipitarnos, sobre todo ahora que los españoles han tenido tiempo de organizarse.

—Desde luego, almirante —intervino el joven Washington—. Es conveniente limpiar el camino de malas hierbas para que nuestras tropas puedan avanzar sin dificultad.

Los miembros del consejo rieron la ocurrencia del protegido de Vernon. Washington no era demasiado brillante y carecía por completo de cualquier experiencia militar, pero tenía a Vernon de su parte y ello obligaba a fingir no sólo ya la risa, sino el aprecio, el respeto y la estima.

—El vicealmirante Ogle —continuó Vernon satisfecho—, con valor inigualable, lleva más de dos horas disparando sin descanso sobre las posiciones de Tierra Bomba. Las tripulaciones del Norfolk, del Russell y del Shrewsbury se están empleando a fondo, puedo asegurárselo. Según mis informes, las baterías españolas se encuentran exhaustas. Han perdido a numerosos artilleros y la mitad de sus cañones se encuentran inoperativos.

En ese momento, un soldado abrió la puerta de la amplia cámara donde estaba teniendo lugar el consejo.

—¡Adelante! —ordenó Vernon.

—Señor, con su permiso —dijo mientras entraba en la cámara.

Se dirigió directamente hacia el lugar en el que se encontraba el almirante y le alargó un documento.

Vernon leyó en silencio mientras el resto de miembros del consejo aguardaba impaciente.

—El Norfolk ha sido desarbolado casi por completo —anunció con gesto circunspecto— y el Shrewsbury ha sido dañado de importancia. Sin embargo —añadió levantando la vista—, tengo el placer de anunciar que las baterías de Tierra Bomba, como habíamos previsto, han sido acalladas.

Los miembros del consejo prorrumpieron en exclamaciones de alegría.

—¡Propongo que desembarquemos de inmediato una compañía de exploradores! —propuso Wentworth. Echaba su cuerpo hacia delante para otorgar mayor énfasis a sus palabras.

—¿No sería oportuno dar a los españoles una oportunidad para rendirse? —intervino Gooch.

—¿Rendirse? —respondió Wentworth—. No van a rendirse, maldita sea. No pensaban hacerlo antes de lanzar nuestro ataque y no lo harán ahora que han logrado dañar dos de nuestros navíos. ¡Enviemos hombres a tierra sin más dilación!

Vernon se sintió verdaderamente tentado por la posibilidad de realizar un rápido desembarco y tomar posiciones en tierra firme. Todavía quedaban unas cuantas horas de luz y la suerte siempre está del lado de los audaces.

—¿Qué opina, Lestock? —preguntó, por fin—. ¿Cree que podría acercarse con un navío y alcanzar la costa con unas cuantas lanchas y un centenar de hombres?

Lestock respondió de inmediato:

—No le quepa duda, almirante. Ahora que las baterías de Tierra Bomba han sido silenciadas, no será difícil acercarnos por el norte y tomar tierra.

Wentworth sonreía satisfecho. Si los hombres de Lestock tomaban la posición y la aseguraban, el desembarco masivo podría llevarse a cabo en uno o dos días y la empresa en tierra que él había de dirigir daría comienzo.

—Bien, adelante —ordenó Vernon—. Confío en que las baterías sean nuestras antes del atardecer.

* * *

El capitán Alderete y cuarenta y dos de sus hombres se presentó a las puertas del fuerte de San Luis. Habían luchado en las baterías hasta que sólo uno de los cañones pudo disparar. Traía seis heridos graves y aseguraba haber dejado atrás a cinco más que no podían caminar.

Cuando el coronel de ingenieros Carlos Desnaux, que mandaba el fuerte por orden directa de Lezo, acudió a su encuentro, no pudo evitar horrorizarse. La piel y las ropas de los hombres aparecía negra.

—Demasiado polvo y demasiada sangre —dijo Alderete sin ser capaz de recobrar el aliento—. Ha resultado una carnicería, pero creo que hemos cumplido con nuestra misión.

—Desde aquí carecemos de visibilidad suficiente —repuso Desnaux—. Informe, capitán: ¿cuáles son las bajas producidas en el enemigo?

—No sabría decirle con certeza, señor, pero sabemos que al menos dos de sus navíos de línea han resultado seriamente dañados. Uno de ellos lleva la arboladura prácticamente destruida y el otro…, el otro…

Alderete tuvo que realizar una pausa para tomar aliento. Tosió varias veces y solicitó un poco de agua. La pidió también para el resto de sus hombres.

—Hemos hecho todo lo que ha estado en nuestra mano, coronel. Todo.

—No me cabe duda de ello, Alderete, pero necesito un informe detallado. ¡Sobrepóngase, por Dios!

Alderete se frotó su negro rostro con un no menos sucio antebrazo y continuó:

—Poco más hay que añadir, señor. Estábamos tan concentrados en nuestro propio trabajo, que apenas hemos dispuesto de tiempo para evaluar las pérdidas del enemigo. Lo que sí puedo asegurarle es que han sufrido daños. Estoy seguro de que muchos más de los que ellos pensaban.

No había terminado Alderete de informar a Desnaux, cuando un paso cojitranco se escuchó retumbar en la galería que daba acceso a la estancia donde los hombres provenientes de las baterías habían sido acomodados.

—¡Me siento feliz, maldita sea! —atronó Lezo antes mientras realizaba acto de presencia—. ¡Me siento feliz cuando mis hombres se comportan como tales y un poco más!

Alderete se sintió reconfortado. No las tenía todas consigo y temía que el almirante les recriminara que hubieran dado por perdidas las baterías antes de que realmente lo estuvieran.

—No pudimos hacer más, señor —dijo.

—Estoy completamente seguro de ello, Alderete. Completamente seguro.

Lezo observó el lamentable estado en el que se encontraban los recién llegados.

Other books

The Wicked Girls by Alex Marwood
Wild by Tina Folsom
The Wormwood Code by Douglas Lindsay
Powerless by Stella Notecor
The Echo by Minette Walters
The Horse Whisperer by Nicholas Evans
Traveller by Abigail Drake
Homecoming by Cathy Kelly