Más grandes que el amor (7 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Más grandes que el amor
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La llegada a su
bidonville
de un religioso francés que quería servir a los pobres fue el catalizador de su vocación de amor y de caridad. Recorriendo día y noche aquel barrio de miseria para socorrer a unos y a otros, se convirtió en el alma del comité de ayuda mutua fundado por el sacerdote. Su memoria era el fichero de todas las miserias. La calidad de su mirada, de su sonrisa, de su misericordia le había valido el sobrenombre de «Anand Nagar Ka Swarga Dut» (El Ángel de la Ciudad de la Alegría). Sus encuentros con las hermanas de la Madre Teresa, que venían cada semana a asistir a los leprosos del
bidonville
, la habían empujado con toda naturalidad a elegir una vida al servicio de los demás. Aunque educada en la religión budista, su práctica de los valores cristianos de la participación y del sacrificio la preparó para abrazar el ideal de las Misioneras de la Caridad. Tres años de noviciado confirmarían definitivamente su compromiso. El 8 de diciembre de 1975, fiesta de la Inmaculada Concepción, las tijeras de la Madre Teresa cortaban su larga trenza negra, convirtiendo así para siempre a la joven budista en «una esposa de Cristo al servicio de los pobres».

Cada mañana se producía la misma pesadilla, la misma visión insostenible de los muertos-vivientes apretujándose delante de las verjas. Había allí gentes sin pies ni manos, acurrucados como fetos sobre unas tablas con ruedecitas arrastradas por espectros un poco más válidos, ciegos con el rostro devorado hasta los huesos, desechos con vendajes sanguinolentos que se arrastraban a ras de suelo. Había mujeres que ocultaban sus llagas bajo la tela de sus
burqa
, que las envolvían de la cabeza a los pies como fantasmas; madres que estrechaban a sus hijos entre sus brazos reducidos a muñones, esqueletos huraños que parecían pertenecer ya al otro mundo. También había algunos que parecían sanos, pero a los que una mancha, una ampolla dudosa o una progresiva atrofia muscular habían arrojado súbitamente al campo de los malditos. Y había, sobre todo, pequeños cuerpos encanijados con el vientre hinchado de gusanos, las articulaciones deshechas y los miembros delgados como sarmientos. Aunque la mayoría no tenían aún los estigmas de la lepra, casi todos padecían enfermedades graves: tuberculosis ósea, enteritis crónicas y avitaminosis que los amenazaban con la ceguera.

Sin embargo, de aquella miseria brotaba en todo momento algún espectáculo cómico o maravilloso que hacía olvidar la pesadilla. Las payasadas de los enfermos jugando con sus deformidades o las peroratas de los narradores profesionales desencadenaban siempre la risa. Pero lo más sorprendente seguía siendo ver a los niños jugar en medio de aquella podredumbre, o la aparición, como un milagro, de una mujer en sari, bella como una divinidad del templo.

La mayoría de los enfermos venían de otras regiones, y no era fácil entenderse en aquel batiburrillo de voces, de gritos, de exigencias. Bihar, Bengala, Orissa, el Sur: muchos de ellos estaban en camino desde hacía años. Habían dejado trozos de su carne a lo largo de las carreteras, al azar de sus escalas, en el atrio de los templos o en los andenes de las estaciones. La mayoría no había recibido nunca ningún cuidado.

Los microbios que los roían llevaban el nombre del médico noruego que los identificó a finales del siglo pasado. Los bacilos de Hansen preferían el calor de los países tropicales y los organismos debilitados. La gran virulencia de algunos de ellos les convertía a veces en agentes contagiosos. Se pudo calcular que, en diez minutos de conversación, un leproso diseminaba a su alrededor doscientos mil gérmenes. El hecho de compartir el hábitat, las ropas o la vajilla, es decir, cualquier cohabitación con individuos afectados, constituía la vía más frecuente del contagio. Un arañazo, una picadura podían bastar para que los agentes infecciosos contaminasen a nuevas presas. Pero esos microbios eran tan perezosos que a veces necesitaban meses, incluso años, para que sus primeros estragos se produjesen en sus blancos preferidos: la piel, los nervios, los ganglios, las mucosas de la nariz o de la boca, los ojos, el bazo o el hígado. Curiosamente, el bacilo no era directamente responsable de las horribles heridas, sino más bien el hecho de que, al atacar a los nervios, dormía toda la sensibilidad. El más mínimo traumatismo —un golpe, una quemadura, un corte— se convertía entonces en la fuente de unas lesiones que degeneraban y desembocaban en mutilaciones.

Un arbusto que crecía en el sur de la India había proporcionado durante siglos el único remedio capaz de atenuar los efectos del mal: el aceite de chaulmoogra. A mediados del siglo XX, el descubrimiento de las sulfonas, y luego el de los antibióticos, revolucionaron el tratamiento de la lepra. Salvo en los casos de afecciones irreversibles, algunos meses de toma cotidiana de comprimidos bastaban en general para lograr espectaculares regresiones y, a veces, incluso curaciones completas. El tratamiento era tan poco costoso que el francés Raoul Follereau, el infatigable apóstol de los leprosos, escribió: «Que me den el dinero que cuesta un solo bombardero atómico y curaré a los quince millones de leprosos del planeta».

¡Curar! Un sueño loco para un puñado de religiosas con sari, acosadas desde el alba hasta la noche por la espantosa realidad. Para tratar de entenderse entre el macabro cortejo que desfilaba ante su mesa de curas, sor Bandona y sus compañeras consignaban en un rudimentario fichero el nombre de los enfermos y el lugar de sus lesiones. Cada vez que un paciente volvía, las monjas consultaban su ficha. Después, con algunos movimientos rápidos y precisos, sobreponiéndose al hedor, arrancaban los jirones de los vendajes, limpiaban las llagas, las desinfectaban con grandes pinceladas de alcohol yodado, aplicaban polvos y ungüentos y envolvían de nuevo las heridas con gasas y vendajes limpios. A veces tenían que cortar con el escalpelo las carnes podridas, desprender un nervio o amputar un hueso roído por la gangrena. Un auténtico trabajo de carnicero, con la única ayuda de algunas Avemarías murmuradas en voz baja. Y con la recompensa de numerosas resurrecciones. Porque muchos de los que se empujaban en la cola ya no mostraban ninguna lesión. Eran los milagrosamente curados de aquel laboratorio de amor emplazado en la orilla del Ganges.

Una asfixiante mañana de abril, los ojos oblicuos de la hermana Bandona descubrieron una silueta insólita en el tropel de los miserables que asediaban su dispensario. La hija del quemador de cadáveres de Benarés había podido escapar de sus proxenetas.

7

Los Ángeles, USA — Otoño de 1980-invierno de 1981
Cinco casos completamente locos para un mago chino

Su frente ancha y despejada, encuadrada en unos mechones grises y rizados, y sus mejillas rosadas, no tenían nada de californianas. Lo mismo que Michael Gottlieb, el doctor Joel D. Weisman, de treinta y nueve años, era un expatriado de la Costa Este de los Estados Unidos. Hijo de un maestro y nieto de un lavandero arruinado por el advenimiento de las lavadoras automáticas, había nacido en New Brunswick, en el Estado de New Jersey, en la misma casa de maternidad que Michael Gottlieb. Pero la vida no les había reunido nunca. Joel Weisman, médico internista, compartía una consulta en un inmueble de estuco rosa del barrio de Sherman Oaks, uno de los innumerables suburbios de Los Ángeles. Este hombre cortés, con bata azul celeste, era unánimemente apreciado por su sencillez y su competencia. Su pequeña sala de espera, decorada con helechos arborescentes y con una colección de grabados abstractos, no se vaciaba nunca. Una clientela ecléctica: personas de edad, madres con sus niños y adolescentes con camisetas de manga corta y zapatillas deportivas. Sobre los veladores colocados delante de los asientos de
skai
negro, se exhibían las cubiertas incitantes de los últimos números de la revista
Being Well
(«Sentirse bien»). Aquel otoño de 1980 las cubiertas ofrecían reportajes sobre un nuevo tratamiento contra el colesterol, una manera de dejar de fumar mediante hipnosis y una encuesta sobre el dolor.

«Yo veía pasar por allí —cuenta Joel Weisman— casi todas las dolencias de la vida, pequeñas y grandes. Gentes que padecían hipertensión arterial, diabetes, gota, úlceras, insignificantes laringitis o colitis. Era reconfortante poder aliviarlas y con mucha frecuencia curarlas. Casi nunca veía morir a un paciente. También tenía que tratar esas enfermedades calificadas hoy de sexualmente transmisibles. Era el barrio: allí vivían muchos
gays
». El hecho de que el propio Joel Weisman fuese también
gay
—es decir, homosexual— aumentaba el favor de que gozaba su consulta ante aquella clientela especial. «Todos sabían que yo no les juzgaba, que conmigo no había ni tabúes ni barreras psicológicas, que yo estaba allí para curar, y sólo para curar».

La proporción de
gays
había aumentado con los años entre los pacientes del doctor Joel Weisman. Más que un homenaje a su competencia y a su discreción, el médico veía en esta afluencia el efecto de un recrudecimiento de las enfermedades sexualmente transmisibles que afectan con preferencia a este grupo de riesgo. «A partir de los años 1977-1978 comencé a recibir cada vez más visitas de hombres jóvenes que sufrían de fiebre muy alta, de sudores nocturnos, de diarreas, de toda clase de infecciones parasitarias y sobre todo de ganglios hipertrofiados, grandes como huevos de paloma, en el cuello, en las axilas, en la ingle. Por todas partes. Evidentemente, la inflamación de las glándulas denunciaba trastornos de tipo inmunitario. En cada caso, yo temía lo peor: cánceres, leucemias. Por fortuna, las biopsias llegaban a mí con la mención de “benigno”. Sin embargo, las enfermedades que revelaban algunos análisis no eran anodinas. Había mononucleosis, hepatitis, numerosos casos de herpes y bastantes infecciones venéreas. A Dios gracias, los virus responsables no mataban, al menos todavía no. En general, la mayor parte de los síntomas desaparecían después de los tratamientos apropiados. Sólo algunos pacientes conservaban ganglios anormalmente hinchados. ¡Se resignaban a vivir con ellos!»

La llegada de un peluquero de West Hollywood a la sala de consultas de Joel Weisman, una mañana de octubre de 1980, iba a ensombrecer brutalmente ese relativo optimismo. Aquel homosexual de veinticinco años, sin ningún antecedente médico conocido, padecía una enfermedad aguda de la piel, de las mucosas y de las uñas. «Su epidermis es una pura llaga», anotó Joel Weisman en su ficha. Desconcertado por la amplitud del mal, el médico descolgó su teléfono para pedir consejo a la única persona que, a su juicio, era capaz de ayudarle a curar al enfermo.

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