Authors: Chufo Lloréns
Se engalanaron las calles por donde debía pasar el cortejo, desde el palacio condal hasta la catedral: multitud de guirnaldas blancas iban de balcón a balcón a lo largo del recorrido, el suelo se cubrió de pétalos de rosa y todo el trayecto se protegió con soldados a cada trecho. En las plazas importantes de la ciudad se instalaron tablazones soportados por caballetes para que el público pudiera observar los espectáculos que se habían preparado: volatineros, cantantes, muñecos parlantes y cómicos que habían acudido en tropel atraídos por el acontecimiento.
Los obispos de Barcelona y de Vic, Odó de Montcada y Guillem de Balsareny, se ocuparon de todo lo relativo a la celebración religiosa en la catedral. El ábside del altar mayor circundado a ambos lados por ambleos que sostenían cada uno de ellos un grueso hachón de cera virgen, iluminaban un pabellón soportado por cuatro columnas cuyo dosel estaba conformado por una multitud de lirios blancos bajo el que se dispusieron dos alfombras para los novios. A la derecha de los contrayentes y en un estrado, al lado de la epístola, estaba el trono del conde de Barcelona, donde se sentaría rodeado de sus cortesanos; la nave central había sido adornada con más flores y velas aromáticas.
En el coro, un organista venido de Tolosa daba los últimos toques al órgano de doble fuelle regalo de Carcasona que se iba a estrenar al día siguiente, en tanto un pequeño conjunto de monjes ensayaba algunas antífonas.
Las damas de honor iban a ser Araceli de Besora, Anna de Quarsà, Eulàlia Muntanyola y Estefania Desvalls; Marta Barbany, abrumada por el alto honor que el conde le había otorgado, iba a llevar el pequeño cojín forrado de raso blanco con el fleco dorado, donde lucirían las arras: trece monedas de oro que iban a sellar el enlace.
Detrás de los novios estarían los gemelos Ramón y Berenguer y su hermana Inés con su esposo Guigues d'Albon; los tres varones iban a ser los padrinos de la novia. A su lado, los representantes de la casa de Cerdaña, el hijo mayor del novio y los condes de Urgel y de Cerdaña, iban a serlo del contrayente.
Detrás, las familias del veguer y del notario mayor del condado, de los jueces Ponç Bonfill, Eusebi Vidiella y Frederic Fortuny, luego el gentilhombre de confianza de Almodis, Gilbert d'Estruc, Gualbert Amat, senescal de Ramón Berenguer, y un largo etcétera de familias venidas de los condados sometidos a la
auctoritas
del conde de Barcelona.
El cortejo desde el palacio condal hasta la seo debería pasar por el Miracle y, rodeando el antiguo templo romano, se dirigiría a la Pia Almoina, en cuyas puertas iba a estar reunida toda la comunidad. Estaba previsto que el conde Ramón Berenguer se detuviera allí y en nombre de su difunta esposa, la condesa Almodis de la Marca, entregara al superior una generosísima limosna.
El cortejo continuaría acompañado del repique de todas las campanas de Barcelona; algunos soldados abrirían la marcha; tras ellos y a caballo marcharían los hombres de la nobleza de Cataluña acompañando al novio, luego la carroza condal con la futura esposa y su padre el conde Ramón Berenguer, seguidos por el carricoche de las damas de honor y, siguiendo la costumbre, una hacanea blanca lujosamente enjaezada caminaría conducida por un palafrén con una ornada silla lateral que luego debería ocupar la desposada cuando, ya con el rostro descubierto, pudiera mostrarse al público. Tras ella, las literas y carrozas de todas las nobles familias, que tras dejar a su importante carga frente a la puerta de la catedral se dirigirían a las calles adyacentes a aguardar la salida. Cerrando el desfile la guardia condal con lanzas, al frente de la cual cabalgaba el senescal de día, Gombau de Besora.
La ceremonia se celebró con todo el boato y la pompa señalados para tan importante acto. El obispo de Barcelona leyó la bendición particular enviada por el Santo Padre y luego del «sí» de los novios y del intercambio de arras, cuando ya la novia con el rostro descubierto y del brazo del que ya era su esposo salió del templo, la multitud prorrumpió en un atronador griterío en tanto los acordes sonoros del nuevo órgano atronaban el espacio y el repique de la «Tomasa», la gran campana de Santa Eulàlia, conducía el diálogo del resto de bronces de la ciudad.
Martí Barbany figuraba en un lugar de honor en uno de los laterales de la catedral deseando que los fastos terminaran cuanto antes, pues el conde le había prometido que la hueste se dedicaría plenamente a la búsqueda de Rashid al-Malik en cuanto quedara libre. La emoción le embargó cuando pudo ver a su querida hija, hecha ya una mujer bellísima, adelantándose desde el lugar que ocupaban las damas de honor, el ábside junto al evangelio, hasta el centro, portando en el blanco almohadoncillo las arras. Cuando Marta regresaba a su lugar, su padre esperó que lo buscara con la mirada; le extrañó, por tanto, ver que alzaba su rostro y dedicaba una tímida sonrisa hacia un punto más alejado. Al seguir la dirección que marcaban sus ojos, vio a un grupo de jóvenes vestidos de gala. En aquel instante se dio cuenta de que se estaba haciendo viejo y de que ya no era el hombre de la vida de su hija.
Ramón Berenguer había determinado que la ceremonia del banquete se llevara a cabo en el Castellvell. Marta se sentía ufana y orgullosa, pues junto a doña Lionor y doña Bárbara de Ortigosa se consideraba responsable de la colocación y protocolo de las familias condales. La larguísima mesa principal no creó problema, pues junto a los nuevos esposos que ocupaban el centro se fueron sentando alternadamente los personajes de ambas cortes; el único cambio notable fue que el lugar que hubiera tenido que ocupar la condesa Almodis, junto a Guillermo Ramón, lo ocupó su hija Inés, en tanto que su esposo, Guigues d'Albon, se situaba a la derecha de la hija mayor de su nuevo cuñado, el conde de Cerdaña, Berga y Conflent. Las familias importantes se situaron en mesas alargadas perpendiculares a la presidencia. A Martí le correspondió estar, junto a Eudald Llobet, en una mesa con banqueros genoveses, el señor de Gavaldà, el notario mayor y sus respectivas esposas. Marta estaba feliz en la mesa de damas, desde donde divisaba a lo lejos a su padre conversando con su padrino y en el lado opuesto, tras una de las gruesas columnas, la mesa de jóvenes cortesanos donde se hallaba Bertran, medio confundido al intuir que su lugar no era aquél y que estaba traicionando otra vez a la casa de Cardona.
Sin que ella se diera cuenta, desde la mesa principal, Berenguer no le quitaba la vista de encima; desde el punto opuesto, Adelais de Cabrera que asistía junto a sus padres, no podía soportar la visión de Marta en la mesa a la que ella debería haber estado sentada.
Los manjares fueron presentados en angarillas portadas por cuatro criados ante la mesa principal. Luego, y antes de servir las siguientes, fueron paseados entre ellas para que los presentes pudieran observar el detalle ornamental y lo suculento de lo servido. Caldos, cecinas, pescados, carnes, caza, masa horneada y un largo etcétera competían entre sí para dar paso finalmente a torres de frutas cortadas, cremas quemadas, natas montadas sobre bizcocho y un sinfín de exquisiteces. Al finalizar el ágape y tras los parlamentos del obispo exhortando a la pareja a la fidelidad y al buen uso del matrimonio, del conde alabando lo bueno de la alianza entre familias y del flamante esposo prometiendo una hermosa vida a su mujer y su absoluta fidelidad al condado de Barcelona, comenzaron las gentes a levantarse de sus respectivos asientos y a desplazarse de una mesa a otra buscando a sus deudos y amigos, en tanto un grupo compuesto por catorce músicos sobre una alzada tarima comenzaba a desgranar hermosas melodías con sus chirimías, vihuelas, arpas, dulzainas, tamboriles y otros instrumentos de cuerda y viento.
A pesar de la pena que embargaba su corazón, el conde de Barcelona estaba satisfecho: había casado bien a sus dos hijas, su gemelo mayor lo haría en un futuro próximo y en cuanto a Berenguer, mejor era esperar que su carácter se atemperara y aplomándose, dejara de ser presa de aquellos ataques de ira que tan caros le habían costado a su hermanastro Pedro Ramón. Al recordar a este último, la tristeza invadió su espíritu. El tenerlo encerrado en el Castellnou en una fecha como aquélla le acongojaba, aunque el hecho de no tener que intervenir en la sentencia tranquilizaba su espíritu: fuera la que fuese, vendría de Roma, y él la aplicaría al pie de la letra. Las circunstancias de la muerte de su esposa habían sido trágicas, y aunque el acto de Pedro Ramón era inexcusable, en el fondo de su corazón el conde sabía hasta qué punto su esposa había provocado, temerariamente, al heredero de la corona condal.
Los licores hacían su efecto en los mayores y la música animaba a los jóvenes, que salían a bailar las baladas cortesanas venidas de allende los Pirineos. Discretamente, los recién casados se habían ya retirado, y las familias, que debían recorrer un largo camino para volver a sus respectivas mansiones, habían hecho lo mismo tras despedirse del conde.
Marta se había acercado dos veces a la mesa de su padre y de su padrino, y ahora en una doble fila bailaba una danza cortesana donde muchachas a un lado y hombres al otro realizaban una serie de reverencias y pasos cambiando de pareja sucesivamente. En una de esas combinaciones le tocó pasar bajo el arco que formaban las manos alzadas de los otros bailarines, dando la izquierda a Bertran.
—Mi padre no nos quita los ojos de encima —dijo Marta en tanto avanzaban.
—Nadie puede apartar los ojos de la joven más bella de esta fiesta.
Adelais de Cabrera había maniobrado hábilmente para encontrarse con Berenguer. Tras una de las columnas laterales y pese a que él intentaba evitarla, finalmente lo consiguió.
—Señor, me he enterado de algo que tal vez os pueda interesar.
Berenguer, que se hallaba incómodo en su presencia, respondió a la defensiva.
—No fue culpa mía que mi madre propiciara vuestra salida de palacio. Yo negué cualquier implicación vuestra en el asunto que vos y yo conocemos, pero ya sabéis cómo era… Tenía que hallar un culpable y pese a mi defensa, os tocó a vos.
Adelais ni atendió a las palabras del príncipe. Y, como tenía su venganza preparada, lanzó el cebo:
—¿Os sigue interesando Marta Barbany?
Berenguer la miró de soslayo.
—Puede.
—Y si yo os diera los medios para conseguirla…
—¿Qué pedís a cambio? —preguntó Berenguer, algo escamado ante la franqueza de la joven.
—Regresar a palacio y ocupar un lugar preeminente entre las damas.
—Si la noticia lo vale, contad con ello.
—Sospecho que ya sólo os queda un obstáculo…
—Uno, no: varios. Mi padre vive, mi hermanastro aunque encerrado, está aguardando sentencia, y luego está Ramón, mi gemelo.
—Soy joven y puedo esperar. Vuestro padre faltará un día u otro, es ley de vida. A vuestro hermanastro, aunque le llegara el perdón, su acción le invalida como heredero y en cuanto a vuestro gemelo, de vos dependerá…
—Veo que tenéis mucha fe en el futuro; si vuestros augurios se realizan y llego a mandar, contad que el palacio será vuestro hogar. Siempre, claro está, que vuestra noticia lo valga.
—Precio será el que esa plebeya con aires de grandeza tendrá que pagar si quiere salvar a su padre de la ignominia —murmuró Adelais con la voz tomada por el rencor.
Los humores etílicos que nublaban la mente de Berenguer se disiparon de inmediato y un parpadeo de sus ojos indicó a Adelais que había captado totalmente su atención.
Berenguer meditó unos instantes; aquella mujer era temible e intuyó que sería mejor tenerla cerca para controlarla que lejos y meditando rencores y despechos.
—Bien, sea —cedió él—. Decidme qué noticia es esa que habrá de vencer la voluntad de la dama que perturba mis sueños.
—Un hecho incalificable y perseguible en dos vías, cometido por su padre, por lo tanto pieza segura, ya que los tribunales del condado o peor aún, los de la Iglesia, podrán caer sobre él.
—Dejaos de sutilezas e id al grano.
—¿Me juráis que cumpliréis todo lo prometido? —insistió Adelais.
—Os lo juro por la memoria de mi madre; si no lo cumplo, que mi alma arda en el fuego del infierno.
—¿Qué opináis de alguien que hubiera muerto en la religión cristiana y, engañando a todos, hubiera sido enterrada, por concesión especial de la Iglesia, en capilla particular coronada por una cruz y en el interior, cometiendo un horrible pecado, su sepulcro estuviera presidido por una menorá judía y una estrella de David?
—Que estaríamos ante una falsa conversión —repuso él, sin dudarlo— y que quien tal cosa hubiera hecho sería merecedor de un doble castigo por parte del condado y de la Iglesia. Creo que hasta podría perder todos sus bienes.
—Pues bien —dijo Adelais, con una sonrisa—, ésta es el arma que os ofrezco. Ruth, la esposa de Barbany y madre de Marta, está enterrada en una capilla del jardín de su casa que está presidida por una cruz de piedra. Sin embargo, su sepulcro está ornado con símbolos judíos. Ved que además de conseguir vuestro propósito podríais engrosar las arcas condales con toda la fortuna de Barbany.
Berenguer estaba completamente despejado.
—Si hacéis que consiga todo esto, cuando mande en palacio, que mandaré, podéis tener cuanto queráis.
—Me conformo con ocupar el lugar que me corresponde por mi rango y mis méritos.
—Cuando consiga el trono, estaréis a mi lado en el paraíso. ¿No es eso lo que dijo Jesús al buen ladrón? —preguntó Berenguer, en tono zalamero.
Berenguer no cabía en sí de gozo. Si lo que acababa de contarle Adelais de Cabrera era cierto, tenía en sus manos una poderosa arma para conseguir sus fines de una vez por todas. En cuanto volvió al salón principal buscó con la mirada al objeto de su deseo. Allí estaba, bailando con Bertran de Cardona. Los ojos de Berenguer acariciaron el cuerpo de Marta. En ese momento se detuvo la música, y las damas y los caballeros se separaron. Marta, sonriente, con el rostro arrebolado en aquel, su primer baile, se unió a Estefania Desvalls y a las otras jóvenes en un rincón de la estancia. Berenguer no lo dudó: el alcohol y el ambiente festivo se impusieron a la prudencia y fue hacia ella. Las damas se apartaron a su paso con una inclinación de cabeza. Él las ignoró; tenía un único propósito.
—¿Podéis acompañarme unos instantes? —preguntó a Marta—. Hay un asunto que me gustaría tratar con vos ahora mismo.
Marta palideció. Buscó con la mirada a Bertran, y lo vio con los demás pajes. No tuvo tiempo para encontrar una excusa. Berenguer se dirigió hacia las columnas, al mismo lugar donde poco antes había estado hablando con Adelais, y ella le siguió, cabizbaja. Una vez se hubo asegurado de que sus palabras no serían oídas por nadie, Berenguer clavó su lasciva mirada en la joven.