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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (68 page)

BOOK: Marte Azul
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Y en esos momentos la civilización democrática conseguía lo que el anterior sistema no habría conseguido nunca, sobrevivir al período hipermaltusiano. Advertían ahora el cambio fundamental de los sistemas en ese siglo XXII que estaban escribiendo; habían alterado el equilibrio para sobrevivir a las nuevas condiciones. En la economía democrática cooperativista todos sabían que las apuestas eran altas, se sentían responsables del destino colectivo y se beneficiaban del frenético arrebato de construcción coordinada que reinaba por todo el sistema solar.

Esta floreciente civilización incluía no sólo el sistema solar más allá de Marte, sino también los planetas interiores. En el flujo de energía y confianza la humanidad emprendía proyectos en zonas antaño consideradas inhabitables, y Venus atraía a un gran número de terraformadores, que habían aceptado el desafío planteado por Sax Russell al recolocar los grandes espejos orbitales de Marte y tenían una definida y grandiosa visión de la habitabilidad del planeta, hermano de la Tierra en muchos aspectos.

Incluso Mercurio tenía su asentamiento, aunque había que admitir que para muchos propósitos estaba demasiado cerca del sol. Su día duraba cincuenta y nueve terranos, su año, ochenta y ocho días terranos, y tres de sus días equivalían a dos años, patrón que lo llevaría a quedar atrapado en una marea gravitatoria, como la Luna alrededor de la Tierra. En la lenta revolución del día solar de Mercurio el hemisferio iluminado se calentaba en exceso, mientras que el hemisferio a oscuras se enfriaba terriblemente. La única ciudad del planeta era por tanto una especie de tren enorme que circulaba alrededor del planeta a cuarenta y cinco grados de latitud norte sobre vías de una aleación metalocerámica, la primera de las muchas travesuras alquímicas de los físicos mercuriales, que soportaba los 800° kelvins del hemisferio iluminado. La ciudad, llamada Terminador, rodaba sobre esas vías a unos tres kilómetros por hora, lo que la mantenía dentro del terminador del planeta, la zona de sombra que precede al amanecer, una banda de unos veinte kilómetros de ancho. La ligera dilatación de las vías expuestas al sol matutino en el este llevaba a la ciudad siempre hacia el oeste, y ésta se deslizaba sobre raíles adaptables para evitar roces. La resistencia a ese movimiento inexorable en otras secciones generaba grandes cantidades de energía eléctrica, como los colectores solares que seguían a la ciudad, situados en lo alto del elevado Muro del Amanecer, y captaban los primeros rayos cegadores del sol. Incluso en una civilización donde la energía era barata, Mercurio era extraordinariamente afortunado. Y así se unió a los mundos lejanos y se convirtió en uno de los más brillantes. Y un centenar de nuevos mundos flotantes surgía cada año: pequeñas ciudades-estado en vuelo, con sus propios estatutos, mescolanza de colonos, paisaje y estilo.

No obstante, en medio de este florecimiento del esfuerzo humano y de la confianza en el Accelerando, se mascaba la tensión. Porque a pesar de las construcciones, la emigración y la colonización, en la Tierra seguía habiendo dieciocho mil millones de almas, y dieciocho millones en Marte, y la membrana semipermeable entre los dos planetas estaba demasiado tensa a causa de la presión osmótica de ese desequilibrio demográfico. Las relaciones eran tirantes, y muchos temían que al menor pinchazo la membrana se desgarrara. En esa situación crítica, la historia proporcionaba un escaso consuelo; hasta el momento habían capeado el temporal con bastante acierto, pero la humanidad nunca antes había respondido a una crisis con cordura y sensatez duraderas; la locura colectiva no era insólita entre ellos, y se trataba exactamente de los mismos animales que en siglos anteriores, enfrentados a problemas de supervivencia, se habían exterminado unos a otros sin misericordia. Era por tanto probable que ocurriese de nuevo. La gente construía, discutía, enfurecía; esperaban, inquietos, señales de que los muy viejos se acercaban a la muerte y miraban con ojo crítico a los recién nacidos. Un renacimiento tenso, vivido deprisa y al límite, una edad dorada frenética: el Accelerando. Y nadie sabía qué pasaría después.

Zo estaba sentada en la parte trasera de una sala atestada de diplomáticos, contemplando el paso majestuoso de Terminador sobre los yermos abrasados de Mercurio. El espacio semielipsoidal delimitado por la alta cúpula transparente de la ciudad habría sido adecuado para el vuelo, pero las autoridades locales lo habían prohibido por demasiado peligroso, una de las muchas regulaciones fascistas que restringían la vida allí; el estado como niñera, lo que Nietzsche llamaba con tan buen tino la mentalidad del esclavo, aún vivita y coleando al final del siglo XXII, brotando en todas partes; la jerarquía volvía a erigir su estructura consoladora en todos aquellos nuevos asentamientos provincianos, Mercurio, los asteroides, los planetas exteriores... en todas partes excepto en el noble Marte.

En Mercurio el fenómeno era particularmente acentuado. Las reuniones entre la delegación marciana y los mercuriales se habían prolongado durante semanas, y Zo estaba harta tanto de éstas como de los negociadores mercuriales, un importante grupo de reservados y oligárquicos
mullahs
, altaneros y aduladores a un tiempo, que aún no habían asimilado el nuevo orden imperante en el sistema solar. Deseaba olvidarlos, a ellos y a su mezquino mundo, regresar a casa y volar.

En su papel ficticio de modesta adjunta, sin embargo, hasta el momento había pasado desapercibida, y ahora que las negociaciones habían llegado a un punto muerto a causa de la estupidez de aquellos esclavos felices, era su turno. Cuando se disolvió la reunión se llevó aparte al secretario de la figura más relevante de Terminador, al que daban el pintoresco nombre de El León de Mercurio, y solicitó una audiencia privada. El joven, un ex terrano, accedió (Zo se habia asegurado antes de que el hombre no la miraba con indiferencia) y se retiraron a una terraza del ayuntamiento.

Posando una mano en el brazo del joven, Zo dijo con amabilidad:

—Nos preocupa enormemente que si Mercurio y Marte no establecen una sólida alianza, Terra siembre cizaña y nos enfrente. Somos la fuente más importante de metales pesados que queda en el sistema solar, y cuanto más se expanda la civilización más valor adquirirán. Y la civilización ciertamente se está expandiendo, estamos en pleno
Accelerando
. Los metales son muy valiosos.

Y los yacimientos de metales de Mercurio, aunque difíciles de explotar, eran en verdad espectaculares; el planeta era apenas mayor que la Luna y sin embargo su gravedad casi igualaba la de Marte; un indicio tangible de su pesado corazón de hierro y su estela de metales preciosos, cuyas vetas recorrían la superficie castigada por los meteoritos.

—¿Y...? —dijo el joven.

—Creemos necesario establecer de manera más explícita...

—¿Un cártel?

—Una asociación.

El joven mercurial sonrió.

—No nos preocupa que alguien intente indisponernos con Marte.

—Es evidente. Pero a nosotros, sí.

En los primeros tiempos de su colonización el futuro de Mercurio se auguraba próspero. Los colonos no sólo disponían de abundantes metales, sino que además, estando tan cerca del sol, podían almacenar gran cantidad de energía solar. Sólo la resistencia y dilatación de los raíles sobre los que se deslizaba la ciudad creaba ingentes cantidades de energía, y en cuanto a la solar, el potencial era enorme; los colectores en órbita mercurial habían empezado a desviar parte de ella a las colonias de los planetas exteriores. Desde que la primera flota de vehículos empezara a tender los railes en 2142 y durante las primeras décadas, los mercuriales se habían creído muy ricos.

Sin embargo, estaban en 2181, y con el desarrollo de varios tipos de energía de fusión la energía era barata y la luz razonablemente abundante. Los llamados satélites-lámpara y las linternas de gas que ardían en la atmósfera superior de los gigantes gaseosos se estaban distribuyendo por todo el sistema exterior. En consecuencia, los abundantes recursos de energía solar de Mercurio resultaban ahora insignificantes. Volvía a ser un planeta rico en metales pero terriblemente tórrido y frío, y no terraformable por añadidura. Una situación poco grata. Una tragedia para sus fortunas, como le recordó Zo al hombre, sin miramientos. Lo que significaba que necesitaban cooperar con sus aliados.

—De otro modo, el riesgo de que la Tierra gane preeminencia de nuevo será excesivo.

—Terra está demasiado enredada en sus propios problemas para amenazar a nadie —contestó el hombre.

Zo meneó la cabeza con expresión benigna.

—Cuantos más problemas tenga Terra, más grave es la amenaza para los demás. Nos inquieta, y por eso hemos decidido que en caso de no llegar a un acuerdo con ustedes, no nos quedará más alternativa que construir una nueva ciudad en Mercurio, en el hemisferio meridional, donde están los mejores yacimientos de metales.

El hombre parecía alarmado.

—No podrían hacer eso sin nuestro consentimiento.

—¿Ah, no...?

—Si nosotros no queremos, no habrá ninguna otra ciudad en Mercurio.

—Caramba, ¿y qué piensan hacer para impedirlo? El hombre no respondió, y Zo añadió:

—Cualquiera puede hacer lo que se le antoje, y eso es así para todos.

—No hay suficiente agua —sentenció el hombre después de meditarlo.

—Cierto. —Las existencias de agua de Mercurio se reducían a pequeños campos de hielo dentro de algunos cráteres en los polos, donde estaban permanentemente a la sombra. Contenían suficiente agua para Terminador, pero no mucha más.— Sin embargo unos cuantos cometas dirigidos a los polos añadirían alguna.

—¡Eso si el impacto no evapora toda el agua de los polos! ¡No, no funcionaría! El hielo de esos cráteres polares es sólo una pequeña fracción del agua implicada en los millones de impactos de cometas. La mayor parte del agua salió despedida al espacio o se evaporó, y volvería a ocurrir lo mismo. Se perdería más de lo ganado.

—Las simulaciones de las IA sugieren varias posibilidades. Siempre podemos probar, a ver qué pasa.

El hombre retrocedió como si lo hubiesen golpeado, pues la amenaza no podía ser más explícita. Pero para la moral del esclavo la bondad y la estupidez solían ir de la mano, de manera que había que ser explícito. Zo se mantuvo impasible, aunque la indignación del hombre tenía un toque de
commedia del Varte
que la divertía. Se acercó a él para enfatizar la diferencia de estatura: le sacaba medio metro.

—Transmitiré su mensaje al León —dijo él entre dientes.

—Gracias —dijo Zo, y se inclinó y lo besó en la mejilla.

Aquellos esclavos habían creado una casta dirigente de físicosacerdotes, una caja negra para quienes estaban fuera, pero, como las oligarquías, predecibles y poderosos en sus acciones viables. Se darían por aludidos y actuarían en consecuencia, de lo cual resultaría una alianza. Zo abandonó el ayuntamiento y bajó alegre por las calles escalonadas del Muro del Amanecer. Había cumplido su misión, y por tanto pronto regresaría a Marte.

Entró en el consulado marciano y envió un mensaje para comunicar a Jackie que ya había dado el siguiente paso. Luego salió al balcón a fumar un pitillo.

Su visión de los colores se intensificó por efecto de los cromotropos del cigarrillo, y la pequeña ciudad a sus pies se transformó en una fantasía fauvista. Las terrazas que jalonaban el Muro del Amanecer subían en franjas cada vez más estrechas, y los edificios más altos (las oficinas de los gobernantes de la ciudad, naturalmente) eran simples hileras de ventanas bajo los Grandes Portales y la cúpula transparente. Debajo de las grandes copas verdes de los árboles se acurrucaban techos de tejas y balcones con mosaicos. En la llanura oval que albergaba la mayor parte de la ciudad los tejados se apretaban unos contra otros, y las manchas de verde centelleaban bajo la luz que derramaban los espejos filtrantes de la cúpula; el conjunto semejaba un gran huevo de Fabergé, elaborado, colorido, hermoso, como la mayor parte de las ciudades. Pero estar atrapado en uno... Bueno, no quedaba otro remedio que pasar las horas restantes de la manera más divertida posible, hasta que recibiera la orden de regresar a casa. Después de todo, la devoción al deber también expresaba la nobleza de una persona.

Bajó a grandes trancos las calles-escalera del Muro hasta Le Dome, para reunirse con Miguel, Arlene y Jerjes, y con la banda de músicos, compositores, escritores y estetas que pululaban por el café. Formaban un grupo pintoresco. Los cráteres de Mercurio habían recibido los nombres de los artistas más famosos de la historia terrana, y Terminador rodaba alrededor del planeta dejando atrás a Durero y Mozart, Fidias y Purcell, Turguéniev y Van Dyck; y en otros lugares del planeta estaban Beethoven, Imhotep, Mahler, Matisse, Murasaki, Milton, Mark Twain; los bordes de Homero y Holbein se rozaban; Ovidio marcaba el borde de Pushkin, más grande, en una inversión de su respectiva importancia; Goya se superponía a Sófocles, Van Gogh estaba en el interior de Cervantes; Chao Meng-fu rebosaba de hielo, y así por el estilo, caprichosamente, como si el comité de nomenclatura de la Unión Astronómica Internacional hubiera agarrado una borrachera descomunal una noche y se hubiera dedicado a arrojar dardos con topónimos sobre un mapa; parecía haber incluso una conmemoración de esa juerga, un gran escarpe llamado Pourquoi Pas.

Zo aprobaba decididamente el método. Pero el efecto en los artistas que vivían en Mercurio había sido catastrófico. Confrontados siempre con el canon sin parangón de la Tierra, un abrumador miedo a las influencias los paralizaba. Pero sus fiestas habían alcanzado una indudable grandeza, de la que Zo disfrutaba.

Esa tarde, después de beber prodigiosamente en Le Dome, mientras la ciudad se deslizaba entre Stravinski y Vyasa, el grupo se internó en las callejas en busca de camorra. Unas cuantas manzanas más allá alborotaron una ceremonia de mitraístas o zoroástricos, adoradores del sol en cualquier caso, influyentes en el gobierno local, quizás en su mismo corazón. Los maullidos desbarataron muy pronto la reunión y provocaron una pelea a puñetazos, y al poco tuvieron que huir para evitar que la policía local, la spasspolizei, como la pandilla de Le Dome la llamaba, los detuviera.

Luego fueron al Odeón, pero los echaron por revoltosos; recorrieron las calles del barrio de los espectáculos y bailaron a las puertas de un bar donde sonaba a todo volumen pésima música industrial. Pero faltaba algo. La alegría forzada era demasiado patética, pensó Zo mirando los rostros sudorosos.

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