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Authors: João Magueijo

Tags: #divulgación científica

Más rápido que la velocidad de la luz (19 page)

BOOK: Más rápido que la velocidad de la luz
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A medida que pasaban los años, la aceptación de su teoría entre los físicos continuó aumentando hasta que, por fin, la propia teoría inflacionaria se transformó en lo consagrado, al punto de convertirse paulatinamente en la única manera socialmente admitida de hacer cosmología: los intentos de soslayarla se descartan con frecuencia con el mote de desvaríos estrafalarios.

Pero no sucede así en las tierras de Su Majestad Británica, la reina Isabel II.

PARTE II

Años luz

7. UNA HÚMEDA MAÑANA DE INVIERNO

A unos ciento cincuenta kilómetros de Londres hay una gran llanura que antes fue un pantano. Azotados permanentemente por vientos fríos, los escasos caseríos que hay allí están sumergidos siempre en una atmósfera gris y deprimente. Si tenemos en cuenta que la chispeante Londres está muy cerca, esas tierras, llamadas
Fenlands
, constituyen una zona de carácter insólitamente rural; en esos verdes campos uno encuentra más vacas que gente. En medio del sombrío paisaje, se levanta una pintoresca ciudad medieval que eleva las torres de sus iglesias y su universidad hasta el cielo. Ha sido un centro de saber desde la Edad Media, época en la cual, huyendo de los campesinos furiosos, los profesores universitarios de Oxford se refugiaron allí con la esperanza de encontrar algo de paz y un ambiente más propicio para las empresas intelectuales.

Desde entonces, el lugar ha cobijado gente con un nivel de desequilibrio necesario para producir ideas novedosas. Allí me mudé en octubre de 1989 para estudiar física teórica. Me atraía la fama de Cambridge, que se remontaba a la época de Newton y revelaba una vocación por las ciencias naturales que le valió el apodo de Politécnico de Fenland.

Mis sentimientos con respecto a la institución fueron encontrados desde un principio, pero dentro de esa confusión, siempre estuvo presente un apremio inequívoco por idear algo nuevo. Me resulta difícil transmitir la mezcla de cosas buenas y malas que recibí allí, pero intentaré hacerlo.

Los aspectos positivos eran la tolerancia que reinaba en Cambridge hacia lo diferente y el modo como se fomentaba allí el pensamiento original. No se trata solamente de tal vez estar sentado en los mismos lugares que ocuparon físicos célebres como Paul Dirac y Abdus Salam. Ni de que la actitud general de apostar a todo o nada otorgue una enorme confianza en sus propias fuerzas a los que consiguen navegar en esas aguas. Tampoco tiene que ver con los buenos modales británicos, que a menudo disculpan la mala educación en función de que triunfe la tolerancia (una noche calamitosa terminé vomitando prácticamente encima de la esposa de una de las autoridades, pero al día siguiente todos me trataron como si nada hubiera sucedido). Ni siquiera se trata de que la mayoría de los profesores hayan alcanzado una etapa de senilidad feliz que termina inevitablemente en cómicas excentricidades. Es todo eso y mucho más, pero la impresión general es que uno vive en una casa de locos inofensivos, con la única salvedad de que nadie se gana su lugar si por lo menos no plantea una idea extravagante que esté en total desacuerdo con lo que todos pensaban hasta ese momento.

Esos son los aspectos positivos de Cambridge, que recuerdo como lo mejor de los años que pasé en St. John's College en calidad de investigador
[26]
. Pero hay otros aspectos que me resultaron menos atrayentes. En las comidas, los miembros del cuerpo docente
(fellows)
se sientan a una "mesa alta" colocada sobre un estrado elevado con respecto a las mesas de los estudiantes. Una cantidad sorprendente de personas que pertenecían a la universidad fueron a parar en un momento u otro al hospital psiquiátrico; recuerdo, por ejemplo, un té en el cual estaban representados casi todos los trastornos mentales. Cambridge es un lugar poco acogedor para las mujeres y los extranjeros, al punto que, como extranjero, empecé a tomarle cierta simpatía sólo cuando adquirí confianza suficiente para retrucar los comentarios xenófobos que me hacían. Lleva sobre sus espaldas lo peor del pasado clasista británico y de su legado colonial, impregnado de un chauvinismo patético.

Hay una anécdota que resume para mí esa impía mezcla de humor y creatividad por un lado y esnobismo por el otro. No fui testigo presencial del incidente que voy a relatar, que bien podría ser un "mito", pero da una idea del clima que pretendo describir. Parece ser que, una noche, uno de los estudiantes se emborrachó, se trepó al techo de uno de los
colleges
(deporte que cuenta con muchos adeptos, por otra parte) y orinó sobre un portero que pasaba. Perseguido por la víctima, el joven cometió además otra herejía: pisó el césped, privilegio reservado a los
fellows
, como el de comer en el estrado. Esas infracciones le valieron una amonestación de su tutor y una multa: veinte libras por caminar sobre el césped y diez por orinar sobre el portero
[27]
.

Si se trata de un mito, no es el único de su especie. Hay cantidad de anécdotas similares, todas odiosas, pueriles y de un anacronismo ridículo. No deja de ser revelador que algunos de esos incidentes sean consecuencia de la extravagancia de los estatutos de la universidad y los
colleges
, un cúmulo de anacronismos grabados en piedra hace siglos. La situación se presta al abuso, que a veces se manifiesta en forma de discriminación racial o sexual y otras de manera más inofensiva. Desde luego, una persona de piel negra puede solicitar una beca en el Trinity College, pero sólo después de un año de "desinfección" transcurrido en algún
college.
La ley universitaria tiene también facetas ridículamente absurdas; he oído decir que, durante un examen, un estudiante causó consternación general invocando un estatuto medieval poco conocido según el cual los que dan examen tienen derecho a pedir un vaso de cerveza. La confusión se apoderó de todo el mundo, pero al final uno de los encargados de vigilar a los examinandos corrió a un bar para cumplir con el susodicho estatuto. Al cabo de un tiempo, sin embargo, los empleados se vengaron: después de escudriñar las polvorientas páginas del estatuto, impusieron al estudiante una multa... por haberse presentado al examen sin portar espada.

En ese insólito ambiente estudié relatividad y cosmología, y redacté mis primeras publicaciones científicas. Casi al mismo tiempo que me enteraba de los enigmas que planteaba la teoría del
big bang
, descubrí también que los hombres de ciencia no habían tardado mucho en hallar una respuesta: el universo inflacionario. Muy poco después de formulada, la teoría de Guth se vio envuelta en una ola de entusiasmo colosal que recorrió toda la comunidad científica e inyectó un nuevo vigor a la cosmología hasta nuestros días. La teoría inflacionaria fue ideada para resolver los enigmas del
big bang y
, en cierta medida, consigue su propósito. No obstante, no se trata de algo comprobado; falta la confirmación experimental. Como ya he dicho, nadie ha visto jamás un inflatón, ese presunto campo al que se atribuye la expansión acelerada o inflación. Mientras no comprobemos su existencia, hay espacio para proponer teorías alternativas que permitan resolver los problemas planteados y hay también lugar para peleas infantiles entre los cosmólogos.

De hecho, desde mi atalaya de Cambridge, advertí que había algo en la física británica que rechazaba la teoría inflacionaria. Pronto habría de darme cuenta de que la renuencia británica no se debía solamente a cuestiones científicas. No obstante, los británicos esgrimían argumentos atendibles pues, en realidad, la inflación no descansa en ninguna rama de la física susceptible de verificación en el laboratorio: le falta contacto con la física, "que tiene los pies en la tierra". Sin embargo, yo tenía la impresión de que había algo más. Tal vez esa sensación se debía a mi condición de portugués, que me daba una perspectiva distinta, algo así como ajena. A los británicos no les gustaba la teoría inflacionaria, porque la habían formulado sus primos más jóvenes del otro lado del charco. De acuerdo con la consabida tradición competitiva de la ciencia, los físicos del Reino Unido no estaban dispuestos a aceptarla hasta que no hubiera pruebas incontrovertibles a su favor.

Sin embargo, no tenían una teoría propia que pudiera rivalizar con ella, porque hallar una alternativa no era fácil: cualquiera fuese su índole, todas las teorías propuestas se parecían demasiado a la inflacionaria o no conseguían resolver los problemas que planteaba el
big bang.
Empecé a sentir que no había derecho a criticar la teoría inflacionaria mientras no se pudiera presentar otra que la reemplazara. El deseo de formular una teoría alternativa me llevó a pensar meses y años en todos estos problemas, pero fue en vano.

Hasta una húmeda y gris mañana de invierno en que me hallaba caminando por los campos de deportes de St. John's College. Pensaba en el problema del horizonte y probablemente lo maldecía porque era inasible. Tal vez no sea evidente del todo para el lector que postular una expansión inflacionaria permite "abrir" los horizontes y explica la homogeneidad del universo. Pero mucho menos evidente es el hecho de que sin recurrir a la inflación es muy difícil resolver el problema del horizonte. Para un cosmólogo bien adiestrado, no obstante, la dificultad es patente y enojosa. La teoría inflacionaria había ganado por abandono, por la sencilla razón de que ningún competidor se había presentado en el ring.

De pronto, me detuve en medio de la caminata y creo que empecé a hablar en voz alta. ¿Y si en el universo primigenio la velocidad de la luz hubiera sido mayor que la actual? ¿Cuántos problemas se resolverían con esa hipótesis? ¿Y cuál era su costo para el resto de nuestras ideas sobre la física?

Eran ideas caídas del cielo como la lluvia, algo repentino e inesperado, pero enseguida me di cuenta de que esa hipótesis permitía resolver el problema del horizonte. A los fines de esta argumentación, supongamos que hubo una gran revolución cuando el universo tenía un año de edad y que antes de ese momento la luz era mucho más veloz que posteriormente. Pasemos por alto también los sutiles efectos de la expansión en la determinación de los horizontes, que desempeñan un papel protagónico en la teoría inflacionaria pero no en los modelos estándar del
big bang
ni en los de la velocidad variable de la luz. El tamaño del horizonte en ese momento, entonces, es la distancia recorrida por la luz —se trata ahora de una luz veloz— desde el inicio del
big bang
: un año luz veloz. Si no pensáramos en la luz rápida, supondríamos que en ese momento la dimensión del horizonte es de 1 año luz habitual, pero esa cifra es mucho más pequeña que la vasta región homogénea que hoy vemos, con una extensión de 15.000 millones de años luz comunes. De ahí el problema del horizonte. No obstante, si la luz rápida fuese mucho más veloz que la que conocemos, podría suceder que un año luz veloz fuera mucho mayor que 15.000 millones de años luz comunes. De modo que en los tiempos primigenios las colosales regiones cuya homogeneidad observamos hoy habrían estado en contacto. Así, quedarían abiertas las puertas a una explicación física de la homogeneidad sin recurrir a la teoría inflacionaria.

Se me ocurre que esta idea debe haberse cruzado por la mente de muchos lectores cuando describí por primera vez el problema del horizonte, porque es muy lógica. Pero creo que uno debe ser un físico de profesión para darse cuenta de que implica una herejía formidable, y para amilanarse y rechazarla apenas concebida. No obstante, la idea no es tan escandalosa como puede parecer. Por ejemplo, jamás se me ocurrió la posibilidad de que alguien pudiera viajar con una velocidad mayor que la de la luz; tampoco dije nunca que se pudiera acelerar la luz. Todo lo que dije es que la velocidad de la luz, que continúa siendo un límite local para las velocidades, podía variar en lugar de ser una constante universal. Lo juro: intenté ser tan conservador como podía; mientras trataba de resolver el problema del horizonte sin recurrir a la teoría inflacionaria, respeté la relatividad hasta donde pude.

Desde luego, a diferencia de la teoría inflacionaria, la teoría de la velocidad variable de la luz (VSL) exigía importantes modificaciones de los fundamentos de la física. Desde el principio, contradecía la teoría de la relatividad.

Sin embargo, no me parecía que este hecho entrañara desventajas de peso; por el contrario, me parecía que podía ser una de las características más convenientes del modelo. Me seducía la posibilidad de utilizar el universo primigenio para comprender la naturaleza del espacio y del tiempo, de la materia y la energía, más allá de nuestra limitada experiencia. Tal vez, el universo intenta decirnos que, en su nivel más fundamental, la física es muy distinta de lo que nos enseña la relatividad, al menos cuando sometemos las cosas a las colosales temperaturas que soportó el universo inmediatamente después del
big bang.

Concebir una idea es apenas el comienzo de una teoría científica. El relámpago de inspiración que tuve esa cenicienta mañana de invierno habría sido totalmente inútil si hubiera quedado ahí; yo sabía que era necesaria una teoría matemática para que cobrara vida. Se trataba de una solución muy lógica para el problema del horizonte —y para todos los otros problemas que planteaba el
big bang
, como se vería después—, pero exigía sin embargo la revisión de todo el marco de la física que había erigido Einstein a comienzos del siglo xx. Una imponente labor se avecinaba.

El comienzo de la travesía no fue auspicioso. Poco después de mi mágico encuentro inicial con la VSL, descubrí que las largas vacaciones que venía disfrutando en mi torre de marfil iban a terminarse. Mi beca estaba llegando a su fin; los hombres que comían en el estrado esperaban que encontrara otro trabajo y amenazaban con dejarme desocupado. Puede ser que la teoría inflacionaria de Alan Guth haya nacido en medio de la presión que se ejercía sobre él para que encontrara otro puesto; pero a mí, la misma situación me impedía continuar con el tema de la velocidad variable. Sabía muy bien que si empezaba a dedicar todo mi empeño a una locura semejante, nadie me daría trabajo. La VSL era una apuesta tan escandalosa y arriesgada que pronto me habría hallado vendiendo
Big Issue
en las calles
[28]
.

Además, la teoría era escurridiza. Cada vez que sacaba los papeles del cajón e intentaba convertir la hermosa intuición que tuve en una teoría matemática concreta, sobrevenía la catástrofe. Las fórmulas gemían y clamaban que no querían un valor variable de c, arrojando una serie de incoherencias que me obligaban a guardar de nuevo los papeles en el cajón con desesperanza y humillación. Necesitaba un colaborador: hay cosas que no están hechas para los creadores solitarios. Necesitaba alguien capaz de rechazar ideas, suplir mis deficiencias y sacarme de los atolladeros. Pero mis intentos por encontrar a alguien dispuesto a hablar del tema se topaban siempre con miradas inexpresivas o, peor, con estruendosas carcajadas y comentarios desdeñosos.

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