Mascaró, el cazador americano (31 page)

BOOK: Mascaró, el cazador americano
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—¿Qué es escoplo?

—Cualquier cosa —respondió desde el fondo Avelino Sosa—. Primero se aplica y después se decide si es escoplo o puficio.

—¿No hay escoplo de primera y segunda?

—No. En ésos son precisos.

—La información es deficiente, no sé si por suerte.

—Mejor. Aumentan los sospechosos. Para ellos así todo es más claro. La cuestión se divide entre rurales y sospechosos. Eres una cosa u otra.

—Quiere decir que en cierta forma hemos estado conspirando todo este tiempo —dijo Oreste, más bien divertido.

—En cierta forma no. En todas. El arte es una entera conspiración —dijo el Príncipe—. ¿Acaso no lo sabes? Es su más fuerte atractivo, su más alta misión. Rumbea adelante, madrugón del sujeto humano.

Brindaron y bebieron por toda esa vaina.

—No entiendo mucho de eso, aunque de mozo gané un concurso de bailote. Con todo, da la casualidad que después de pasar ustedes por cualquier pueblo de mierda la gente empezaba a cambiar. Si vuelven para atrás encontrarán todo distinto. En algunos casos no encontrarán nada.

—¿Qué quieres decir?

—Tapado, por ejemplo. El capitán Alvarenga lo limpió de raíz.

—¿Tapado?… ¡Tapado!

—El maestro Cernuda —evocó Oreste, y en su cabeza se encendió una ventana enrejada con la persiana entreabierta y una quieta figura detrás de los vidrios.

—Cernuda, ese mismo.

—¿Qué pasó?

—Después que ustedes se marcharon, a la gente le dio por ciertas grandezas. Del almacén mudaron a la escuela. Allí tramaban con el maestro toda clase de locos proyectos. Hasta armaron un tablado, con cortinas y luces y simulacros de papel.

—¡Carajo!

—Trovaban, valseaban, competían, todas esas cosas de lucimiento que empompan a la persona. Empezaron a leer y aun a escribir, para aventajarse.

—Malo.

—Cernuda ideó unos cuadros vivos de impresionante apariencia.

—Ya me imagino.

—Unas figuras blanqueaban que fingían monumentos.

—Uno a la Libertad, otro al Progreso, ¿no es así?

—Tal cual. Uno de mucho aparato que se titulaba «Dale alto».


Duc in altum
.

—Eso… Total, que empezaron en verso y terminaron a tiros.

—Hasta ahí iba bien.

—Vino Alvarenga echando putas y de los discursos el maestro pasó a la comandancia. Disparaba proclamas y balazos a diestra y siniestra.

—Es otra clase de magisterio.

—Alvarenga quemó el pueblo. Lo sepultó del todo. Una sombra oscureció los rostros de los tres hombres.

—¿Y?…

—Cernuda se fue al desierto, de guerrita.

Avelino Sosa sirvió más vino y se brindó por la guerrita del maestro Cernuda. Después callaron, y fue que sintieron todo el peso de la noche que cubría la tierra. En esa misma noche Boc Tor galopa sobre el caballo Asir, Mascaró vigila desde lo alto de una loma, el maestro Cernuda anda en vela con un puñado de papeles en una mano y un fusil en la otra a la cabeza de una bandita de locos, entre ellos Garbarino.

¿Qué habría sido de aquella aparición detrás de la ventana? Oreste no quiso preguntar. Para él, la señorita Ana Rosa seguiría ahí todo el tiempo.

Partieron al otro día, después que cayó el sol. El Príncipe esperó a Boc Tor hasta entonces.

—Vámonos de una vez, si quieres —dijo Oreste—. No tienes por qué aparentar. Él no volverá. Ninguno de ellos.

Antes de salir cambiaron de ropas. Fue una triste ceremonia. El Nuño se quitó la piel de cabra imitación leopardo y se encajó el traje de civil. Le quedaba más flojo. Oreste volvió a vestir su única camisa, los pantalones de brin estrechos y descoloridos, el capote marinero. Sigue con los mismos botines rotos, crujientes, que lo transportan a todas partes. El Príncipe no tiene más que lo puesto: un calzoncillo, la túnica, la capa y aquellas duras sandalias. Hace demasiado tiempo que no viste otra cosa. En el carromato hay unos disfraces, pero no son ropas de ser.

El señor Avelino Sosa le trae un pantalón y una camisa. El Príncipe no se resigna. Por fin, tras una palmadita de Avelino, se despoja lentamente de sus vestiduras, sostiene avergonzado aquellas otras de este mundo y bajando los ojos se mete dentro de ellas. A medida que lo hace, siente que un poco va dejando de ser Príncipe. Lo que más le cuesta es desprenderse de la capa. Podría usarla a falta de saco. Avelino Sosa se la quita de las manos y la dobla respetuosamente.

Los tres hombres se miran de reojo. Con aquellas ropas apenas se reconocen.

—Siempre hacia el oeste, es decir, por donde se acaba de meter el sol, que es la dirección que ustedes traen, encontrarán Ramada, Paso de Laja, Olta, Corralito, si todavía existe, y después San Bernardo. Ahí empiezan los cables. Si los siguen, tropezarán en un par de días con la ciudad de Maldonado.

Era la primera vez en mucho tiempo que el camino apuntaba a una ciudad.

Después de Paso de Laja, donde se detuvieron apenas para abrevar los caballos, vieron una nube que remontaba el horizonte. Venía hacia ellos. Una nube muy precisa, llena de hinchazones, que se desplazaba por el cielo como un vaporcito. La sombra que arrastraba por el suelo parecía correr más de prisa. Montaba los arbustos y las lomas con la misma facilidad, borrándolos de golpe, y cuando corría sobre la tierra llana se rizaba igual que la superficie del mar. Los alcanzó y los cubrió un instante, pero aun así ellos sintieron sobre la piel reseca un soplo húmedo. La nube los traspasó, fueron nube apenas unos segundos. En ese momento aquella desolada tierra compareció más grande, más deshabitada. Pero, en definitiva, la nube les hizo bien.

Luego surgieron otras. Con eso el paisaje varió. Trepaban el horizonte y pasaban majestuosamente sobre la tierra, casi sin cambiar de forma, perseguidas a la carrera y por sus sombras. Cada vez que los cubría alguna alzaban la cabeza y respiraban hondo.

Salían de uno de esos sombreados cuando divisaron un árbol. Un verdadero árbol con un tronco grueso, alto, bien afirmado en la tierra y una copa en forma de nube precisamente, tanto que la tomaron por una de ellas al verlo de lejos… Al comienzo era una figura negra, pero más cerca le brotaron unos reflejos verdes que la recorrían como un fuego. Algo después oyeron el sonido que salía del árbol junto con esos reflejos y los tres hombres recordaron el mar. El mismo ruido a arena y guijarros y trocitos de caracoles que rodaban sin descanso. El Nuño detuvo el carro delante del árbol, un roble o una encina, y el ruido penetró en sus cuerpos, que se cubrieron de hojas. Bajaron los tres y caminaron alrededor del árbol, debajo de aquella copa espesa que se sacudía igual que un pájaro, pensó el Príncipe. Cada uno colocó su mano derecha sobre el tronco, y entonces sintieron a través de ella esa oscura corriente de la vida que subía desde la tierra.

Sonia apartó la cortina y observó el árbol. El Nuño se puso a saltar hasta que alcanzó una rama, la doblegó y cortó un gajo cubierto de hojas. Volvió al carromato y alargó el gajo a la señora, que lo retuvo en una de sus carnosas manitas de terciopelo. Las hojas se agitaron como si reconocieran la tibieza emplumada de aquella mano. Y ella, al igual que los hombres, sintió también esa vida que latía ahora entre sus dedos.

Olta quiere decir pozo, y lo era, en efecto. Tan es así, que por poco caen dentro de él. Un par de leguas antes advirtieron el pasto raído, que después de unos metros se transformó en una huella. Ésta, a su vez, se ensanchó, a medida que se hundía, convirtiéndose en un camino. Para entonces vieron aparecer, a la izquierda, unos yuyos más oscuros, una mancha verdusca bastante dilatada pero muy precisa, al fondo de la cual se levantaban unas piedras que, lejos, se disolvían en unos cerros azules. Acaso los previno el olor a bosque, a tierra húmeda y, más cerca, unas voces que brotaban del suelo. Ahora estaban viendo algunos chorlitos de humo que se alzaban entre esos pastos. Hubiese sido el momento de preguntar qué carajo era aquello y aun de persignarse o por lo menos detener la marcha. Ninguno de los tres movió un dedo, y el carro siguió rodando por aquel camino que empezaba a hundirse en forma demasiado ostensible. ¿O acaso era que los yuyos estaban creciendo? En esto escucharon unas voces casi debajo del carro. Y fue Oreste que se inclinó y miró con atención, porque además se oía un sonido claro, lleno, y por detrás otro más débil, agudo, que conformaban una música cargada de viento. Viento que la velaba y la sostenía al mismo tiempo, porque el alma era soplo, exhalación. Fue así que descubrió un techo a ras del suelo. En el momento que se hundían por completo aparecieron otros, los cuales se elevaron con las paredes y los árboles, y las voces hasta conformar un pueblo, Olta, cuando sus ojos se acostumbraron a esa penumbra verde atravesada por unos chorros de luz que se abrían y se plegaban como abanicos de seda.

Sonia asomó la cabeza por la ventanita al lado de uno de los ángeles, que persistían más bien en la memoria, porque para otros ojos eran apenas una mancha.

El camino embocó en una calle recubierta de pinocha que amortiguaba las pisadas de los caballos, el ruido viborita de las llantas. Los hombres sintieron sobre la piel la misma sensación húmeda que cuando los cubrió la nube. De algún modo penetraban ahora en la nube y el árbol. La gente, que se blanqueaba o se oscurecía según se moviese la luz que atravesaba las copas, salía a las puertas de las casitas de adobe. Algunos comenzaron a seguir el carro. Era gente distinta, un tanto misteriosa, como los árboles, aunque les sonreía y los saludaba. Ellos, en cambio, parecían criaturas de tierra. Las casas estaban pintadas a la cal, blancas, todas iguales en tamaño y materia. El zócalo se combaba y se fundía con la tierra, dando la impresión de que la casa entera fuese hechura y abultamiento de ésta. Lucían latas cargadas de flores a los lados de las puertas y debajo de las ventanas. Las flores eran ojos de colores que los miraban pasar, tan revestidos de camino.

Una cabeza enmarañada asomó por una de las puertas y gritó: ¡Un circo! El Príncipe se revolvió inquieto en el pescante. Dijo huevón, por lo bajo, cosa que no lo oyese Budinetto. Debían evitar las palabras huevón y cornudo, porque apenas las oía el muy testarudo empezaba a aullar o saltar.

Atravesaron un puente tendido sobre una acequia, vieron el carromato, ellos mismos se vieron repasar el agua entre lustrosas veladuras con los perfiles lamidos, temblorosos. El Príncipe se señaló a sí mismo desde el agua y Oreste saludó el rostro de Sonia asomado a un recuadro que se arrugó igual que una tela. Todo el pueblo estaba atravesado por aquellas acequias que rumoreaban entre los árboles.

La calle rodea la plaza de Olta y vuelve sobre sí misma. La plaza, razón de copete, muy de fantasía, la verdad, semeja un tiesto enorme con canteritos retorcidos, dos veredas de pedregullo que se cruzan en el centro, un obelisco de mampostería, unos bancos de varillas con las patas de función en forma de garra. El almacén de ramos generales, la iglesia, la botica, la escuela y algunas casas de ladrillo rodean la plaza, que si bien es un espacio abierto, queda sumergida en esa luz verdosa que atraviesa los árboles.

—¿No es una verdadera miseria tener que llegar así? —preguntó el Príncipe con amargura.

Oreste no respondió, para no joderlo aún más, pero estaba completamente de acuerdo. Otra cosa habría sido entrar con todos los muchachos, sonando y golpeando en nombre del Circo del Arca, y no aquella triste manera, en pueblo semejante, tan bien dispuesto, sin ostentar siquiera las respectivas capas.

Oreste apoyó una mano en el hombro del Príncipe.

El carro se detuvo frente al almacén, debajo del letrero, que lo tenía y de través, y la gente que lo acompañaba lo rodeó con otras que ya llegaban de apuro para ver en sus cercanías a los señores foráneos, sobre todo ese altivo que bajaba ahora, se movía pomposo, y aquel tamaño rostro de señora casi pintado que miraba los árboles con asombro.

El Príncipe echó pie a tierra disimulando a duras penas que era un Príncipe. Lo primero que hizo, apenas entró al almacén, fue repasar las paredes por si allí estaba aquel prospecto de maldades con la cara impresa de Mascaró. No estaba. ¿Era para mejor?

Mientras echaban unos vinos, el señor Pío Metodio Eliano, almacenero y «naturalista», preguntó qué misión llevaban los señores.

—Transportes.

—¿De qué idiosincrasia?

—Cosas de suma procedencia.

En tal caso, si persistían en ese rumbo, ellos podían alcanzar al señor Adviento Paleo, manosanta de San Bernardo, de comprobada estrategia en el «toque real», un frasco de miel de timón, una caja con piedra amarilla, un saco de yerba carnicera, los que remitía por encargo, y un chivito que añadía como presente de su muy firme amistad.

El Príncipe manifestó que le complacía en alto grado la oportunidad de conocer en persona al maestro señor don Adviento Paleo, de cuya fama benemérita tenía plena noticia, rehusando desde ya cualquier retribución por el servicio. Inquirió de paso el objeto de la piedra amarilla. El señor Eliano explicó que el maestro Adviento Paleo la utilizaba molida en polvo fino para curación de las úlceras.

—¿Y dónde se da la tal piedra?

—Ése es el problema. No es fácil de encontrar. La arrastra el agua de las acequias, que vierte desde los cerros de Almártega.

El Príncipe supuso que se refería a aquellos cerros azulados que entrevieron antes de hundirse en Olta. Mientras Pío Metodio rellenaba los vasos con vino de espesos reflejos, animados por esa misma luz misteriosa que alumbraba a aquel pueblo, incluidas las personas, preguntó si ambos señores metafísicos no tenían noticias de la tintura de ajo.

—Por lo que yo sé, no se ingiere.

—Craso error. Se toman de quince a veinte gotas mezcladas con agua, dos o tres veces al día.

El señor Eliano, que se exaltaba con aquellas comunicaciones, agradeció al Príncipe tan valiosa información. Para las úlceras, en particular, él aconsejaba más que la piedra amarilla el
Malagma Compositum
, a base de excremento blanco de perro, cernido y entremezclado con malva.

El Príncipe, que iba por la tercera copa, se interesó vivamente en el
Malagma Depositum
, rogando al señor Eliano lo proveyera de una muestra con la receta expresa. El señor Eliano, desbordante de entusiasmo, trepó a una silla y retiró de un estante un botellón verdoso lleno de sobrecitos que presumiblemente contenían la mezcla.

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