Matadero Cinco (15 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

BOOK: Matadero Cinco
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Aquel día de enero se despertó aún de madrugada. En la enfermería no había ventana alguna y las fantasmagóricas velas ya se habían consumido. Por lo tanto, la única luz existente provenía de las rendijas de los tabiques en los puntos donde se unían los maderos que los formaban, y del marco de la mal ajustada puerta. El pequeño Paul Lazzaro roncaba en una cama con un brazo roto. Edgar Derby, el profesor de escuela superior que más tarde sería fusilado, roncaba a su vez en otra.

Billy se sentó en la cama. No tenía ni idea del año o del planeta en que se encontraba. Eso sí, fuera el que fuese el nombre del planeta, su temperatura era muy fría. Pero no era el frío lo que le había despertado sino una especie de magnetismo animal que le hacía temblar y le adormecía la musculatura a pesar de los repentinos movimientos que ejecutaba.

Aquel magnetismo animal procedía de su espalda. Si Billy hubiese tenido que adivinar su causa, hubiera afirmado que era un vampiro colgado cabeza abajo de la pared que había tras él.

Se escurrió hacia los pies de la cama, antes de atreverse a volver la cabeza para mirar lo que era. No quería que el animal se le echara a la cara y le arañara los ojos o le quitara la nariz de un mordisco. Se volvió. La causa del magnetismo parecía realmente un murciélago: era su cazadora de civil con cuello de piel. Colgaba de un clavo.

Billy volvió a su sitio, y mientras miraba por encima del hombro sintió que el magnetismo crecía. Entonces se puso de rodillas sobre el camastro, se encaró a la cazadora y se atrevió a tocarla. Buscaba el punto exacto que producía las radiaciones.

Y encontró dos posibles fuentes, dos bultitos separados entre sí unos tres centímetros y escondidos en el forro. El uno tenía la forma de un guisante y el otro de una pequeña herradura. Entonces recibió un mensaje emitido por las radiaciones, en el que se le decía que no averiguara lo que eran los bultitos y se le aconsejaba que se conformara sabiendo que podían hacer milagros para él, con la condición de que no insistiera en querer averiguar su naturaleza. Billy Pilgrim aceptó. Se sentía agradecido. Estaba contento.

Billy dormitó un rato y despertó nuevamente en la enfermería de la prisión. El sol se había levantado. Fuera se oía ruido de picos y palas producido por hombres fuertes que cavaban agujeros en el duro suelo. Eran los ingleses, que se estaban construyendo unas letrinas nuevas. Habían dejado las viejas a los americanos, así como el pabellón donde habían dado la fiesta.

Seis ingleses cargados con una mesa de billar y varios colchones apilados encima entraron con paso cauteloso y atravesaron la enfermería. Se trasladaban a los barracones situados contiguamente. Les seguía otro inglés, arrastrando su colchón y una diana.

El hombre de la diana era el Hada Madrina, que había herido al pequeño Paul Lazzaro. Se detuvo junto a la cama de Lazzaro y le preguntó qué tal se encontraba.

Este contestó que cuando terminara la guerra lo haría matar.

—¿Ah, sí?

—Cometiste un gran error —dijo Lazzaro—. El que me toca es mejor que me mate, o de lo contrario lo hago matar yo a él.

El Hada Madrina parecía conocer a fondo el arte de matar. Dirigió una leve sonrisa a Lazzaro.

—Todavía estoy a tiempo de matarte —dijo—, si realmente me convences de que es lo más razonable.

—¿Por qué no te pegas un tiro?

—No creas que no lo he probado —contestó el Hada Madrina.

El Hada Madrina se alejó, divertido y seguro de sí mismo. Cuando se hubo marchado, Lazzaro les prometió a Billy y al viejo Edgar Derby que iba a tener su venganza y que ésta sería dulce.

—Es la cosa más dulce que existe —explicó Lazzaro—. La gente se burla de mí y por Jesucristo que lo van a pagar. Yo me río. No me importa que sea un caballero o una dama. Aunque sea el presidente de Estados Unidos. A quien quiera tomarme el pelo, le ajustaré las cuentas. Teníais que haber visto lo que le hice una vez a un perro.

—¿A un perro? —repitió Billy.

—El hijo de puta me mordió. Entonces cogí algunos filetes y un muelle de reloj. Corté el muelle en trocitos pequeños y en cada uno de ellos soldé dos púas. Aquello era peor que las hojas de afeitar. Lo metí todo en la carne, de forma que no se viera, y volví donde estaba el perro. Quiso morderme otra vez, pero la cadena que lo tenía atado a la pared se lo impidió. Entonces le dije: «Vamos, perrito, seamos amigos. No nos peleemos más. No soy mala persona.» Y él me creyó.

—¿De veras?

—Le eché la carne y se la tragó de golpe. Me quedé mirándole, esperando. —Lazzaro guiñó un ojo—. A los diez minutos empezó a salirle sangre por la boca. Aullaba y se revolcaba creyendo que el dolor le venía de fuera. Pero en seguida intentó morderse en su interior. Yo me revolcaba de risa y le decía:

«Ahora sí que acertaste, ¿eh? ¡Sácate las entrañas, muchacho! Soy yo el que está dentro con todos esos cuchillos.»

Y así sucedió.

—Si alguna vez os preguntan qué es lo más dulce que existe en la vida —concluyó Lazzaro—, sabed que es la venganza.

Cuando tuvo lugar la destrucción de Dresde, Lazzaro no se alegró. Dijo que él no tenía nada contra los alemanes, y que además prefería tratar con sus enemigos uno a uno. Y se enorgulleció de no haber herido jamás a ningún inocente.

—Nadie consigue ningún regalo de Lazzaro si no se lo ha buscado —afirmó.

El pobre Edgar Derby, profesor de escuela superior, se metió en la conversación. Le preguntó a Lazzaro si tenía intención de alimentar también al Hada Madrina con filetes llenos de muelles de reloj.

—¡Mierda! —replicó
Lazzaro
.

—Es un hombre bastante grande —observó Derby, quien a su vez era bastante corpulento.

—El tamaño no significa nada.

—¿Vas a matarle a tiros?

—Voy a hacerle matar a tiros —explicó Lazzaro—. Después de la guerra volverá a su casa. Será un gran héroe, las mujeres se le echarán encima y podrá instalarse bien. Pasarán un par de años y entonces, un buen día, alguien llamará a su puerta. El abrirá y se encontrará con un desconocido. Este le preguntará si es fulanito de tal, y cuando responda que sí, el desconocido le dirá: «Me envía Paul Lazzaro.» Y rápidamente sacará la pistola y le arrancará los cojones de un tiro. Luego le concederá un par de segundos para que recuerde quién es Paul Lazzaro, y se dé cuenta de lo que es la vida sin cojones. Acto seguido le disparará a las entrañas y se marchará.

Lazzaro dijo que por mil dólares, más los gastos del viaje, podía hacer matar a cualquiera en cualquier parte del mundo. Y ya tenía una lista mental.

Derby le preguntó a quiénes tenía en la lista, y Lazzaro dijo:

—Tú asegúrate de no estar en ella. No te cruces en mi camino, eso es todo.

Hubo un silencio y después añadió:

—No te cruces tampoco en el camino de mis amigos.

—¿Tienes amigos? —quiso saber Derby.

—¿En la guerra? —dijo Lazzaro—. Sí…, tuve un amigo en la guerra. Está muerto.

Así era.

—¡Lástima!

De nuevo los ojos de Lazzaro parpadearon.

—Sí. Era mi vecino en el vagón de tren. Se llamaba Roland Weary. Murió en mis brazos. —Señaló a Billy con su mano sana—. Murió a causa de ese necio cabrón que está ahí. De manera que le prometí hacer matar a ese necio cabrón después de la guerra.

Lazzaro cortó con un gesto de su mano todo lo que Billy Pilgrim tenía intención de decir.

—Olvídalo, muchacho —continuó—. Disfruta de la vida mientras puedas. Nada va a sucederte durante cinco, diez o quizá veinte años. Pero deja que te dé un consejo: siempre que suene el timbre de tu puerta, procura que sea otro el que vaya a abrirla.

Billy Pilgrim sabía que ésa sería, realmente, la forma en que iba a morir. Como viajero del tiempo que era, había visto su propia muerte muchas veces, y la había descrito en una cinta magnetofónica. La cinta estaba guardada, con su última voluntad y otros valores, en una caja fuerte del Banco Nacional Mercantil y de Crédito de Ilium.

«Yo, Billy Pilgrim
—comenzaba la cinta—,
moriré, he muerto y estaré muerto para siempre el 13 de febrero de 1976.»

Y continuaba diciendo que en el momento de su muerte estaría en Chicago, dirigiéndose hacia una gran multitud para dar una conferencia sobre el tema de los platillos volantes y de la verdadera naturaleza del tiempo. Vivía todavía en Ilium, pero había tenido que cruzar tres fronteras internacionales para poder llegar a Chicago. Los Estados Unidos de América habían sido divididos en veinte pequeñas naciones, con objeto de que jamás volvieran a constituir una amenaza para la paz mundial. Y Chicago, la gran ciudad de antaño, había sido destruida con bombas de hidrógeno por unos chinitos enfadados, que habían obligado a reconstruirla. Todo era nuevo y flamante.

Billy estaba hablando ante un auditorio que llenaba por completo las gradas de un campo de fútbol recubierto con una cúpula geodésica. A sus espaldas se desplegaba la bandera del país, luciendo su escudo: un toro de Hereford en medio de una verde pradera. De pronto, predijo su propia muerte para una hora más tarde, y se rió de ella, invitando a la multitud a que también se riera.

—Hace mucho tiempo que estoy muerto —explicó—. Hace muchos años, cierto hombre juró hacerme matar. Ahora ese hombre es ya un anciano y vive cerca de aquí. Y como ha leído todo lo publicado sobre mi presencia en vuestra bella ciudad y está loco, esta noche cumplirá su promesa.

La multitud protestó.

Pero Billy Pilgrim les reprendió:

—Si protestáis, si creéis que la muerte es algo terrible, es que no habéis entendido ni una sola palabra de cuanto os he dicho.

Y terminó su discurso, al igual que siempre desde que los pronunciaba, con estas palabras:

—Adiós, hola, adiós, hola.

Al abandonar el pulpito, la policía se movilizó a su alrededor. Tenían que protegerle del entusiasmo popular. Y, aunque no había recibido amenazas de muerte desde 1945, los agentes se dispusieron a montar guardia. Estaban decididos a permanecer a su alrededor, en cerrado círculo, durante toda la noche.

—No, no —les dijo Billy, serenamente—. Es menester que vuelvan ustedes con sus esposas e hijos. Ha sonado la hora de que muera por un ratito… para continuar viviendo después.

En aquel instante, una bala de fusil penetró en la frente de Billy. La habían disparado desde la oscuridad, en un rincón de la cabina de prensa. Billy murió instantáneamente.

Luego, Billy experimentó la muerte durante un rato. Se trataba simplemente de una luz violeta y de un ligero zumbido. Ya no existía nadie. Ni siquiera Billy Pilgrim.

Cuando volvió de nuevo a la vida, Billy voló por el tiempo hasta una hora más tarde del momento en que había sido amenazado por Lazzaro, en 1945. Se le ordenó que se levantara de la cama y se vistiera, puesto que ya se encontraba bien. Después, él, Lazzaro y el pobre Edgar Derby se dirigieron al encuentro de sus compañeros, que estaban reunidos en el teatro. Querían elegir a su propio jefe por medio de una votación libre y secreta.

Billy, Lazzaro y el pobre Edgar Derby cruzaban el campo de la prisión en dirección al teatro. Billy llevaba la cazadora como si fuera un manguito de señora, envuelta alrededor de las manos. Parecía el payaso central de aquella especie de parodia inconsciente de la famosa pintura al óleo
El espíritu del 76
.

Edgar Derby estaba escribiendo, mentalmente, cartas a su hogar, diciéndole a su esposa que se encontraba sano y salvo, que no tenía por qué preocuparse, que la guerra casi había terminado y que pronto volvería a casa.

Lazzaro, por su parte, repasaba la lista de la gente que haría matar una vez finalizada la guerra, los proyectos de golpes que iba a dirigir y el número de mujeres que metería en su cama (o donde fuera) por las buenas o por las malas. Si hubiera sido un perro en plena ciudad, cualquier policía le habría matado de un tiro para mandar su cabeza a un laboratorio y ver si tenía la rabia. Así era.

Se acercaban al teatro. Encontraron a un inglés que trazaba una línea en el suelo con el tacón de la bota. Estaba delimitando la frontera entre los sectores americano e inglés de la prisión. Billy, Lazzaro y Derby no tuvieron necesidad de preguntar lo que significaba esa línea. Aquel símbolo les era familiar desde la infancia.

El teatro estaba repleto de americanos acurrucados como cucarachas. La mayoría estaban dormidos o en estado de estupor. Tenían la tripa vacía.

—Cierra esa maldita puerta —le gritó alguien a Billy—. ¿Es que naciste en una cuadra?

Billy cerró la puerta, sacó una mano del manguito y tocó la estufa. Estaba fría como el hielo. En el escenario aún estaban el decorado de
La Cenicienta
, aquellos cortinajes azules colgando de los chocantes aros pintados y el falso reloj, cuyas manecillas señalaban la media noche. Y las zapatillas de la Cenicienta eran unas botas de aviador pintadas de color de plata y estaban cuidadosamente colocadas debajo de uno de los troncos dorados.

Billy, el pobre Edgar Derby y Lazzaro estaban en el hospital cuando los británicos repartieron los colchones y las mantas. Por eso se quedaron sin ellos y también sin lugar donde anidar. Tuvieron que improvisarlo todo. El único espacio libre que quedaba era el escenario, y, en cuanto a lo demás, hubieron de echar mano de las cortinas para hacerse sus nidos.

Una vez se hubo acurrucado en su nidito azul, Billy se quedó perplejo ante la vista de las botas plateadas de la Cenicienta. Inmediatamente recordó que sus zapatos estaban destrozados; necesitaba unas botas. Odiaba tener que salir de su nidito, pero debía hacerlo. A gatas, llegó hasta las botas, se sentó y se las probó. Le ajustaban perfectamente.

Billy Pilgrim era la Cenicienta, y la Cenicienta era Billy Pilgrim.

En alguna parte, el jefe de los ingleses estaba dando una charla sobre la higiene personal y la libre elección. Durante el sermón más de la mitad de los americanos permanecieron dormidos. El inglés subió al escenario y dio unos golpes secos sobre uno de los tronos, gritando:

—Muchachos, muchachos, muchachos… ¿pueden prestarme un momento de atención, por favor?

Lo que el inglés predicaba sobre la supervivencia era algo así:

—Si dejan de preocuparse por su apariencia, pronto morirán.

Les contó que ya había visto morir a varios hombres de la siguiente forma:

—Empezaban por andar alicaídos, luego no se afeitaban ni se lavaban, un poco más tarde ya ni se levantaban de la cama, después dejaban de hablar y al fin morían. De todo ello sólo puede sacarse una conclusión: que es una forma muy fácil e indolora de largarse.

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