Mass Effect. Revelación (30 page)

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Authors: Drew Karpyshyn

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Mass Effect. Revelación
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Esperaba que el Consejo dialogara otra vez para discutir su propuesta. Sin embargo, para su sorpresa, la asari simplemente le devolvió una cálida sonrisa.

—Embajadora, ya ha expuesto su argumento. Aceptamos su petición.

—Gracias, consejera —contestó Goyle. La súbita aceptación la cogió desprevenida, aunque hizo lo que pudo por no mostrar lo mucho que le había sorprendido.

—Se suspende esta reunión del Consejo —dijo la asari, y el Consejo se levantó de sus asientos y desapareció por las escaleras de su tribuna.

Goyle se dio la vuelta y recorrió el largo camino de vuelta desde la parte superior del estrado del demandante con el ceño fruncido. Había estudiado en detalle cada decisión tomada por el Consejo durante los últimos cinco siglos. En cada caso, habían actuado con unanimidad. Si alguna vez existía una disensión, debatían la cuestión hasta poder alcanzar un acuerdo mutuo.

¿Cómo era posible que la consejera asari decidiera por propia cuenta aceptar aquella petición?

Mientras llegaba al ascensor y se metía dentro, la explicación le vino al fin a la cabeza. De algún modo habían previsto su petición incluso antes de que abordara el tema. Debían de haber sabido hacia dónde les estaba conduciendo y hablaron de ello durante el breve diálogo que mantuvieron después de que ella mencionara a Edan Had’dah. Ya habían decidido cómo responderían mucho antes de que ella planteara la cuestión.

La embajadora Goyle había creído que controlaba la situación, que estaba conduciendo las negociaciones para manipular al Consejo en su propio beneficio como había hecho en la reunión previa. La última vez les había cogido desprevenidos, pero esta vez estaban preparados. Eran ellos los que habían controlado la situación, conduciendo a la embajadora por el guion como si fueran actores en una obra de teatro, conociendo desde el principio el resultado final. Y sólo en el último instante de la escena habían mostrado sus cartas: ellos debían de haber sabido que ella apreciaría aquella sutil revelación de la verdad.

Bajando en el ascensor, la embajadora Goyle trató de consolarse a sabiendas de haber conseguido de la reunión exactamente lo que quería. Sin embargo, no estaba acostumbrada a que fueran más astutos que ella y no podía evitar preguntarse si había cometido un error.

¿Por qué el Consejo se había mostrado tan impaciente por apoyar su petición? ¿Creían de veras que la Humanidad estaba preparada para esto? ¿O estaban esperando a que Anderson fracasara y confiaban entonces en poder usar ese fracaso como una excusa para contener a la Alianza?

Como mínimo, la experiencia le había infundido un respeto enteramente nuevo hacia el Consejo y su comprensión de las negociaciones y la diplomacia. Se consideraba a sí misma una estudiante de la política y, ahora, era muy consciente de que acababa de ser instruida a los pies de los maestros.

Le habían transmitido un mensaje inequívoco: sabían cómo jugar a ese juego tan bien como ella. Cualquiera que fuese la ventaja que la Alianza pudiera haber tenido al tratar con el Consejo, se había acabado. La próxima vez que tuviera que enfrentarse a ellos, estaría cuestionándose constantemente. No importaba lo preparada o lo cuidadosa que fuera, tendría presente esa persistente incertidumbre: ¿Estaba conduciendo ella la negociación o estaba siendo conducida?

Y no le cabía la menor duda que eso era precisamente lo que el Consejo pretendía.

DIECIOCHO

—Casi hemos llegado, teniente Sanders —le dijo el conductor, gritando para que pudiera oírle por encima del ruido del motor del TBP (transporte blindado de personal) de seis ruedas mientras iba dando tumbos por la compacta arena del desierto en las afueras de Hatre—. Sólo quedan unos kilómetros más hasta el lugar de reunión.

Además del conductor, otros cinco marines de la Alianza viajaban con ella en el TBP; una cuadrilla de seguridad reunida en el último instante para protegerla hasta que abandonara aquel mundo. Ella y el conductor se sentaban delante y el resto del equipo se amontonaba en la parte trasera. Cuatro de los marines ya estaban en Camala cuando llegaron las órdenes, los otros dos habían llegado de Elysium la noche anterior en respuesta a las instrucciones dadas por el cuartel general de la Alianza.

El vehículo era batariano, las autoridades locales se lo habían prestado a la Alianza a «petición» del Consejo. Todo formaba parte del trato que la embajadora había acordado para sacarla a salvo de Camala y llevarla de vuelta a territorio de la Alianza.

El motor zumbaba al subir por una de las inmensas dunas de arena que se extendían a lo largo del paisaje, más allá del horizonte, hacia el sol poniente. En veinte minutos habría oscurecido, aunque, para entonces, ya estaría a bordo de la fragata de la Alianza que iba a recogerla.

—Me sorprende que los batarianos hayan accedido —volvió a gritar el conductor, dando conversación—. No suelen autorizar aterrizajes fuera de los puertos espaciales. Especialmente de naves de la Alianza.

Comprendía su curiosidad. Sabía que algo importante estaba sucediendo, aunque sus órdenes eran simplemente conducirla hasta el punto de recogida. No tenía modo de conocer su conexión con Sidon y nadie le había contado de los turbios tratos internos que la embajadora Goyle debió hacer con el Consejo para que esto ocurriera. Kahlee permaneció en silencio: estaba completamente segura de no tener ninguna intención de contarle los pormenores.

Se preguntaba a cuánto habría renunciado la Alianza a cambió de aquella concesión. ¿Qué clase de acuerdo habían cerrado? Probablemente Anderson tuviera alguna idea, pero apenas había intercambiado una docena de palabras con ella en los dos días que estuvo alojada en aquella habitación de hotel.

No se lo reprochaba. Él había confiado en ella y, al menos desde su punto de vista, ella le había utilizado. Kahlee sabía demasiado bien lo profundas que podían ser las heridas fruto de la traición. Y ahora se la estaban llevando a algún lugar desconocido para protegerla, mientras Anderson se quedaba atrás, en Camala, para intentar dar con el Dr. Qian.

Durante un buen rato pensó que intentaría contactar con él una vez que todo esto hubiera acabado. Al principio se había sentido atraída hacia él por necesidad: estaba sola y asustada y necesitaba a alguien a quien aferrarse aparte de un padre rudo y difícil a quien apenas conocía. Pero a pesar de que sólo habían estado juntos unos días, tuvo la sensación de que existía la posibilidad de que hubieran podido ser algo más que simples amigos.

Por desgracia dudaba que ahora quisiera tener algo que ver con ella. No después del daño que le había hecho. Darse cuenta de que probablemente no volvería a verle nunca más le afectó más de lo que hubiera imaginado.

—¡Espere, señora! —gritó de repente el conductor, sobresaltándola y apartándola de sus sensibleros pensamientos, mientras volteaba el volante y viraba bruscamente desviándose del rumbo, a punto de volcar el vehículo con la maniobra—. ¡Tenemos compañía!

Desde su posición elevada sobre una afloración rocosa a varios kilómetros de distancia, Saren apenas podía distinguir, contra la deslumbrante luz del sol poniente, la silueta del TBP que llevaba a la teniente Kahlee Sanders.

El día anterior, al recibir del Consejo de la Ciudadela la puesta al día de la misión, pasó por todo un abanico de emociones. Comenzó sintiendo indignación. ¡Le ordenaban que trabajara con un humano! Y todo porque el Consejo sentía que era necesario recompensar a la Alianza por compartir información sobre la investigación de Sidon. ¡Información que Saren ya había logrado averiguar por cuenta propia!

Sabía que Edan Had’dah estaba tras el ataque. Pero, por haber ocultado esa información al Consejo, ahora tenía que hacer ver que estaba agradecido con la Alianza por entregársela a él. Ahora debía permitir que un humano trabajara con él hasta completar la misión. Y no un humano cualquiera, sino el detestable teniente Anderson, que no dejaba de inmiscuirse en su investigación.

Pero al continuar leyendo la actualización, su rabia dio paso a la curiosidad. Estaba al tanto de la participación de los batarianos, aunque no de la extraordinaria tecnología alienígena a la que se hacía referencia en los archivos recuperados en Sidon. Aunque había pocos detalles, el artefacto parecía ser una reliquia que se remontaba hasta los días de la extinción proteana.

A Saren siempre le había intrigado la súbita e inexplicada desaparición de los proteanos. ¿Qué clase de inimaginable serie de acontecimientos o qué tipo de suceso catastrófico pudo provocar que un imperio que se había extendido por toda la galaxia conocida desapareciera en menos de un siglo? Prácticamente todos los rastros de los proteanos habían sido destruidos; sólo los repetidores de masa y la Ciudadela habían sobrevivido: el perdurable legado de los que una vez fueron grandes.

Se habían propuesto cientos de explicaciones, sin embargo éstas no eran más que teorías y especulación. La verdad sobre la extinción proteana seguía siendo un misterio… y aquella antigua tecnología alienígena podía ser una de las claves para desenmarañarla. Por lo que pudo reconstruir gracias a las notas de investigación de Qian, Saren sospechaba que habían encontrado alguna clase de nave o de estación espacial orbital con capacidades de IA para autocontrolar e incluso reparar sus sistemas vitales sin la necesidad de vigilantes como los guardianes de la Ciudadela.

Escarbando con mayor profundidad, parecía que el doctor creía que el descubrimiento sería usado un día para forjar una alianza con los geth… o puede que incluso para dominarlos. Las repercusiones eran asombrosas: un gigantesco ejército de sintéticos, billones de soldados cuya lealtad absoluta podría garantizarse si de algún modo uno llegaba a comprender e influenciar sus procesos de pensamiento IA.

Entonces, a medida que avanzaba aún más en la lectura, su curiosidad se transformó en una satisfacción fría y calculadora. Una vez se enteró del nombre de su presa, la parte más dura de su misión sería localizar a Edan. Probablemente debía de estar agazapado como un insecto, escondido en algún búnker subterráneo bajo alguna de las innumerables refinerías diseminadas a lo largo de miles de kilómetros cuadrados de roca y arena. Encontrarlo iba a ser un proceso lento, largo y agotador.

O lo hubiera sido de no haber recibido del Consejo la puesta al día de la misión, incluida en la transmisión donde se explicaban los detalles para evacuar a la teniente Sanders de aquel mundo. Saren sabía que Skarr seguía en Camala; no había recibido informes que indicaran que el gran krogan hubiera sido visto en los puertos espaciales. Probablemente se escondía junto a Edan.

Y éste había contratado a Skarr para asesinar a la joven. Saren conocía la cultura batariana suficientemente bien para comprender que Edan no querría quedar mal contratando a alguien que fallara en la tarea asignada. Si se presentaba la oportunidad, enviaría de nuevo a Skarr tras Sanders.

Saren había hecho lo posible para asegurarse de que se presentara la ocasión. Sabía que Edan tenía espías por todo Camala a todos los niveles del gobierno, especialmente en los puertos espaciales. Lo único que hizo fue cerciorase de que la petición del Consejo para un aterrizaje imprevisto en el desierto de la Alianza fuera anotada en los registros oficiales del gobierno.

Seguro que la insólita petición atraería la atención de alguien. Inevitablemente, a través de la cadena de lacayos y secuaces, se acabaría informando al propio Edan, y Saren estaba seguro de que el batariano era lo bastante listo para imaginarse a quién iba a recoger la Alianza.

El único defecto del plan era que resultaba casi demasiado obvio. Si Edan sospechaba que era una trampa, no enviaría a nadie en respuesta al mensaje.

Saren, que seguía observando al TBP conducido por la Alianza a través de unos binoculares de largo alcance, vio cómo el vehículo daba un brusco viraje y casi derrapaba mientras el conductor iniciaba una maniobra evasiva. Escudriñando las dunas cercanas, captó los rastros de arena de cuatro vehículos más que se acercaban; unos todoterrenos rápidos y pequeños con armas montadas que convergían de todos los lados sobre el TBP, que era más lento.

Edan había picado el anzuelo.

—¡Maldita sea! —gritó uno de los marines desde la parte trasera mientras un proyectil lanzado desde uno de los todoterrenos que les perseguían explotaba lo bastante cerca para sacudir la suspensión del TBP.

El conductor conducía frenéticamente, haciendo lo posible por esquivar los proyectiles que el enemigo les estaba lanzando, mientras daba tumbos con el TBP, sin orden ni concierto, sobre las dunas y las hondonadas para evitar que los otros vehículos pudieran fijar su posición. Haciendo honor a su nombre, el TBP estaba fuertemente blindado. No obstante, no era más que un vehículo de transporte; no estaba pensado para el combate. No tenían armas montadas y el grueso revestimiento de la carrocería y del chasis estaba destinado a proteger a los ocupantes del fuego de los francotiradores y de las minas de tierra. Contra las armas antitanque como aquellas, que iban montadas sobre los todoterrenos perseguidores lo único para lo que servía el blindaje era para retardarlas. En la parte trasera, uno de los marines gritaba por la radio, intentando alertar a la fragata que llegaba de su situación.


¡Mayday! ¡Mayday!
Nos están disparando. ¡La zona de aterrizaje es peligrosa!

—¡Tenemos al menos a cuatro de esos cabrones en cola! —el conductor gritó hacia atrás, mientras el vehículo botaba y daba bandazos sobre un afloramiento de rocas pequeñas y cantos rodados.

—¡Cuatro todoterrenos enemigos sobre el terreno! —gritó el operador de radio—. ¿
Iwo Jima
, me reciben?

—Aquí la
Iwo Jima
—crujió una voz en respuesta—. Les recibimos, equipo de tierra. Seguimos a catorce minutos de distancia. ¡Resistan!

El operador de radio golpeó con frustración el costado del vehículo blindado con el puño. ¡No aguantarían tanto!

—¡Tienes que dejarles atrás! —chilló otro de ellos hacia la parte delantera.

—¿Y qué coño crees que estoy haciendo? —le espetó el conductor.

Volaron sobre la cima de otra duna mientras un proyectil estallaba justo detrás de ellos, impeliendo al vehículo por el aire diez metros enteros antes de que éste se estrellara pesadamente contra la arena. Los amortiguadores de choque absorbieron la mayor parte del golpe, y, a pesar de que Kahlee llevaba puesto el cinturón de seguridad, se golpeó la cabeza contra el techo debido a la fuerza del aterrizaje. El impacto hizo que se mordiera la lengua con los dientes con la suficiente fuerza para notar el sabor de su sangre.

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