—¡La Llama Purificadora consumirá la corrupción que ahoga a Nuln como el humo de las fundiciones! —declamaba el joven—. ¡Los gordos sacerdotes ya no esquilarán a sus rebaños! ¡Los dueños de las forjas ya no pagarán sueldos de miseria a los valientes hombres que vierten el hierro que los enriquece! ¡Los señores de las tierras ya no aumentarán los alquileres de cabañas que ni siquiera son adecuadas para que vivan en ellas perros! ¡Alzad la antorcha, hermanos! ¡Uníos a la Hermandad de la Llama Purificadora, y quemadlos! ¡Purificad la ciudad con el fuego!
Mientras Félix observaba, los enmascarados vieron que la patrulla de la guardia se abría paso hacia ellos, y entonces recogieron rápidamente los panfletos y desaparecieron en un callejón.
Félix continuó su camino. Cuando se aproximaba más al río y a la zona conocida como Las Chabolas, los edificios se hicieron menos sólidos y más altos, y las calles —pulcramente adoquinadas en la ciudad vieja y en torno a las universidades— se transformaron en pantanos de fango e inmundicia, sin pavimentar. Félix reparó en que los símbolos de varios grupos agitadores aparecían pintados en las paredes con mayor frecuencia cuanto más se adentraba en el barrio: el símbolo en forma de cuña de los Aradores, el cáliz del Cáliz de Plata, la antorcha encendida de la Llama Purificadora. Este último símbolo lo hizo estremecer, porque le recordó el incendio que había quemado aquel barrio hasta los cimientos durante el ataque de los hombres rata, hacía tantos años. Le resultaba difícil creer que cualquier organización que abogara por el fuego como instrumento de cambio pudiera ganar muchos adeptos allí, pero nunca se sabía. La gente tenía poca memoria.
* * *
Al fin, en el corazón mismo de Las Chabolas, llegó a una taberna maltrecha y ruinosa. En el cartel, bastante azotado por los elementos, que había sobre la puerta se veía, pintado, un cerdo que tenía los ojos vendados. Unos pocos rudos mercenarios haraganeaban en los bancos que había en el exterior de la estrecha puerta, donde bebían cerveza y tomaban el sol de finales de verano. Un par de matones enormes le hicieron un gesto de asentimiento al verlo llegar.
Félix se inclinó para pasar por la puerta, demasiado baja para él, y recorrió con la mirada el interior de la taberna, cuya iluminación era mortecina. Gotrek estaba sentado ante la barra, y su achaparrada forma maciza se mantenía en precario equilibrio sobre un taburete alto; la enorme cresta de pelo rojo parecía en llamas a causa del haz de sol que la atravesaba. Estaba inclinado hacia adelante, sólido, musculoso, con los brazos apoyados sobre la barra, mientras el viejo Heinz, dueño de El Cerdo Ciego y antiguo camarada de los tiempos de mercenario de Gotrek, llenaba dos jarras con la cerveza de un barrilete. Le dio una a Gotrek, y ambos las alzaron con solemnidad.
—¡Por Hamnir! —dijo Heinz.
—¡Por Hamnir! —asintió Gotrek.
Bebieron hasta vaciar las jarras.
Heinz se enjugó la boca con el dorso de una carnosa mano.
—Pero, al menos, ¿murió bien? —preguntó.
Gotrek frunció el ceño y tosió dentro de la jarra.
—Sí —dijo Félix, que avanzó para ocupar un taburete junto al Matador—. Murió bien.
—Me alegro —dijo Heinz, y se volvió para servir otra jarra de cerveza a cada uno.
Gotrek le dirigió a Félix una mirada que era casi de gratitud. Al Matador no le gustaba mentir, pero resultaba obvio que tampoco le hacía gracia contarle la verdad a Heinz. Hamnir no había muerto bien. Había muerto traicionando a su raza, y había sido Gotrek quien lo había matado. No era la primera vez que Félix lo salvaba de tener que contar aquella incómoda verdad. Esperaba que fuera la última.
Gotrek se metió un grueso dedo por debajo del parche ocular y se rascó la cuenca vacía.
—Heinz dice que la guerra se ganará o perderá en Middenheim. Partiremos mañana al amanecer.
—De acuerdo —suspiró Félix.
¡Vaya!, adiós a los días que debían pasar con un techo sobre la cabeza… Pero no le sorprendía. Desde que se habían enterado, en Barak-Varr, de que las hordas del Caos habían descendido una vez más desde los desiertos del norte para amenazar los territorios de los hombres, Gotrek había sido como un perro de caza que hubiera husmeado un zorro. Nada iba a impedir que el Matador marchara al norte para desafiar a otro demonio.
—¿Recuerdas la vez en que Hamnir intentó salvar toda la biblioteca del conde Moragio, mientras los orcos derribaban las puertas? —dijo Heinz, que dejó dos jarras de cerveza ante Gotrek y Félix—. Nunca había visto a un enano tan preocupado por unos libros. Estaba loco.
—Sí —gruñó Gotrek—. Loco.
El Matador cogió bruscamente la jarra y, enojado, se marchó con pesados pasos a sentarse en un rincón oscuro.
Heinz lo miró interrogativamente con sus ojos de reumático. El viejo mercenario continuaba siendo un hombre corpulento, pero la avanzada edad le había encorvado la espalda, y lo que en otros tiempos habían sido poderosos músculos colgaba ahora de los huesos.
—¿Qué le pasa?
—Viejas heridas —dijo Félix.
—Sí —asintió Heinz con gesto sabio—. Conozco ese tipo de heridas.
* * *
—¿Has visto la hoguera de hoy? —preguntó la ramera.
—¿Qué has dicho? —gritó Félix.
Era por la noche del mismo día. Ahora, la taberna de El Cerdo Ciego estaba abarrotada de gente, inundada de ruido, humo y hedor a cuerpos apretujados. Vocingleros estudiantes de las universidades y colegios se chillaban baladronadas y desafíos unos a otros. Mercenarios y soldados se inclinaban sobre las mesas y narraban historias exageradas a voz en cuello. Aprendices y obreros ennegrecidos por el humo de las forjas del otro lado del río chanceaban con rameras y mozas de taberna que, ansiosas por despojarlos de la paga, reían. Hijos de nobles de visita por los barrios bajos mantenían la espalda contra la pared y se regocijaban demasiado sonoramente mientras intentaban empaparse del ambiente sin ensuciarse la ropa. En un rincón, unos comerciantes tileanos hablaban de negocios con unos artesanos enanos. Un halfling supervisaba una partida de dados que se celebraba en otro.
—La hoguera, ¿la has visto? —preguntó la muchacha, una moza rechoncha, de rizos pelirrojos, con los carrillos untados de colorete—. Quemaron a uno de los guardias de la Escuela Imperial de Artillería. Los cazadores de brujas descubrieron que tenía una boca debajo del brazo izquierdo, y esta tarde lo quemaron en el islote de la Torre.
—No me digas —replicó Félix con desinterés.
Horas antes, la moza se había apretujado a su lado al pensar que era un buen objetivo, y él la había invitado a vino por tener algo que hacer. A decir verdad, habría preferido mucho más estar en el piso de arriba, en la habitación que Heinz le había dado, leyendo los libros en que su hermano había convertido los diarios; pero Gotrek se había sumido en uno de sus estados anímicos más negros, y Félix había decidido que era mejor idea quedarse cerca y mantenerlo vigilado. El Matador no se había movido desde que se había apartado de Heinz, limitándose a beber una jarra de cerveza tras otra y a mirar fijamente a la nada, durante toda la noche, con su único ojo airado.
Desde que había matado a Hamnir en las profundidades de las minas de Karak-Hirn, había estado más ceñudo e iracundo de lo que Félix lo había visto jamás. Gotrek nunca hablaba de sus sentimientos, así que Félix no sabía qué le andaba por la cabeza, pero lo cierto era que ver cómo alguien que en otros tiempos había sido el mejor amigo de uno sucumbía a la seducción del Caos, y luego tenerlo que matar por eso, bastaría para amargar incluso al alma más alegre, y Gotrek ya antes no había sido precisamente un rayo de sol, para empezar.
—Chilló casi como un humano al arder —dijo la muchacha.
—¿Quién? —preguntó Félix.
—El mutante. Me hizo estremecer.
—Muy empático por tu parte, no me cabe duda —dijo Félix.
—¿Qué es empratico? —preguntó la ramera—. ¿Una cochinada?
Félix no respondió. Había oído que alguien pronunciaba la palabra Matador, y se volvió en busca de ese alguien.
Un grupo de estudiantes borrachos, aún ataviados todos con los ropones sin mangas que llevaban para asistir a clase, miraban fija y abiertamente a Gotrek.
Uno de mentón hundido y con fino pelo rubio fruncía el ceño.
—¿Un Matador?
Otro de pelo oscuro y altiva sonrisa despectiva asintió con la cabeza.
—Sí, he leído sobre ellos. Son enanos que han jurado morir en combate contra un terrible monstruo, para purgar una gran vergüenza. Hay Matatrolls, Matadragones, Mata-lo-que-haya.
El del mentón hundido soltó una risotada.
—¡Éste parece un Matajarras! —dijo en voz alta—. Tiene la nariz metida dentro de ésa, desde que llegamos.
Los otros estallaron en carcajadas ante la ingeniosa observación. Félix se encogió y miró a Gotrek. Por suerte, parecía que el Matador no lo había oído. Ahora, sólo con que los necios cambiaran de objetivo, todo iría bien.
Pero no iba a ser. El chiste que había hecho del mentón hundido les gustó tanto a los otros que sintieron la necesidad de repetirlo en voz aún más alta.
—¡Matajarras! ¡Ésa sí que es buena!
—¿Y qué me decís de Matacerveza?
—¡Sí, Matacerveza, azote de la taberna!
—¡Eh, Matashervesha! —lo llamó uno que tenía orejas prominentes, con voz pastosa a causa de la bebida—. ¡Mata atrojara para noshotrosh! ¡Muéshtranosh tu poderío!
—Vamos, muchachos —dijo Félix, que se libró de la ramera y avanzó.
Pero ya era demasiado tarde. Gotrek había levantado la cabeza y clavaba en los estudiantes una inexpresiva mirada funesta.
La mayoría calló en ese momento, al darse repentinamente cuenta de que el oso al que hurgoneaban no estaba muerto, después de todo. Pero el de las orejas prominentes parecía ser más tonto y estar más borracho que el resto. Soltó una risilla y lo señaló.
—Bueno, al menosh nunca she pondrá bishco de borrachera. ¡Shólo tiene un ojo! —Alzó la copa con un saludo burlón—. ¡Ave, Matajarrash! ¡Poderosho vaciador ciclópeo de barriletesh!
Gotrek se puso de pie con la jarra en la mano y derribó la mesa ante la que estaba.
—¿Qué me has llamado?
Félix se interpuso.
—Tranquilo, Gotrek. Están muy borrachos y son muy jóvenes. No queremos problemas.
—Habla por ti, humano —dijo Gotrek, que lo apartó del camino con suavidad, pero de modo inexorable—. Problemas es exactamente lo que quiero.
Los otros estudiantes retrocedieron, intranquilos, cuando Gotrek avanzó pesadamente, pero el de las orejas prominentes se quedó donde estaba, sonriendo como un imbécil.
—¡Yo te nombro Matajarrash! ¡Matashervesha! ¡Matapintash! —Rió—. ¡Esho esh! ¡El Matapintash tamaño pinta!
El puño de Gotrek impactó contra la mandíbula del de las orejas prominentes y se oyó un crujido como el de una lápida que se partiera. El muchacho voló por los aires y se estrelló contra una mesa ocupada por fornidos pistoleros de Hochland, cuyas bebidas derribó, y los empapó a todos de cerveza. La ramera de Félix chilló y huyó, desapareciendo entre la multitud.
El jefe de los pistoleros, un gigantesco hombre de barba negra con brazaletes de cuero en ambas muñecas, alzó de la mesa al inconsciente estudiante por la pechera del ropón, mientras los otros muchachos se escabullían como conejos hacia la puerta.
—¿Quién me ha tirado a este dandi? —gruñó. Le goteaba cerveza de las cejas.
—Lo he hecho yo —dijo Gotrek, y aferró a un aprendiz de herrero completamente inocente por la pechera del mandil—. ¿Quieres otro?
—Quiero que se me paguen estas bebidas, eso quiero —replicó el gigante—. Y la limpieza de mi uniforme.
—Yo limpiaré el suelo con él —contestó Gotrek, y sin soltar la jarra que sujetaba con la mano izquierda, con la derecha lanzó al aprendiz con menos esfuerzo del que Félix habría necesitado para lanzar un saco de cebollas.
El aprendiz chocó contra la parte superior del pecho del mercenario y lo derribó de espaldas sobre la mesa, que, al romperse, lanzó a los otros pistoleros en todas direcciones. Se levantaron de un salto, rugiendo, y desafiaron al Matador, con puños de latón en las manos alzadas. Gotrek corrió hacia ellos al mismo tiempo que sujetaba la jarra detrás de sí para protegerla y bramaba insultos incoherentes.
Al cabo de poco, toda la taberna peleaba, ya que la violencia se propagaba, como ondas en un estanque, desde Gotrek y los pistoleros; se daban codazos, se derramaban bebidas, se intercambiaban insultos y golpes. Los enanos y los tileanos peleaban contra un grupo de aprendices de tejedor. Las rameras y las mozas de taberna chillaban y corrían a ponerse a cubierto. Una docena de trabajadores portuarios peleaban con tres nobles y sus seis guardaespaldas. Los estudiantes de la universidad reñían con alumnos del Colegio de Ingeniería. Los integrantes de una compañía de ballesteros bretonianos parecían estar peleándose entre ellos. El jugador halfling iba sobre los hombros de un hombre de Talabec de barba pelirroja, cuya cabeza aporreaba con un cubilete de peltre. Por todas partes volaban jarras, se estrellaban botellas y se partían muebles. El viejo Heinz golpeaba la barra con el mango de una hacha y rugía ineficazmente para pedir orden, mientras sus guardias cogían por el cuello a todos los que pillaban y los arrojaban al exterior a través de la puerta delantera.
Félix luchaba espalda con espalda con Gotrek, en medio de un círculo de pistoleros de Hochland, maldiciendo continuamente. Otra estúpida pelea de taberna por nada. Y la había empezado Gotrek. Debería dejar que librara sus propias batallas. Eso era lo último que le apetecía hacer en ese momento. Y, sin embargo, dado el estado en que se encontraba Gotrek, uno de aquellos villanos podría tener la suerte de acertar un buen golpe, y que lo zurraran en una taberna no mejoraría el humor del Matador.
Esquivó una cachiporra y le dio un puñetazo en los riñones al que la blandía. El hombre gimió y se dobló por la cintura. Félix le propinó un rodillazo en la cara. Gotrek le asestó un puñetazo de revés al capitán, e hizo volar un reguero de dientes amarillentos. Al gigante se le doblaron las rodillas, y cayó de cara al suelo. Gotrek retrocedió de un salto y apartó del camino su jarra de cerveza. Otro mercenario le rodeó el cuello desde detrás con la intención de estrangularlo. Gotrek alzó un brazo, lo cogió por el nudo de cabello que llevaba en lo alto de la cabeza y lo lanzó por encima del hombro hacia otros tres. Todos cayeron en confusa masa.