—¿Le comentó mi tía que hay una fiesta en lo de Paz el sábado? —preguntó Eloy, para cambiar de tema—. Me gustaría que me hiciera el honor de acompañarme.
—Será un placer.
Tanto Eloy como Micaela lamentaron la irrupción de Gastón María. Cáceres se disculpó y abandonó la sala.
—¿Me parece a mí o el zoquete ese te está haciendo el filo? —bromeó Gastón María, al tiempo que acercaba una silla.
—Pensé que habías cambiado —comentó Micaela—, pero veo que no has perdido algunas de tus costumbres.
—El hecho de que haya rectificado mi mala conducta con Gioacchina no tiene nada que ver con que siga pensando que ese tipo es un cretino. Quiere escalar posiciones en la Cancillería sea como sea y no va a detenerse ante nada. ¿No te das cuenta de que, a toda costa, quiere congraciarse con papá para conseguir su objetivo, ser el nuevo Canciller? Tengo entendido que casi lo consigue, pero la muerte de Sáenz Peña le arruinó los planes. ¡Bien hecho! Por lo menos, el inútil de Sáenz Peña sirvió para algo.
—No entiendo qué mal te hizo el señor Cáceres para que lo odies tanto.
—No me hizo nada. No tengo nada específico que reclamarle, sólo que no me gusta. Es ladino, especulador, y más raro que no sé qué. Me da mala espina y saber que quiere conquistarte me pone los pelos de punta.
—No hablemos del señor Cáceres, no tiene sentido —sugirió Micaela, y cambió de gesto para proseguir—: Hace tiempo que quiero conversar con vos, pero no he podido. Con tanto alboroto que armaste con tu llegada, siempre hay alguien merodeándote.
—Yo también quiero preguntarte algo. ¿Cómo te enteraste de lo que había entre Gioacchina y yo?
No se esperaba la pregunta y se reprochó la falta de previsión. Debería haber planeado una respuesta con tiempo. Ahora, los nervios y la premura le jugaban una mala pasada, y nada lógico y verosímil le venía a la cabeza.
—No puedo delatar a la persona que me puso sobre aviso —se le ocurrió—. Por más que insistas, jamás te daré el nombre de quién me contó tus andanzas.
—Está bien —dijo Gastón María, resentido—. Pero no te preocupes, ya me imagino que fue la vieja Bennet. Pocos lo sabían.
Micaela recordó a la señora Bennet y pensó que dejar caer la sospecha sobre la institutriz inglesa no resultaba mala idea, cualquier cosa con tal que no surgiera el nombre de Carlo Varzi.
—Bueno, está bien —aceptó Gastón María—, ya no tiene importancia. En realidad, vine a decirte que mañana nos vamos a la estancia de Azul.
—¿Tan pronto?
A pesar de que en un principio ver a Gioacchina a diario la lastimaba, la inminencia de su partida le produjo cierta turbación.
—Sí —añadió su hermano—, quiero llegar al campo cuanto antes y organizar mi vida de una vez.
—No te vayas, quédate a vivir aquí —suplicó.
—¡Ni loco! —Gastón dejó la silla y comenzó a caminar—. Sabes que no soporto a Otilia. Con papá las cosas han mejorado, pero no hemos nacido para vivir bajo el mismo techo. Además, quiero alejarme un tiempo, y alejar también a Gioacchina. No van a faltar las personas maliciosas que pregunten y quiero evitarle esa humillación. Demasiado soportó la pobre el otro día con el interrogatorio de tía Josefina.
—Sí, supongo que tenés razón —se resignó Micaela—. Por otra parte, en el campo vas a realizar una actividad digna que te va a mantener alejado del juego y de la bebida.
—No te preocupes, hermanita. Nunca más voy a caer tan bajo. Nunca más te voy a defraudar.
Micaela abrazó a su hermano y, sin soltarlo, le preguntó si amaba a su esposa.
—Sí, mucho —fue la respuesta de Gastón María.
—Y, ¿por qué no querías casarte con ella? ¿Necesitabas hacerla pasar por tanto si la amabas?
—Cuando Gioacchina me dijo que esperaba un hijo, no temo confesarlo, me aterroricé. Sentí el peso del mundo sobre mis hombros y, como un idiota, busqué la salida equivocada. El matrimonio me daba pánico. Todos los ejemplos a mi alrededor me demostraban que no se podía ser feliz si uno se casaba. No me imagino a tía Luisa enamorada de Miguens, ni a tía Josefina feliz al lado de Díaz Funes. ¡Y para qué hablar de papá y Otilia! Una farsa.
—Pero papá y mamá sí se amaron —terció Micaela.
—¿Papá y mamá? ¿De qué me hablas, Mica? ¿Acaso te olvidas de que mamá se cortó las venas?
La imagen de su madre muerta en la tina la cegó como un rayo, y la realidad en torno a ella quedó suspendida en el tiempo. Al volver, Gastón María había dejado la sala.
Cabecita y Mudo entraron en el despacho de Carlo.
—¿Qué novedades me traen? —preguntó.
Tuli intentó dejar la habitación, pero Carlo le ordenó que se quedara.
—Volvé a tu trabajo —agregó.
Tuli prosiguió con la tarea que Carlo le había encomendado desde algún tiempo, dada su habilidad con los números y la contabilidad.
—Hoy no tiene función —empezó Cabecita.
—Eso ya lo sé —dijo Varzi, y levantó la vista.
—Sí, claro, qué estúpido, ¿no? Bueno... Eh... Parece que el sábado hay
garufa
en uno de esos palacetes de
jailaije,
y Marlene está invitada. Me lo
chamuyó
Carmencita, la sirvienta a la que le tiramos unas
viyuyas
por información.
—¿Qué hizo esta tarde? —preguntó Carlo.
—Lo de siempre. Ensayó en su casa y fue al teatro.
—¿Recibió las flores?
—Eh... Bueno... Sí. Justamente, Carmencita las recibió, pero...
—¡Dale,
otario,
desembuchá!—se enfureció Carlo.
—¡Bueno, che! —se quejó Cabecita—. ¡Da
julepe
decirte las cosas de Marlene últimamente!
Te piantás
enseguida. Lo que pasó fue que Marlene le dijo a Carmencita que las tirara a la basura.
Varzi ocultó el dolor que le produjo la noticia y prosiguió con unas anotaciones sin mirar a sus empleados.
—¡Ah, me olvidaba! —exclamó Cabecita—. Me dijo Carmencita que, después del almuerzo, Micaela y el tal Cáceres se pasaron un buen rato
chamuyando
en la sala de música.
Carlo hizo crujir el escritorio de un puñetazo. Quiso saber los pormenores de la conversación entre Micaela y el
bienudo,
y Cabecita, tartamudeando, le dijo que no tenía idea, que Carmencita apenas los había escuchado.
—Parece que Marlene hablaba de volver a Europa y el tipo ése quería convencerla de que se quedara. Carmencita me dijo que
chamuyaban
tan bajo que no pudo escuchar más.
La visión de Marlene y Cáceres susurrándose, tocándose, mirándose con pasión, lo sacó de quicio; se le coloreó el rostro y los nudillos se le tornaron blancos de tanto apretar. Lanzó un resoplido y se puso de pie.
—También averiguamos cosas de Gioacchina —dijo Cabecita, con la esperanza de cambiarle el humor.
—¿Yo te pedí que averiguaras de Gioacchina? —preguntó Carlo.
—No.
—Entonces, ¿qué mierda andas averiguando de ella? ¡Vamos, fuera de aquí! ¡Mándense a mudar!
Cabecita salió trastabillando. Mudo le echó un largo vistazo antes de abandonar la habitación. ¡Ah, carajo, cómo odiaba a esa Marlene!
Tuli no sabía qué hacer, si irse o quedarse, pero interpreto que la orden no era para él y continuó con las cuentas, que repasaría en otro momento con la mente tranquila y el pulso firme.
Varzi no intentó retornar a los papeles. Bebió una grappa con la vista perdida en el puerto de La Boca. El sol se ocultaba y la actividad entre los estibadores mermaba. Escuchó los silbatos que ponían fin a otra jornada de trabajo y recordó sus días como empleado en las barracas; se angustió al reflexionar que, si bien habían sido tiempos difíciles, de conventillos inmundos, mala comida, pocas monedas en el bolsillo y trabajo duro, su espíritu se había encontrado más sereno e íntegro. Farfulló un insulto, movido por los remordimientos, arrepentido de tantas cosas. Gioacchina y el sacrificio que representaba ya no le daban consuelo.
—Me contó Cacciaguida —se atrevió Tuli—, que Marlene es una conocida cantante lírica. Que, en realidad, se llama Micaela Urtiaga Four.
—Más vale que Cacciaguida mantenga la boca cerrada o yo mismo le voy a cortar la lengua.
—¡Napo, por favor! —se escandalizó Tuli—. Con lo que le pasó a la pobre de Polaquita (que Dios la tenga en su gloria), no hables de lenguas y esas cosas. —Carlo se mostró momentáneamente confundido y vulnerable—. Además, vos sabes que yo adoro a Marlene. Jamás le iría con el chisme a nadie. Cacciaguida me lo contó porque sabe que la quiero de verdad y que sería incapaz de perjudicarla. —Tuli se impacientó al no obtener más respuesta que un gruñido—. Después de conocer el apellido de Marlene, me di cuenta del resto. Ella es la hermana de Urtiaga Four, ¿no? El que dejó embarazada a tu protegida, ¿no?
La mirada torva de Carlo Varzi lo amilanó y coligió que permanecer callado sería una buena opción, sin embargo, no pudo y continuó.
—Marlene no es como las
minas
a las que estás acostumbrado, Napo. Ella es una dama, culta, refinada, con principios y...
—¡Y quién mierda te dio vela en este entierro! ¡Quién carajo te dio permiso para opinar!
Tuli saltó de la silla y se replegó contra la pared.
—¡Yo hablo porque la quiero mucho a Marlene! —vociferó, envalentonado de súbito—. ¡Marlene y yo somos amigas! ¡Yo la quiero mucho a Marlene!
—¡Ya está bueno con la cantinela de que la querés mucho! No te metas más, ¿entendiste? O te parto la cabeza.
Carlo se volvió, con intención de abandonar el despacho. Tenía que salir de allí o mataría a alguien. La furia, los celos y el rencor dominaban su entendimiento, lo cegaban.
—¡Napo! —llamó Tuli—. ¿Por qué no la dejas en paz? No la hagas sufrir. ¿No te das cuenta de que ella no es mujer para vos? ¿Que pertenecen a mundos distintos, más bien, opuestos? Tendrías que morir y nacer de nuevo para que ella te quisiera, tendrías que ser el hombre que no sos y es imposible. Marlene jamás amaría a un
cafishio.
Tuli se estremeció con el portazo de Carlo y, cuando logró reponerse, se dirigió al camerino a juntar sus cosas, seguro de que estaba despedido.
Carlo salió del burdel y se aventuró entre las barracas del puerto. Los muchachos lo saludaban con respeto y lo invitaban a tomar mate. Él les devolvía el saludo y dejaba el convite para otra oportunidad. La nostalgia que le provocaron los recuerdos lo abatieron sin remedio, y la retrospección lo llevó subrepticiamente hasta la tarde en que asesinó a su padre. La imagen de Tiziana ensangrentada, Gioacchina llorando a su lado, Gian Carlo ebrio, en medio de putas y naipes, casi le arrancan lágrimas de impotencia y de rabia. ¿Qué podía hacer un hombre con tanto dolor? Vinieron después el reformatorio y sus eternos días en el calabozo de castigo, seguidos por el traslado a la Isla de los Estados, que, pese al frío, el hambre y las pestes, lo recordaba como un hito en su vida: Johann, su amigo del alma, había significado la redención. Las pérdidas se hicieron una constante, y el sufrimiento casi lo destruye con la muerte del alemán, aunque sus palabras sabias le revolotearon en la cabeza por un tiempo y lo ayudaron a volver a su curso. Luego, la libertad, la ansiada y sublime libertad. Y Gioacchina. Todo por Gioacchina. Por ella se volvió un asesino otra vez, y, poco después, un proxeneta.
Llegó al borde del malecón y, sin importarle el olor hediondo que emanaba del agua, se quedó allí, de pie, con la mirada perdida. El río turbio golpeaba el paramento y le salpicaba los zapatos de charol. Más allá, sobre la cubierta de un barco, dos marineros cantaban
El entrerriano,
el primer tango que bailó con Marlene. Le tembló la boca y la vista se le nubló. Cerró los ojos. Aún podía imaginársela enfurecida, erecta como una vara entre sus manos. Divagó, rememoró, y admitió por fin que ella siempre le había prodigado gratos momentos, aun cuando, furiosa y humillada, lo hubiese despreciado e insultado. Más allá de su belleza y de su exquisito
savoir faire,
existía un don en esa mujer, distinto a todo cuanto había conocido, mágico quizá, que brillaba en sus ojos tan raros, un don que lo había enamorado irremediablemente.
"Tendrías que morir y nacer de nuevo para que ella te quisiera."
Carlo Varzi se sintió capaz de cualquier cosa, incluso de morir y nacer de nuevo.
Pese a su desgano, Micaela simuló entusiasmo y asistió a la fiesta de los Paz, de las familias más encumbradas e influyentes de Buenos Aires, propietaria de un periódico que apoyaba la gestión de su padre. No podía faltar: la señora Paz, miembro de la Junta Directiva del Colón, deseaba honrarla como a la figura más destacada del año.
La animaba la idea de concurrir con Eloy Cáceres, y la noticia de que Nathaniel Harvey también iría le quitó el último vestigio de pereza. Junto a ellos, no la pasaría nada mal, por el contrario, recibiría gustosa las galanterías del señor Cáceres, mientras las bromas del ingeniero inglés complementarían la diversión.
Rafael consintió a su hija, pese a las quejas de su esposa, y llegaron a lo de Paz en la victoria. Micaela disfrutó el paseo, sentada junto a su padre y frente a Eloy; Otilia, sujetándose innecesariamente el sombrero, mostró su peor gesto durante el corto trayecto.
A pesar de calurosa, la noche le agradó por lo estrellada y tranquila, y, a medida que Pascual azuzaba los caballos, una brisa fresca y aromática le acariciaba el rostro y le provocaba ansias de llegar y bailar la velada entera.
¿Por qué tuvo que preguntarse en ese preciso instante, en el cual todo iba tan bien, qué estaría haciendo Carlo Varzi? Se desazonó ostensiblemente, tanto que Eloy lo notó y se inclinó para observarla mejor.
—¿Se siente bien, señorita?
Su padre la miró con preocupación, le tomó la mano y reiteró la pregunta. Otilia la miró de reojo y volvió la vista a la calle. Enojada consigo por no controlar sus recuerdos, minimizó el mohín, aunque los caballeros insistían en aludir a su palidez.
—Será por el calor. El calor siempre me afecta sobremanera —mintió.
Eloy le quitó el abanico a su tía, que dio un respingo, y lo aventó cerca del rostro de Micaela.
—Eso es, hijo —apoyó Rafael—, eso es. Un poco de aire le va a venir muy bien.
Micaela incómoda hasta el sonrojo, repetía en vano que ya era suficiente. Al observar la escena, Otilia cambió la cara y apoyó a su sobrino.
—No podría haber esperado nada mejor de vos, querido Eloy. Te eduqué como a un
gentleman
y eso es lo que sos —se jactó.