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Authors: João Magueijo

Tags: #divulgación científica

Más rápido que la velocidad de la luz (26 page)

BOOK: Más rápido que la velocidad de la luz
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Kim no dejó de buscar las llaves, pese a que estaba ya muy oscuro y el agua se acercaba.

Después de una hora, las encontró. Estaban cubiertas por varios centímetros de arena y, de haber tardado unos minutos más, se las habría tragado el mar.

Por eso, cuando me dicen que hallar una teoría es lo mismo que encontrar una aguja en un pajar, siempre recuerdo ese incidente. Podemos encontrar las llaves perdidas en la arena de la playa... a veces
[41]
.

Entretanto, Andy estaba cada vez más distante. Nos reuníamos con mucha menor frecuencia y nuestros encuentros eran más cortos; parecía que le resultaban enojosos. Para mí, su incomodidad y distanciamiento eran evidentes, pues su reacción visceral ante cualquier tema vinculado con la teoría de la velocidad variable de la luz era siempre hostil, no porque procurara mejorarla mediante una crítica constructiva sino por el afán de poner distancia. En consecuencia, la redacción del artículo que habíamos proyectado se postergaba una y otra vez. Andy no cesaba de encontrar errores que había que corregir y continuamente ponía excusas para no presentarlo. La situación se prolongó durante todo julio y agosto. Al final del verano, pese al feliz resultado de mis últimos cálculos, todo parecía estancado.

Yo tenía varias interpretaciones sobre su conducta. Ya he dicho que los científicos sufren ataques de pánico antes de presentar un trabajo a una revista. Tengo la convicción de que hay que contener al autor en pánico, porque si uno le permite continuar en esa actitud, seguirá encontrando excusas para postergar el envío y terminará sin publicar el trabajo. Es una conducta autodestructiva que sólo se supera cuando los otros autores propinan dos cachetadas al histérico para que recobre el espíritu de colaboración.

Teniendo entre manos algo tan novedoso y radical como la VSL, yo daba por descontado que jamás estaríamos plenamente seguros de estar en lo correcto. Teníamos que lanzarnos al agua aun a riesgo de encontrarnos con un cardumen de tiburones. La inseguridad de Andy sólo acabaría arrojando el proyecto en el cesto de los papeles. Se lo dije, pero era demasiado joven todavía para saber que en ocasiones semejantes uno tiene que ser brutal. El quid de la cuestión es que la presa del pánico es siempre el autor que menos ha puesto las manos en la masa, es decir, el mayor y de más prestigio. Tal vez la vocecita de la conciencia le decía que debería haber trabajado más. En cualquier caso, la reacción habitual no es ponerse a trabajar sino manifestar disconformidad con los resultados. Exasperante, sin duda. En mi caso, empecé a lamentar la colaboración de Andy. Naturalmente, nuestra relación se puso muy tirante.

La ruptura definitiva ocurrió en septiembre, cuando Andy cumplió 40 años. Asistíamos a una reunión científica en St. Andrews, Escocia, y él invitó a unos cuantos colegas, entre los cuales me contaba, a la casa donde estaba parando con su familia. También estaban allí Neil Turok y Tom Kibble. Hacía unas semanas, yo había cumplido 30 años y la conversación giró en torno al tema de los efectos de la edad sobre la vida en general y sobre la carrera científica en particular. Andy hizo un chiste al respecto que jamás olvidaré: dijo que ahora que estaba por cumplir 40 años, le llegaba la hora de hacerse conservador y fascista, que al dar las doce campanadas su personalidad iba a cambiar tanto que al día siguiente ninguno de nosotros podría reconocerlo.

Todos nos reímos por cortesía, pero resultó que no era una broma. Debe haber sido algo así como una resolución pues, en lo que a mí respecta, su personalidad cambió perceptiblemente de la noche a la mañana. Al día siguiente, me dijo: "realmente, todas estas ideas son demasiado especulativas; de ninguna manera quiero ver mi nombre mezclado en cosas de ese tipo". Dejó bien en claro que ahora encabezaba el grupo de cosmología del Imperial College y que no podía permitir que su imagen se empañara con ideas que, a su entender, eran una sarta de cavilaciones estrafalarias. Se suponía que en St. Andrews daría una charla sobre nuestra teoría, pero decidió hablar de otro tema.

Me sorprendió mucho un cambio tan abrupto de actitud, pero debía haberlo previsto. Llegado a la "madurez", Andy quería el papel de director técnico y no el de simple jugador, cosa que suele sucederles a muchos científicos con los años. El director técnico se interesa por las investigaciones de los jóvenes, escribe breves comentarios de los artículos, demora las publicaciones solicitando una y otra vez tareas complementarias y, por último, pone su nombre en todo lo que se publica. Después, se apoltrona en reuniones científicas que son una suerte de sesiones de psicoterapia grupal ideadas con el único fin de proporcionarle a él, y a otros como él, la impresión de que realmente hacen algo.

Es una triste realidad, pero me resultaba increíble que Andy hubiese tomado ese camino. Había a nuestro alrededor algunas personas de su misma edad que todavía trabajaban codo a codo con los estudiantes, de modo que la edad no era el único factor en juego. Andy merecía algo mejor. Para empeorar las cosas, su desempeño como director técnico a mi parecer dejaba bastante que desear. En mi caso particular, su dirección había sido nefasta. Me había invitado a iniciar un camino tan poco convencional apartándome de proyectos más conservadores, y luego había decidido abandonar todo, lo que para mí implicaba un año totalmente perdido. Mirando la situación incluso desde un punto de vista exclusivamente administrativo, ¿qué impresión causaría si me iba con mi beca de la Royal Society a otra parte? Debo confesar que hice planes para trasladarme y que si no los llevé adelante fue porque me encantaba vivir en Londres.

Creo que Andy se dio cuenta de que estaba a punto de renunciar, porque las cosas mejoraron. El año anterior yo me había encargado de dirigir el trabajo de algunos de sus doctorandos sin obtener ningún crédito por hacerlo; ahora, Andy me asignó oficialmente un doctorando y se aseguró de que fuera el mejor de todos los postulantes. Además, él necesitaba el trabajo de ese estudiante en particular, de modo que habérmelo cedido implicaba todo un sacrificio. Evidentemente, intentaba reparar lo que había hecho. Más tarde, me pidió disculpas por el duro intercambio de palabras que habíamos tenido en St. Andrews y, en última instancia, no dejó totalmente el proyecto de la VSL. Pero ya no ponía en él su corazón y todo llevaba mucho tiempo. Se disculpó de nuevo diciendo que estaba muy ocupado. Al cabo de varios meses de avances lentos y trabajosos, en noviembre presentamos un artículo a una revista científica. Aquí comienza otra historia: la de la lucha para conseguir que la teoría fuese aceptada en un ámbito mucho más vasto.

En diciembre de 1997, yo estaba sumido en la depresión. Los últimos destellos de orgullo y de entusiasmo habían desaparecido ya tras las montañas: había dedicado un año entero a trabajar en un proyecto engorroso que, hasta donde sabía, no era más que basura. Desde mi punto de vista, la teoría era algo que nos incumbía exclusivamente a Andy y a mí, pero su rechazo fue todo lo que él me concedió a partir de cierto momento. En un ambiente en el cual se espera que uno publique cuatro o cinco artículos científicos por año, yo no había publicado ninguno. Además, lo que había comenzado con gran júbilo, ahora estaba agriado. Tenía la impresión de que había desperdiciado un año de mi vida y ni siquiera había disfrutado de la inactividad.

Por eso digo que aquella noche de Año Nuevo en el Jazz Café, tenía más de un motivo para identificarme con los sentimientos de Courtney Pine. Había terminado un año sumamente difícil y lo único que me cabía esperar era que el siguiente fuera mejor.

Desde luego, siempre es posible que las cosas empeoren y demás está decir que empeoraron.

10. LA BATALLA POR PUBLICAR

Las publicaciones científicas son importantes para la ciencia y para la carrera de un científico. Como individuos, nos juzgan por la cantidad de artículos que publicamos y en dónde los publicamos, por su calidad y por la frecuencia con que otros científicos los citan. Lo más importante, sin embargo, es que nosotros, que solemos vivir de los subsidios, estamos obligados a publicar para que nuestros descubrimientos e ideas lleguen a otros. Ningún científico puede conseguir financiación si no está respaldado por una lista de publicaciones sólidas.

Antes de aceptar un
paper
para su publicación, las revistas especializadas lo someten a un proceso de revisión por parte de pares del autor. La redacción de cualquier revista seria elige un evaluador anónimo y —es de esperar-independiente, a quien le pide que analice el artículo y escriba un informe al respecto. Según lo que diga ese informe, se determina si el
paper
ha de publicarse o rechazarse, o se sugieren modificaciones imprescindibles para la publicación. En general, los autores tienen derecho a responder a los informes adversos, en cuyo caso la redacción solicita la opinión de otros jueces.

Se ha discutido mucho sobre la utilidad de este sistema de control de calidad, pero por el momento no hay otro. Desde ya, deja mucho espacio para el abuso. La suerte de nuestro primer artículo "tentativo" sobre la VSL, escrito a fines del verano de 1997, es un ejemplo por demás patológico de lo que puede suceder. Decidimos presentar el artículo a
Nature
, una prestigiosa publicación en la cual aparecieron por primera vez memorias que daban cuenta de importantes descubrimientos científicos. Hasta el día de hoy, la revista exhibe con orgullo una encomiable tradición en muchos campos, pero desgraciadamente no en física teórica ni en cosmología, cosa que en aquel momento no advertimos.

A diferencia de otras revistas,
Nature
acepta trabajos sobre campos tan dispares como la biología y la física, y cada uno de ellos está a cargo de un director distinto. Por consiguiente, no puedo opinar sobre lo que ocurre con los artículos que no son de mi especialidad. En mi campo del conocimiento (aunque nadie se atreva a decirlo públicamente) hay un consenso sobre el director: todos opinan que es un necio. Después de lo que me sucedió, algunos colegas me han mostrado varios informes en los cuales este director expone su opinión, pero lamentablemente no me han permitido hacer un comentario crítico sobre esas perlas. ¡Son realmente cómicas! Este personaje se imagina que es un gran experto y para probarlo reparte a diestra y siniestra largas tiradas escritas en jerga que no son más que puro palabrerío.

Desde luego, hay que conocer el tema para darse cuenta de ello. Afortunadamente, sus opiniones sobre la teoría de la velocidad variable de la luz eran menos confusas, de modo que puedo ofrecer un ejemplo de los meandros de esa mente excepcional. Antes de enviar el artículo completo, presentamos a
Nature
un breve resumen de la teoría explicando que postular la variabilidad de la velocidad de la luz permitía resolver los problemas cosmológicos. A vuelta de correo, recibimos un informe en el cual se nos felicitaba por nuestro empeño y se agregaba, además, que nuestro artículo no se podía publicar en
Nature.
Para que fuera publicable, no teníamos que limitarnos a mostrar que nuestra teoría era
una
solución de esos problemas: debíamos demostrar que era
la única
solución posible.

¿Qué sentido tenía semejante comentario? ¿Cómo saber que uno tiene entre manos
la única
solución a los misterios del cosmos? ¿Acaso existe tal cosa? Por otra parte, si se aplicara el mismo criterio equitativamente a todos los trabajos presentados, ¿se publicarían
papers?
Con ese criterio, es posible que algún día acepten publicar en
Nature
las obras completas de Dios, pero tengo dudas.

Desde luego, todo tenía que ver con un científico fracasado y, en ese caso, uno no puede dejar de pensar en la envidia del pene. Es triste que el mundo esté lleno de esa clase de gente: críticos literarios, curadores de museos... gente que tiene, por un lado, considerable poder y, por el otro, amargura y frustración
[42]
.

De más está decir que aquel artículo jamás fue publicado (lo que puede haber agravado la crisis de los 40 años de Andy). Decidimos entonces abocarnos a un artículo más largo, que expusiera la teoría con tanto detalle como fuera posible. En noviembre de 1997, presentamos una reseña técnica de la teoría a
Physical Review D (prd
, para los del ambiente), la misma revista que había publicado veinte años antes la teoría inflacionaria de Alan Guth. Por lo general, prd había aceptado todos los artículos que yo había enviado a las pocas semanas de presentarlos. Sin embargo, el proceso de revisión del artículo intitulado "La variación temporal de la velocidad de la luz como solución a los problemas cosmológicos" ("Time Varying Speed of Light as a Solution to the Cosmological Problems") tardó prácticamente un año.

Incluso dentro del marco de esa tradición de debate áspero que caracteriza a la mayor parte de las argumentaciones científicas, el primer informe que recibimos rayaba en el insulto. Decía que nuestro enfoque "no era profesional", aun cuando el propio informe no refutaba nuestros argumentos con razonamientos científicos. Yo sentí que la carta era algo ofensiva, pero Andy perdió los estribos. Algunas indirectas fueron reveladoras para él, y adivinó quién era el árbitro anónimo que así opinaba: uno de sus más acérrimos enemigos de la época en que la teoría inflacionaria estaba en pañales. Creo que una de las desventajas del sistema de arbitraje es que muy a menudo la gente lo utiliza para saldar cuentas personales.

Después de ese primer informe, vinieron réplicas y contrarréplicas, de modo que al final todo era acusaciones e irracionalidad. Nuestra primera respuesta contenía perlas como ésta: "Hasta este momento, lo único que 'no es profesional' en este asunto es el hecho de que el evaluador ha adoptado una actitud tan exaltada que le ha sido necesario cuestionar nuestro profesionalismo. Los dos autores del artículo gozan de una reputación fundamentada en un sólido historial de excelencia en el campo de su especialidad. Hemos considerado que valía la pena respaldar con nuestro prestigio algunas ideas especulativas interesantes, y con esto debería terminar toda cuestión relativa al 'profesionalismo'".

Hice todo ese recorrido.

A fines de abril de 1998 era ya evidente que el proceso de revisión no llevaba a ninguna parte. Se había consultado a otros especialistas, pero las notas intercambiadas (que siempre se ponen a disposición de los nuevos evaluadores) eran de tal naturaleza que nadie quería fallar a favor de unos u otros, y mucho menos encontrarse en medio del fuego cruzado. Por último, en un heroico acto de altruismo, el director decidió intervenir y evaluar el artículo personalmente. Daba la casualidad de que era un especialista en el tema y expuso sus propias dudas sobre la teoría. En nuestra opinión, sus críticas no tenían fundamento, pero, por fin, la discusión versaba sobre ciencia y no sobre científicos.

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