Marlene (10 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Marlene
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—¿Quién era esa
mina,
Napo? —preguntó con apatía, aunque moría por saber.

—Nadie que a vos te interese.

—Vamos, querido, ¿no vas a
chamuyarme
? Dale, contame.

Carlo la fulminó de un vistazo.


Güeno, güeno... Tá
bien, no te pregunto. —Se mantuvo en silencio unos instantes antes de volver a referirse a Micaela—: ¡Linda, la guacha!

Carlo abandonó la silla dispuesto a sacarla a la rastra, y la mujer salió de la habitación casi corriendo.

—Te espero abajo pa´bailar el tango. —Y cerró la puerta.

Carlo manipuló los papeles sin prestar atención a su contenido. No podía quitarse de la cabeza a la hermana de Urtiaga Four. El muchachito que acompañó a Micaela llamó a la puerta y entró.

—Ya cumplí con lo que me pidió, jefe.

—¿Alguien la esperaba afuera?—preguntó Varzi.

—Sí, un automóvil. Bien lujoso, de esos que usa la
jailaife.

—¿Alcanzaste a ver a alguien dentro?

—Sí, creo que era Pascualito, el chofer de Urtiaga Four.

—Está bien, anda nomás. Decile a Mudo y a Cabecita que vengan.

A poco, los hombres atendieron al llamado del jefe. Al más bajo y flaco lo llamaban Cabecita, por su calvicie. Al que se parecía a un oso le decían Mudo. Cabecita, de carácter jocoso y vivaz, entró ensayando unos cortes y quebradas. Mudo, en cambio, se detuvo en la puerta, y, recién cuando Varzi le hizo una seña, se animó a cruzar el dintel. A pesar de su tamaño y su cuerpo grotesco, se movía con sigilo.

—¿Qué
sapa,
Napo? —preguntó Cabecita.

—No quiero que comenten con nadie sobre la mujer que vino a verme.

Cabecita hizo un chasquido con la boca y negó con la cabeza.

—No creo que podamos, Napo. El
hembraje
entero anda preguntando quién era la
mina
esa que te vino a ver.

—Si te preguntan vos miras para otro lado y te haces el
otario,
que te sale bastante bien y no te cuesta nada —indicó Varzi—. ¿Alguien la vio? Digo, si alguien le vio la cara.

—¡Qué va! Si venía más tapada que una monja. ¿Era linda, Napo?

—¿Algún cliente preguntó por ella?—prosiguió Carlo.

—No. La miraron pasar, pero no abrieron la
jeta
.

—Bien —dijo Varzi—. Quiero que investiguen todo acerca de ella. Como ya sabemos, es la hermana de Urtiaga Four. Pero quiero saber todo lo demás. ¿Me entendieron? Todo.

Capítulo VIII

Buenos Aires, 1897.

El joven Carlo Varzi se despidió de su jefe, un zapatero bastante conocido de la zona, y partió hacia su hogar. Ansiaba llegar y encontrarse con su madre, Tiziana, y con su pequeña hermana de cuatro años, Gioacchina. Además, estaba famélico; no había comido en todo el día para no gastar. Su aporte a la familia se había convertido, prácticamente, en la única entrada fija y segura.

En 1884, cuando Carlo tenía sólo dos años, su padre, Gian Carlo Varzi, su madre y él habían huido de Italia. Gian Carlo era buscado por los
carabinieri,
acusado de anarquista. Conocido por militar en el grupo clandestino de ácratas de Gaetano Bresci, de los más violentos y facinerosos, se le imputaban varios atentados.

Tiziana sintió profunda tristeza al dejar su amada Napóles. Allí había nacido y crecido junto a sus primas y primos. Lo dejó todo por seguir a Gian Cario, y su familia la repudió. La joven Tiziana, bonita y cultivada, pertenecía a la clase alta de la sociedad napolitana, y entre sus ancestros se contaban personalidades destacadas del arte y de la política. Gian Carlo, por el contrario, era el hijo bastardo de una lavandera, que había muerto a pocos meses de darlo a luz. El niño había vivido en hospicios y reformatorios, en medio de agresiones y escasez. Era violento y resentido, aunque muy inteligente, además de increíblemente atractivo. Tiziana lo siguió en su fuga preguntándose si aún lo amaba. Pero era tarde para arrepentirse: tenían un hijo. De todas formas, no valdría de nada quedarse en Napóles, su familia jamás la perdonaría, menos aún con un niño ilegítimo a cuestas.

Después de un penoso viaje, arribaron a Buenos Aires y allí se instalaron. Alquilaban una pieza en un conventillo del barrio de San Telmo, llamado El Testún, y vivían al borde de la miseria. Gian Carlo no duraba mucho en sus trabajos; los patrones lo despedían al poco tiempo por activista y agitador. Hizo amistad con un grupo de anarquistas y sólo consiguió meterse en líos. Tiziana desaprobaba las inclinaciones políticas de su esposo y siempre reñían. Varzi le echaba en cara su origen aristocrático, y la acusaba de insensible y melindrosa. En más de una oportunidad, la riña terminaba con violencia.

Paulatinamente, las frustraciones llevaron a Gian Carlo a buscar consuelo en el alcohol y en una vida disoluta, llena de excesos. Lo poco que ganaba lo despilfarraba en sus vicios y no aportaba casi nada a la familia. Tiziana lavaba y cosía para afuera, pero no alcanzaba ni a pagar el alquiler de la covacha donde vivían hacinados. Carlo debió trabajar desde pequeño y se hizo bueno en el oficio de la compostura de calzado.

A medida que crecía, el odio hacia su padre aumentaba. Más de una vez, se interpuso entre él y su madre, y recibió la golpiza. Si Gian Carlo llegaba ebrio, Carlo sabía que habría pleito. Tomaba a su hermanita, apenas un bebé, la dejaba con Marité, la vecina de al lado, y regresaba a la pieza, donde la pelea ya se había desatado. En los últimos tiempos, acontecía la mayoría de las noches.

Esa tarde, Carlo salió del trabajo más ansioso que nunca, aunque no fue sólo el deseo de ver a su madre y a su hermana, o de comer algo suculento lo que lo impulsó hacia su casa. Un mal presentimiento se había apoderado de su espíritu y lo obligaba a caminar a trancos largos, casi a correr. De hecho, las últimas cuadras las hizo corriendo y así entró en la pieza del conventillo El Testún.

Lo primero que vio fue a Gioacchina, que lloraba a mares en el piso. Aún de pie en la puerta, buscó con desesperación a su madre y la encontró tirada detrás de la mesa, con el rostro bañado en sangre. Se arrojó a su lado, se quitó la golilla y le limpió la frente.

Tiziana apenas entreabrió los ojos. Comenzó a farfullar unas palabras en napolitano, y Carlo acercó su oído para escucharlas.

—Carlo, llévate a tu hermana lejos de aquí. No permitas que tu padre les haga daño a ustedes también. —No habló más. Murió segundos después en brazos de su hijo.

Carlo comenzó a gritar y a arrebujar a Tiziana contra su pecho, y atrajo a los vecinos que se agolparon en la entrada. Marité tomó a Gioacchina en brazos y la sacó de allí. Otro de los inquilinos se encargó de llamar a un agente, y, antes de que éste apareciera, Carlo ya había salido en busca del asesino de su madre.

No le resultó difícil encontrar a su padre en un burdel que frecuentaba. Una ramera se interpuso en la entrada, pero Carlo la apartó de un empellón. Cruzó la sala, llegó a la parte trasera del lugar, descorrió el cortinado con furia y lo descubrió jugando a los naipes, con una prostituta sobre las rodillas que le acariciaba el pelo y le susurraba.

Gian Carlo, ebrio por completo, apenas entendió que el joven que acababa de dar vuelta la mesa de juego era su hijo. Las cartas y las fichas se desparramaron y los vasos y las botellas se hicieron añicos. La prostituta y el resto de los jugadores vociferaban improperios. Gian Carlo se puso de pie con dificultad y, después de aguzar la vista, reconoció al culpable del desquicio, y, aunque comenzó a insultarlo y a amenazarlo, Carlo no lo escuchaba, permanecía impertérrito, con la mirada clavada en él.

La
madama
entró en la habitación y preguntó a gritos qué sucedía. Esa intromisión sacó del trance al joven Varzi, que tomó del suelo una de las botellas rotas, la asió por el pico y se abalanzó sobre su padre. Todo fue muy rápido. Nadie atinó a sujetarlo. Carlo enterró el vidrio astillado en la garganta de Gian Carlo, que se contorsionó antes de morir.

Lo que siguió, Carlo nunca lo recordó. El mundo se agitaba y se conmovía a su alrededor, pero él no caía en la cuenta. De pie, al lado del cuerpo exangüe de su padre, lo contemplaba con fijeza, mientras pensaba que jamás volvería a hacer daño, ni a su madre, ni a él, ni a su hermana. De pronto, se le contrajo el pecho y la angustia lo invadió; se arrodilló en el piso y comenzó a llorar como un niño.

La multitud agolpada en torno al cadáver abrió paso al escuchar la silbatina de la policía. Dos agentes se hicieron presentes en el lugar y lo arrestaron.

Carlo vivió tres años en un reformatorio. Su pésima conducta desconcertaba a las autoridades del establecimiento que no sabían qué hacer con él. Lo sometían a largos períodos de castigo, en calabozos muy pequeños, dándole de comer en la mano y sólo una vez por día. No le permitían bañarse y debía hacer sus necesidades allí mismo. Roedores e insectos eran sus compañeros de celda.

Lo liberaban del tormento y siempre volvía a las andanzas: intentos de fuga, riñas con sus compañeros, fabricación de armas blancas, y un sinfín de delitos. No pasaban dos semanas de haber dejado la celda de dos por dos que ya regresaba para pasar otra temporada.

El director del reformatorio lo consultó con sus superiores y, apenas le dieron el visto bueno, llevó a cabo su propuesta: trasladó a Carlo al penal militar de Puerto Cook, en la Isla de los Estados, al sur del país, cerca de Tierra del Fuego. La mayoría de los reclusos de ese penal eran presos políticos, por lo que la situación de Carlo resultaba bastante atípica.

En cuanto llegó, comenzó con los planes de fuga. Su compañero de celda le hizo entender que lo que se proponía era poco menos que un suicidio.

—Bienvenido a "Tierra Maldita"-comenzó diciéndole—. De aquí nunca podrás escapar. Si logras burlar la guardia y salir del penal, te quedan pocas posibilidades de subsistir allá afuera. Sería un milagro que lograras llegar a Punta Arenas, en Chile. Lo mejor que podría pasarte es que te unieras a un contingente de indios que te ayudara a llegar. Pero los nativos de estas tierras son gentes raras: a veces se hartan de los blancos, los matan y los dejan a la orilla del camino. Si no te encuentras con los indios, lo más probable es que mueras de hambre y frío en los bosques que nos rodean porque no sé cómo podrías hacer para contar con una buena embarcación que te lleve a tierra firme. No, muchacho, definitivamente es el peor lugar del mundo para una fuga. La prueba está en que nadie hace el intento.

Carlo maldijo su suerte. Pasó días enojado con el mundo. No hablaba con nadie y gastaba sus horas en aumentar el odio contra todo y contra todos. Hasta tenía
in mente
una lista de personas de las cuales se vengaría una vez que lo hubiesen liberado: el juez que lo había sentenciado, el director del reformatorio, algunos de sus ex compañeros y los guardias, que siempre lo habían tratado como a una bestia. El deseo de pasarlos por el cuchillo lo mantenía con vida.

Poco a poco, Carlo fue fijándose en su compañero de celda, un alemán llamado Johann Friedrich von Reinstad, profesor de la Universidad de Francfort, que, perseguido por sus ideas políticas, había tenido que escapar de su patria. En la Argentina sólo consiguió empeorar su situación: tildado de revolucionario, lo acusaron de cómplice en el asesinato de un policía, el cual había sido ideado y consumado, en realidad, por el anarquista ruso Radowitzky, quien, años más tarde, mató al comisario Falcón y a su secretario. A consecuencia, Johann terminó injustamente recluido en Puerto Cook.

A Cario lo atrajo la serenidad de ese hombre. De unos cincuenta y tantos años, Johann era un germano típico de contextura fornida, piel muy clara y ojos celestes. Se había dejado la barba, para entonces completamente blanca.

El hombre mataba el tiempo con lo que más le gustaba: leer y escribir. Su esposa Frida, que había quedado en Buenos Aires, le enviaba, bastante seguido, paquetes con libros, plumas, papeles y otros utensilios. A veces la entrega no llegaba y las encomiendas se perdían en manos de los guardias.

Carlo y Johann llegaron a ser grandes amigos. Carlo sentía que, cuando hablaba con el alemán, se olvidaba por completo de la lista de personas a asesinar, de los intentos de fuga y de todo cuanto lo atormentaba. Con su marcado acento germánico, Johann le contaba un sinfín de historias atrapantes, y, con el tiempo, se convirtió en su maestro. Carlo aprendió mucho, prácticamente todo, ya que era casi analfabeto. Empleado desde muy pequeño para ayudar en su hogar, había tenido que abandonar la escuela en los primeros años, y, a pesar de que la intención de su madre había sido enseñarle de noche, el cansancio de ambos los dejaba sin fuerzas para voltear la hoja del cuaderno.

Johann le ayudó a mejorar su caligrafía y ortografía, que eran pésimas.

Le enseñó aritmética y geometría. Era bueno en esas asignaturas, y mostró también interés por la historia y la geografía. Johann le contó acerca de Goethe, de Schiller, de Shakespeare, y de algunos más de su preferencia. En la música no había nadie mejor que un tal Beethoven, aunque Carlo tuvo que conformarse con el tarareo desafinado de Johann para conocer sus sinfonías y conciertos de cámara.

La rutina de estudio que Carlo y Johann se imponían diariamente les ayudaba a resistir los tormentos de la reclusión: las interminables horas de ocio, la estrechez de la celda, la pésima comida, el maltrato, los grilletes y, sobre todo, el frío.

Gracias al alemán, Carlo fue descubriendo una nueva realidad plagada de cosas interesantes, que, pese al entorno abyecto y deshumanizante, lograba mantenerle en alto el espíritu y la dignidad.

A mediados de 1903, la construcción del nuevo penal de Ushuaia, en Tierra del Fuego, estaba muy avanzada. En noviembre de ese año, los reclusos de la Isla de los Estados fueron trasladados al nuevo presidio, en el que se unieron el civil, que ya funcionaba en Ushuaia, y el militar de Puerto Cook. Las comodidades no mejoraron a causa del hacinamiento. Además, la mezcla de presos políticos con delincuentes comunes incrementó alarmantemente la violencia. Carlo dormía con un puñal bajo la almohada por si algún compañero decidía hacerle una visita nocturna. La comida mejoró un poco y les daban más mantas para cubrirse, pero nunca resultaban suficientes: el frío seguía siendo lo peor.

La novedad de este penal consistía en la organización de talleres de trabajo remunerados para aquellos presidiarios de buen comportamiento. Carlo fue de los elegidos y lo destinaron a los bosques, como hachero. La madera se enviaba al aserradero, también manejado por reclusos, y se utilizaba en el consumo de los pocos habitantes de la zona. Cada mañana, los hacheros, con grilletes en manos y pies, partían hacia los bosques y, al llegar a destino, se los desembarazaba de las cadenas y se les entregaba un hacha o una sierra. La jornada terminaba al caer el sol.

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