Marte Azul (103 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Marte Azul
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¿De qué se ríe? Mido cinco pies y cinco pulgadas. ¿Pies? ¿Pies? ¡Santo ka, aquí tenemos un hombre que mide en pies! ¡En pies! Tiene que estar de guasa. ¿Cinco pies? ¿Cuánto es eso en metros? Un pie era un tercio de un metro aproximadamente, un poco menos. ¿Así medían? No me extraña que la Tierra esté tan jodida. Eh, ¿Qué le hace pensar que su precioso metro es mejor? Es sólo una fracción de la distancia del polo Norte al ecuador terrestre, ¡Napoleón escogió esa fracción por capricho! ¡Es una barra de metal que se conserva en París, Francia, y su longitud la decidió el capricho de un loco! No vayan a creer que ahora son más racionales que antes. Oh, basta ya, por favor, voy a reventar de la risa. Ustedes muestran muy poco respeto por sus mayores, eso me gusta. Eh, tráigale al viejo Coyote otra copa; ¿qué toma? Tequila, gracias. Y un poco de kava. Este tipo sabe vivir. Es cierto, sé vivir. Esos salvajes lo averiguaron y tratan de imitarme, pero no hay que sacar las cosas de quicio. No camines, conduce, no caces, compra. Duerme cada noche en una cama de gel e intenta tener dos jóvenes nativas desnudas como sábanas. ¡Oh, oh!

¡Viejo libertino! Oh, honorable señor. Indecente. Bueno, a mí me va. Yo no duermo tan bien pero soy feliz. Oh, no le molesto, gracias. Lo comprendo. Salud. Por Marte.

Despertó, y el silencio era tan hondo que podía oír los latidos de su corazón. Al principio no recordó dónde estaba, pero luego le vino todo a la memoria: en casa de Art y Nadia, en la costa del mar de Hellas, al oeste de Odessa.
Tap, tap, tap.
Amanecer. El primer clavo de la mañana. Nadia construía fuera. Ella y Art vivían en el limite de la aldea costera, en el complejo de casas, pabellones, jardines y senderos entrelazados de su cooperativa. Una comunidad de unos cien miembros, vinculada a centenares semejantes a ella. Al parecer Nadia siempre estaba ocupada con la infraestructura.
¡Tap, tap, tap, tap!
Lo que ahora tenía entre manos era una cubierta que rodeara una torre de bambú como las de Zigoto.

En la habitación contigua alguien respiraba profundamente. Una puerta abierta comunicaba ambas habitaciones. Se sentó en la cama. Tapices en las paredes. Espió por una rendija: faltaba poco para el amanecer y dominaban los grises. Una habitación austera. Sax dormía en el gran lecho de la otra habitación bajo unas gruesas colchas.

Tenía frío. Se levantó y miró a través de la puerta. El rostro relajado de Sax, el rostro de un anciano, descansaba sobre una ancha almohada. Entró y se acurrucó junto a él bajo las colchas. Estaba caliente. Sax era más bajo que ella, bajo y rechoncho, lo sabía bien por la sauna y la piscina de Zigoto. Otra parte de su cuerpo compartido.
Tap, tap, tap.
Sax se agitó en sueños y ella se abrazó a él, que la imitó, profundamente dormido.

Durante el experimento de la memoria ella se había concentrado en Marte. Michel le había dicho una vez: Tu tarea consiste ahora en ver el Marte que perdura. Y ver las colinas y hondonadas que rodeaban la Colina Subterránea le había devuelto un intenso recuerdo de los primeros años, cuando detrás de cada horizonte aguardaba algo nuevo. La tierra. En su mente perduraba. En la Tierra nunca sabrían cómo era de veras, nunca. La levedad, la intimidad del horizonte, todo casi al alcance de la mano, la súbita inmensidad cuando aparecían huellas del Gran Hombre: los vastos acantilados, los profundos cañones, los volcanes continente, la desolación del caos. La gigantesca caligrafía del tiempo areológico. Las dunas que envolvían el mundo. Nunca lo sabrían, ni siquiera alcanzarían a imaginarlo.

Pero ella lo había conocido, y durante los experimentos de la memoria se había concentrado en Marte, todo aquel día que había parecido durar diez años. Ni una sola vez volvió su pensamiento a la Tierra. Le supuso un gran esfuerzo, pero utilizaba un truco: ¡no pensar en la palabra
elefante
! Era un truco que había llegado a dominar, la lealtad de la gran negadora, que le daba fuerza. Y entonces Sax se había acercado corriendo, gritando: «¿Recuerdas la Tierra? ¿Recuerdas la Tierra?» Era casi divertido.

Pero eso había sido en la Antártida. Inmediatamente su mente, tramposa, concentrada, había dicho: Eso es sólo la Antártida, un pedacito de Marte en la Tierra, un continente extrapolado, y el año que habían vivido allí, un fugaz vislumbre del futuro que los aguardaba. En los Valles Secos habían estado en Marte sin saberlo. Por eso podía recordarlo sin tener que regresar a la Tierra, era una Colina Subterránea, una Colina Subterránea con hielo, y un campamento diferente, pero con la misma gente y situación. Y pensando en eso todos los recuerdos habían regresado en la magia del encantamiento anamnésico: las charlas con Sax, lo mucho que le atraía alguien tan recluido en la ciencia como ella. Nadie más había comprendido lo lejos que podía llegarse por el sendero de la ciencia. E inmersos en aquella distancia habían discutido, noche tras noche, sobre Marte, aspectos técnicos, aspectos filosóficos. No estaban de acuerdo, pero estaban allí fuera, y juntos.

Aunque no del todo. Él había dado un respingo cuando ella lo tocó. Carne mezquina, había pensado Ann. Pero por lo visto se equivocaba. Y eso había sido muy perjudicial, porque si ella hubiera comprendido, si él hubiera comprendido, tal vez la historia habría sido distinta. Pero no habían comprendido.

Y en aquel flujo de pasado ni una sola vez había visitado la Tierra más al norte, la Tierra de antes. Había permanecido en la convergencia antartica. De hecho había permanecido en Marte, en su Marte mental, en Marte rojo. En teoría el tratamiento anamnésico estimulaba la memoria y hacía que la conciencia repasara los complejos asociativos de nodo y red, saltando a diferentes años. Este repaso reforzaba los circuitos físicos de los recuerdos, un evanescente campo de oscilaciones cuánticas. Todo lo recordado quedaba reforzado; y lo que no se recuperaba acaso no fuera reforzado. Lo que no se reforzaba seguía sujeto a error, pérdida, colapso cuántico, decadencia. Y era olvidado.

Por tanto era una nueva Ann ahora. No la Contra-Ann ni la esquiva tercera persona que la había perseguido tanto tiempo. Una Ann nueva, completamente marciana al fin. En un Marte pardo en cierto modo nuevo también, rojo, verde, azul, todo en un remolino único. Y si aún quedaba una Ann terrestre escondida en algún armario cuántico perdido, qué le iba a hacer, así era la vida. Ninguna cicatriz desaparecía por completo hasta la muerte y la disolución final y quizás era bueno que las cosas fueran así. Uno nunca deseaba perder demasiado pues eso provocaría problemas de otra índole. Había que mantener un cierto equilibrio. Y allí, en ese momento, en Marte, ella era la Ann marciana, ya no una issei, sino una nativa envejecida, una yonsei nacida en la Tierra. La Ann Clayborne marciana en el momento y sólo en el momento. Era agradable estar tendida en aquella cama.

Sax se agitó entre sus brazos y ella contempló su rostro. Una cara distinta, pero todavía Sax. Le acarició el pecho con una mano fría. El se despertó y al verla esbozó una sonrisa adormilada. Se desperezó, se volvió y ocultó el rostro en el hombro de ella, y le dio un suave mordisco en el cuello. Se abrazaron como en el barco volador durante la tormenta. Un viaje frenético. Sería divertido hacer el amor en el cielo, aunque impracticable con un viento como aquél. Otra vez sería. Ann se preguntó de qué estarían hechos los colchones modernos; aquél era duro. Y Sax no era tan blando como parecía. Un abrazo interminable, un congreso sexual. Sax se movía dentro de ella y Ann se aferró a él con frenesí. Bajo las colchas, Sax recorría su cuerpo con besos. De cuando en cuando sentía sus dientes, porque la mordisqueaba con suavidad, y le lamía la piel como un gato. Era agradable. Él susurraba o canturreaba, su pecho vibraba con un sonido pacífico y voluptuoso que producía en Ann una sensación de bienestar. Levantó la colcha como si fuera una tienda de campaña y lo miró.

—¿Qué te gusta más? —murmuró él—. ¿A? —La besó.— ¿O B? —La besó en un lugar distinto.

Tuvo que reírse.

—Oh, Sax, cállate y hazlo.

—Ah, bueno.

Almorzaron con Art y Nadia y los miembros de su familia que andaban por allí. Nikki, la hija de ambos, había emprendido un viaje con los salvajes de las Montañas Hellespontus, con su marido y otras tres parejas de su cooperativa. Habían partido la noche anterior, excitados como criaturas, y dejaron allí a su hija Francesca y los hijos de sus amigos: Nanao, Boone y Tati. Francesca y Boone tenían cinco años, Nanao, tres y Tati, dos, todos muy ilusionados por estar juntos, y con los abuelos de Francesca por añadidura. Ese día irían a la playa. Una gran aventura. Discutieron la logística durante el desayuno. Sax se quedaría en casa con Art y le ayudaría a plantar algunos árboles jóvenes en el olivar que Art cultivaba en la colina, detrás de la casa. Se quedaba además porque esperaba a dos invitados: Nirgal y una matemática de Da Vinci llamada Bao. Ann se dio cuenta de que Sax estaba impaciente por presentarlos.

—Es un experimento —le confesó. Estaba tan entusiasmado como los niños.

Nadia continuaría trabajando con su cubierta. Ella y Art tal vez bajarían más tarde a la playa con Sax y sus invitados. Esa mañana los niños estarían al cuidado de la tía Maya. Estaban tan excitados ante la perspectiva que no podían estarse quietos; correteaban como potrillos.

Y Ann, al parecer, sería la auxiliar de Maya con los niños, que la miraban con desconfianza. ¿Estás lista, tía Ann? Ella asintió. Tomarían el tranvía.

Ella, Francesca, Nanao y Tati estaban sentados detrás del conductor, Tati en el regazo de Ann. Y detrás de ellos, Boone y Maya. Maya hacía ese trayecto a diario; vivía sola en la otra punta del pueblo, en una casita sobre los acantilados que dominaban la playa. Trabajaba en la cooperativa y muchas tardes con su compañía teatral. Era asidua de los cafés-teatro y al parecer la canguro habitual de aquellos niños.

En ese momento estaba enzarzada en una feroz pelea de cosquillas con Boone, y ambos se toqueteaban enérgicamente y reían con descaro. Algo nuevo que añadir al acervo erótico de la época: un encuentro sensual entre un niño de cinco años y una mujer de doscientos treinta, la interacción de dos humanos muy experimentados en los placeres del cuerpo. Ann y los otros niños permanecían en silencio, algo embarazados por la escena.

—¿Qué pasa? —preguntó Maya mientras se daba un respiro—. ¿Te ha comido la lengua el gato?

Nanao miró a Ann, espantado.

—¿Te ha comido la lengua un gato?

—No —contestó Ann.

Maya y Boone rieron a carcajadas. Los pasajeros los miraban, algunos sonriendo, otros escandalizados. Ann descubrió que Francesca había heredado los extraños ojos moteados de Nadia, pero eso era todo, porque se parecía más a Art, aunque no demasiado. Era una belleza.

Llegaron a la parada de la playa: la pequeña estación de tranvías, un refugio para la lluvia y un quiosco, un restaurante, un aparcamiento de bicicletas, algunas carreteras rurales que llevaban al interior y un ancho sendero que cruzaba las dunas herbosas y bajaba a la playa. Se apearon, Maya y Ann cargadas con bolsos llenos de toallas y juguetes.

Era un día nuboso y destemplado y la playa estaba casi desierta. Pequeñas y veloces olas rompían a poca distancia de la orilla en abruptas líneas blancas. El mar estaba oscuro y las nubes eran espigas de color gris perla bajo el pálido lavanda del cielo. Maya soltó su carga y en compañía de Boone corrió hasta el borde del agua. Más allá de la playa, al este, Odessa se alzaba en su colina, y sus muros blancos resplandecían. Las gaviotas revoloteaban buscando comida y el viento les agitaba las plumas. Un pelícano flotaba sobre las olas y por encima de él volaba un hombre con un gran traje de pájaro. Ann recordó a Zo. Algunos morían jóvenes: en los cuarenta, los treinta, los veinte, algunos incluso en la adolescencia, cuando empezaban a adivinar lo que podían perder; otros a la edad de esos niños. De pronto, como las ranas en una helada. En cualquier momento el aire podía arrastrarte y matarte, pero eso era un accidente. Aunque las cosas habían cambiado, había que admitirlo: si se libraban de los accidentes aquellos niños tendrían una larga vida, muy larga. Por el momento.

Los amigos de Nikki habían dicho que era preferible mantener a su hija Tati lejos de la arena, porque tenía una cierta tendencia a comérsela. Ann intentó retenerla en la estrecha franja de césped que había entre las dunas y la playa, pero la niña escapó corriendo torpemente hacia donde estaban los demás y se sentó bruscamente en la arena con expresión satisfecha.

—Muy bien —dijo Ann, dándose por vencida, mientras se acercaba a ella—, pero no te la comas.

Maya ayudaba a Nanao, Boone y Francesca a cavar un hoyo.

—Cuando encontremos arena mojada pondremos los cimientos del castillo —declaró Boone. Maya asintió, absorta en la tarea.

—¡Miren! —gritó Francesca—. ¡Estoy describiendo círculos alrededor de ustedes!

Boone levantó la vista.

—No, son óvalos —corrigió.

Retomó la lección que le estaba impartiendo a Maya sobre el ciclo vital de los cangrejos de arena. Ann recordó que un año antes apenas hablaba, sólo repetía frases tontas como las de Nanao y Tati, y ahora estaba hecho un pedante. La manera en que el lenguaje llegaba a los niños era increíble. A esa edad todos eran genios; se necesitaban años de vida adulta para retorcerlos y convertirlos en las criaturas bonsai que acababan siendo. ¿Quién lo haría, quién deformaría a aquel niño dotado? Nadie, pero sin embargo ese proceso parecía inevitable. Aunque mientras empacaban para ir a las montañas, Nikki y sus amigos le habían parecido niños. Y ya casi tenían ochenta años. Así que tal vez no era inevitable. Por el momento.

Francesca interrumpió sus círculos o sus óvalos y le quitó una pala de plástico a Nanao, que protestó llorando. Francesca se volvió de espaldas y se puso de puntillas, como para demostrar lo ligera que era su conciencia.

—Es mi pala —dijo por encima del hombro.

—¡No es verdad!

—Devuélvesela —dijo Maya sin levantar la mirada. Francesca se alejó bailando.

—No le hagan caso —le dijo Maya a Nanao. Nanao lloró con rabia y se puso de color magenta. Maya miró a Francesa—. ¿Quieres helado o no?

Francesca volvió y soltó la pala sobre la cabeza de Nanao. Boone y Maya seguían cavando.

—Ann, ¿podrías traer unos helados para los niños?

—Claro.

—Llévate a Tati, ¿quieres?

—¡No! —protestó Tati.

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