Authors: Kim Stanley Robinson
—¿Alguna vez te has parado a pensar que eres una de las primeras matemáticas importantes? —preguntó Sax con cautela.
La pregunta pareció incomodarla, pues lo miró y luego volvió la cabeza. Evidentemente lo había pensado.
—Los átomos de un plasma se mueven siguiendo pautas que son grandes fractales de las pautas de la red de spin —dijo por toda respuesta.
Sax asintió e hizo algunas preguntas más sobre el tema. Tenía la impresión de que la joven podía ser de gran ayuda para resolver los problemas del grupo de Da Vinci para crear un aparato de fusión ligero.
—¿Has hecho alguna vez ingeniería o algo de física?
—Soy una física —dijo ella, afrentada.
—En todo caso, una física matemática. Me refería a la parte de ingeniería.
—Todo es física.
—Cierto.
Sax sólo insistió una vez más, de forma indirecta.
—¿Cuándo empezaste a estudiar matemáticas?
—Mi madre me introdujo en las ecuaciones cuadráticas a los cuatro años, además de otros juegos matemáticos. Era una estadística entusiasmada con su especialidad.
—Y las escuelas de Dorsa Brevia...
—Estaban bien, pero la matemática es algo que aprendí sobre todo leyendo y a través de la correspondencia con el departamento de Sabishii.
—Comprendo.
Y después comentaron los últimos resultados del CERN, hablaron del clima, de la capacidad del velero para navegar sin apenas desviarse. La semana siguiente la joven volvió a acompañarlo, esta vez en uno de sus paseos por los acantilados de la península. A Sax le reportó un gran placer mostrarle un pequeño pedazo de tundra. Y poco a poco, ella consiguió convencerle de que estaban a punto de comprender lo que sucedía en el nivel de Planck, algo extraordinario para Sax, intuir ese nivel y hacer las especulaciones y deducciones necesarias para explicarlo y comprenderlo, creando una física compleja y poderosa para un dominio tan pequeño y tan fuera del alcance de los sentidos, el tejido de la realidad. Impresionante. Aunque los dos concordaban en que, como había ocurrido con teorías anteriores, dejaba muchas cuestiones fundamentales sin resolver. Era inevitable. Bajo el sol, podían tenderse uno junto a otro sobre la hierba y observar los pétalos de una flor de la tundra con extremada atención, y sin importar lo que estuviera ocurriendo en el nivel de Planck, allí y entonces el azul de los pétalos resplandecía bajo la luz con un misterioso poder hipnótico.
Tenderse en la hierba también ponía de manifiesto el alcance de la fusión del permafrost. Sobre el suelo aún helado la superficie se encharcaba y se formaban zonas pantanosas. Cuando Sax se puso de pie, el viento enfrió súbitamente la parte frontal de su cuerpo, y él tendió los brazos hacia el sol, hacia la lluvia de fotones vibrantes que atravesaba las redes de spin. De camino al rover le dijo a Bao que en muchos lugares el calor generado por las plantas de energía nuclear era canalizado a galerías capilares que penetraban en el permafrost, lo cual causaba problemas en las zonas húmedas, donde el agua tendía a estancarse en la superficie. La tierra se derretía, por así decirlo, y formaba un bioma muy activo. Los rojos se quejaban, aunque lo cierto era que buena parte de las tierras que se habrían visto afectadas por la fusión del permafrost estaban ahora bajo las aguas del mar del Norte; lo poco que quedaba emergido sería protegido como pantanos y marjales.
El resto de la hidrosfera ejercía una acción transformadora sobre la superficie igualmente radical. Era inevitable: el agua era un enérgico agente excavador de la roca, aunque no lo pareciera cuando se contemplaba la red de plata de una cascada derramarse por un acantilado y convertirse en bruma blanca mucho antes de alcanzar el mar. Sin embargo, podían verse también las gigantescas olas que bramaban y batían las paredes de roca con tanta violencia que el suelo temblaba. Unos cuantos millones de años así y la erosión de esos acantilados sería significativa.
—¿Has visto alguna vez los cañones ribereños? —le preguntó ella.
—Sí, he visitado Nirgal Vallis. Me sorprendió la satisfacción que se siente al ver correr agua en el fondo. Parece tan adecuado. Una buena experiencia.
—No sabía que hubiera tanta zona de tundra por aquí.
La tundra era la ecología dominante en la mayor parte de las tierras altas meridionales, dijo Sax. Tundra y desierto. En la tundra, las partículas quedaban fijadas al suelo con firmeza; ningún viento podía arrastrar barro o arenas movedizas, de las que había grandes porciones que hacían peligroso viajar por ciertas regiones. Pero en los desiertos los fuertes vientos levantaban grandes cantidades de polvo que oscurecían la atmósfera, bajaban las temperaturas y causaban graves problemas allí donde se depositaban, como en la cuenca de Nirgal.
—¿Conoces a Nirgal? —preguntó, de pronto intrigado.
—No.
Las tormentas de arena de aquellos días no tenían ni punto de comparación con la Gran Tormenta, pero seguían siendo un factor a tener en cuenta. El suelo desértico formado por microbacterias era una de las soluciones más prometedoras, aunque sólo fijaba el centímetro superior de los depósitos, y si el viento desgarraba esa costra, lo que había debajo salía volando. No era un problema de fácil solución, y las tormentas de polvo los acompañarían durante siglos.
Con todo, tenían una hidrosfera activa, lo que significaba vida en todas partes.
La madre de Bao murió en un accidente de avión y ella, como la hija más joven, tuvo que regresar a casa y hacerse cargo de todo, incluyendo la casa familiar. La ultimogenitura en acción, según las normas del matriarcado de los hopi, le explicaron. Bao no sabía cuándo podría regresar; incluso cabía la posibilidad de que no regresara. Se mostraba resignada al respecto, como si fuera algo inevitable, retirada ya a un mundo interior. Sax sólo pudo agitar una mano para despedirla, y regresó caviloso a su habitación. Conseguirían desentrañar antes las leyes fundamentales del universo que aquellas que regían el comportamiento social, un sujeto de estudio particularmente oscuro. Llamó a Michel y comentó con él ese parecer, y Michel aseveró:
—Eso se debe a que la cultura se mantiene en constante progreso. Sax creyó entender a qué se refería: las actitudes hacia numerosas cuestiones estaban cambiando rápidamente. Bela lo llamaba Werteswandel, mutación de valores. A pesar de todo, seguían viviendo en una sociedad entorpecida por toda suerte de arcaísmos: primates que se agrupaban en tribus, protegían un territorio, veneraban a una caricatura del padre que llamaban dios...
—A veces creo que no hemos progresado nada —dijo, con un extraño sentimiento de desconsuelo.
—Pero Sax —protestó Michel—, en Marte hemos sido testigos del fin del patriarcado y la propiedad. Ése es uno de los logros más importantes de la historia de la humanidad.
—Si es que es cierto.
—¿Acaso no crees que las mujeres tienen ahora tanto poder como los hombres?
—Por lo que yo sé, sí.
—Y yo diría que incluso más, en lo que respecta a la reproducción.
—Hasta cierto punto es lógico.
—Y la tierra es una obligación compartida por todos. Nuestros efectos personales son la única propiedad que mantenemos, pero la posesión de la tierra es algo desconocido en Marte, y eso supone una nueva realidad social con la que luchamos cada día.
En verdad lo hacían. Y Sax recordó cuan amargos habían sido los conflictos en el pasado. Sí, tal vez fuera cierto: el patriarcado y la propiedad estaban en vías de extinción. Al menos en Marte, y por el momento. Como había ocurrido con la teoría de las cuerdas, acaso les llevara mucho tiempo crear un estado decente. Después de todo, Sax, que no era un hombre de prejuicios, se había sorprendido al ver a una mujer matemática en acción. O, para ser más precisos, a un genio femenino bajo cuyo embrujo había caído al instante, igual que el resto de miembros masculinos del grupo teórico, hasta el punto de sentirse profundamente turbado por su marcha.
—En la Tierra parecen seguir enzarzados en las mismas peleas de siempre —comentó con malestar.
—Es por la presión demográfica —admitió Michel con renuencia, como restándole importancia—. Hay demasiada gente y la población aumenta constantemente. Ya viste cómo estaban las cosas durante nuestra visita. Mientras persista esa situación en la Tierra, Marte estará amenazado. Y eso provoca conflictos también aquí.
Sax asintió. Era consolador presentar el comportamiento humano no como irremediablemente estúpido o malvado, sino como respuesta medio racional a una situación histórica dada, a una amenaza: acaparar lo que se pueda, con vistas a proteger a los hijos porque se sospecha que no habrá para todos, lo que naturalmente ponía en peligro a todos los hijos debido a la multiplicación de las acciones egoístas. Pero al menos podía interpretarse como un intento, una primera aproximación a la razón.
—La situación no es tan mala como antes —continuó Michel—. Incluso en la Tierra la gente tiene muchos menos hijos, y se están reorganizando en colectivos con bastante eficacia, teniendo en cuenta la inundación y los problemas que la precedieron. Han aparecido numerosos movimientos sociales que se inspiran en la forma de actuar marciana, y también en la actitud de Nirgal, pues siguen observándolo y escuchándolo aunque ha dejado de hablar. Lo que dijo durante nuestra visita sigue causando un gran efecto.
—Lo creo.
—¡Caramba, pues ahí lo tienes! Tienes que admitir que las cosas están mejorando. Y cuando el tratamiento de longevidad deje de funcionar, se alcanzará un equilibrio entre nacimientos y defunciones.
—No tardaremos en llegar a ese punto —predijo Sax con aire sombrío.
—¿Por qué lo dices?
—Los síntomas se acumulan. La gente muere de una cosa u otra. No es una cuestión sencilla. Seguir vivos cuando la senectud debiera haber hecho acto de presencia... Es sorprendente que hayamos conseguido lo que hemos conseguido. Sin embargo, probablemente la senectud tenga su razón de ser, tal vez evitar la superpoblación, o dejar espacio para material genético nuevo.
—Eso no presagia nada bueno para nosotros.
—Ya hemos sobrepasado en un doscientos por ciento la antigua duración máxima de la vida.
—De acuerdo, pero aún así, no es razón para desear el fin.
—No, pero tenemos que vivir el momento. Y hablando de momentos, ¿por qué no me acompañas al campo? Allí seré todo lo optimista que quieras. Es muy interesante.
—Intentaré hacer un hueco en mi agenda. Tengo muchos pacientes.
—Tienes mucho tiempo libre. Ya verás que sí.
El sol estaba alto. Las nubes, blancas y abultadas, se agrupaban en grandes masas irrepetibles, marmóreas sobre sus vientres oscuros. Cumulonimbos. Se encontraba en los acantilados occidentales de la península de Da Vinci y contemplaba las paredes de roca que delimitaban la cara oriental de Lunae Planum en la parte opuesta del fiordo Shalbatana. A su espalda se elevaba la colina de cima chata del cráter Da Vinci, el hogar base. Ya llevaba cierto tiempo viviendo allí, y en aquel momento su cooperativa construía buena parte de los satélites que se ponían en órbita, así como los motores de propulsión, en colaboración con el equipo de Spencer en Odessa y otros laboratorios. Se trataba de una cooperativa tipo Mondragón que dirigía el círculo de laboratorios y hogares del borde y los campos y el lago del fondo del cráter. Algunos se burlaban de las restricciones impuestas por los tribunales a los proyectos de la cooperativa, como las nuevas plantas energéticas que liberarían demasiado calor. Desde hacía algunos años el TMG repartía las llamadas raciones K, que daban a una comunidad el derecho a añadir fracciones de una unidad kelvin a la temperatura global. Algunas comunidades rojas se esforzaban por conseguir esas raciones y luego no las usaban. Esto, señalaban las otras comunidades, unido a los reiterados actos de ecosabotaje, impedía que la temperatura global subiese con rapidez. Pero las raciones K seguían concediéndose con cuentagotas. Las solicitudes eran estudiadas por los ecotribunales provinciales, y el veredicto ratificado por el TMG; no se admitían apelaciones a menos que otras cincuenta comunidades firmaran apoyándolas, e incluso entonces la apelación caía en el pantano legislativo, donde su destino era discutido por la indisciplinada tropilla de la duma.
El progreso era lento, pero a Sax no le parecía mal, pues se conformaba con que la temperatura media global se mantuviese por encima del punto de congelación. Sin las restricciones del TMG era muy probable que todo se calentara demasiado. No, ya no tenía prisa: se había convertido en un defensor de la estabilización.
Paseaba por el borde de los acantilados de Da Vinci en un soleado día del perihelio, a 281° K, una temperatura vigorizante, observando las flores alpinas refugiadas en las grietas de las rocas y, más allá, el distante espejeo del sol en la superficie del fiordo, cuando advirtió que una mujer alta iba a su encuentro; llevaba máscara y mono, y grandes botas. Era Ann. La reconoció al instante, su zancada era inconfundible. Ann Clayborne en carne y hueso.
La sorpresa provocó un doble sobresalto en su memoria: Hiroko, surgiendo de la nieve para llevarlo a su rover, y Ann, en la Antártida avanzando sobre la roca a su encuentro...
Confuso, intentó seguir el hilo del recuerdo. ¿Una imagen superpuesta, una única imagen fugaz?
Y de pronto Ann estaba ante él y olvidó los recuerdos como se olvida un sueño.
No la había visto desde que le administrara el tratamiento gerontológico en Tempe, y se sentía muy incómodo, seguramente a causa del miedo. Era improbable que ella lo atacara físicamente, aunque lo había hecho con anterioridad. Pero esa clase de ataque nunca le había inquietado. Aquella vez en la Antártida... intentó atrapar el recuerdo esquivo, perdido de nuevo. Los recuerdos en el límite de la conciencia se perdían invariablemente si uno hacía un esfuerzo deliberado por recuperarlos, lo cual seguía siendo un misterio.
—¿Es que ahora eres inmune al dióxido de carbono? —preguntó ella a través de la máscara.
Él le habló entonces del nuevo tratamiento de la hemoglobina, esforzándose por encontrar las palabras, como después de sufrir la embolia. Ella lo interrumpió con una sonora carcajada.
—Así que ahora tienes sangre de cocodrilo, ¿eh?
—Sí —dijo él, leyéndole el pensamiento—. Sangre de cocodrilo, cerebro de rata.
—De cien ratas.
—Sí, ratas especiales —precisó él. Al fin y al cabo, los mitos tenían una lógica rigurosa, como había demostrado Lévi-Strauss. Hubiera querido añadir que eran ratas geniales, cien ratas y todas genios. Incluso sus desgraciados estudiantes habían tenido que admitirlo.