Mar de fuego (11 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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13

Simó lo Renegat

El astuto subastador del mercado de esclavos, instalado en los aledaños del camino de la Boquería, tenía un plan que le iba a permitir, si todo salía como maduraba, cobrar a dos manos y sacar de ello una buena tajada. Pedro Ramón, el primogénito del conde, le había ascendido en sus atribuciones y pese a que el nombre de su protector era de común conocimiento en toda la ciudad, nadie se atrevía a levantar la voz y mucho menos a expresar una crítica u opinión contraria, ya que se suponía que su padre estaba al corriente del negocio y le permitía aquel tejemaneje. El caso era que, por orden indirecta del joven heredero, debía apartar los bocados más apetecibles que llegaban a aquella muestra de carne humana, comprándolo en su nombre a bajo precio antes de que fuera subastado. Los vendedores aceptaban el trato con el fin de obtener otras oportunidades como era comerciar, en aquella importante feria, en condiciones ventajosas. En cuanto a los licitadores, aunque el asunto era vox populi, callaban, pues aunque suponían que la mercancía que no subía al tablado debía ser de primerísima calidad, al no llegar a verla no se dolían en demasía y se conformaban pensando que iría a parar a palacio, lugar donde el común de los mortales no tenía acceso ni cabida. Se rumoreaba… se decía… pero en concreto nada se sabía y todo eran especulaciones.

La persona con quien cerraba los tratos y que le había proporcionado aquel pingüe negocio, ya que él no tenía paso franco en la corte, era el caballero Marçal de Sant Jaume, cuya relación con el heredero era notable y cuya palabra todos aceptaban como ley, ya que se suponía que hablaba por boca del futuro conde de Barcelona.

Aquella tarde y tras la subasta, Simó, que había atravesado la ciudad desde la puerta del Castellnou cruzando por el antiguo
cardus
de los romanos, hasta salir por el Pla del Mercat, ascendía sudoroso y jadeante la escalinata que conducía a la mansión del caballero, ubicada en la Vila Nova de Sant Cugat del Rec, fuera del recinto amurallado y por encima de la vía Francisca. Siempre que debía reunirse con el caballero de Sant Jaume, procuraba ir solo, ya que no se fiaba ni siquiera de los porteadores de su silla, criados al fin y esclavos, propensos a comentar después en sus cubículos las idas y venidas de su patrón: cuantas menos gentes supieran de sus zascandileos y más discretas fueran sus visitas, mejor habrían de ir las cosas para su negocio; de modo que en aquella ocasión se había desplazado hasta allí en una blanca acanea que, resignada, trasladó a aquel voluminoso personaje hasta su destino. Existía otra razón, amén de la discreción, para que Simó prefiriera ir solo: el caballero de Sant Jaume no ocultaba su desagrado por tener que tratar con un mercader de esclavos como él, y no perdía ocasión de humillarlo. Y Simó no quería añadir el escarnio público a la humillación que Marçal de Sant Jaume le dedicaba en privado.

Tras entregar las bridas de su montura al palafrenero que salió a su encuentro y reposar unos instantes en el rellano principal para recuperar el resuello y decidir la mejor manera de abordar el asunto, levantó con su mano diestra el picaporte, la garra torneada de un basilisco trabajada en bronce, y dejándolo caer, se dispuso a esperar. La demora fue breve y el ruido de fallebas y cerrojos le avisó de que el momento había llegado. La cancela se abrió y el mayordomo del caballero de Sant Jaume, otrora esclavo comprado en una de sus subastas, le reconoció al punto de otras visitas y con una meliflua sonrisa le brindó el paso franco.

—Adelante, Simó.

El hábil subastador observó que el mayordomo no llevaba en el cuello la cadenilla de la ignominia que denunciaba su condición de esclavo y que en cambio lucía un cordón dorado, de lo cual se infería que su amo había pronunciado ante notario las palabras mágicas:
Ego hunc hominem liberum esse aio
. «Yo declaro a este hombre libre.»

—Bien hallado, Samir. Por lo que veo, tus cosas marchan viento en popa y me alegro de que hayas adquirido la categoría de liberto. Desde que te vi subiendo al tablado tuve la certeza de que iba a subastar a un futuro hombre libre.

—No me puedo quejar: los astros me han sido propicios y la rueda de la fortuna ha girado a mi favor. La magnanimidad de mi amo ha obrado sobre mí y me ha otorgado la condición que ahora ostento, por cierto aún no hace una semana.

—No sabes cuánto lo celebro. ¿Está en casa tu señor?

—Ahora mismo os anuncio. De momento, hacedme la merced de pasar al salón.

Pasó Simó a la nombrada estancia y no pudo dejar de admirar su decoración. Los suelos tapizados con gruesas alfombras y adornados con tres inmensos cojines; en las paredes se apreciaban panoplias de alfanjes y cimitarras musulmanas y en uno de los rincones un humeante pebetero del que salían efluvios de cardamomo. La iluminación provenía de dos inmensos candelabros de catorce bujías cada uno, colocados de forma que su luz incidiera sobre el lugar donde se hallaban los almohadones.

El fino oído del subastador percibió el rumor de unos pasos tenues que se aproximaban. Se volvió de inmediato, conteniendo el aliento. Siempre se sentía dominado por los nervios cuando debía enfrentarse al caballero. Apareció en la puerta la figura de Marçal de Sant Jaume, calzando unas suaves babuchas.

—¿Cómo te atreves a presentarte así, en mi casa? —inquirió sin mirarle.

—Respetado señor —a Simó le sudaban las manos y no se atrevía a mirar a la cara al dueño de la casa—, os aseguro que de no ser un asunto sumamente importante y provechoso para ambos, y sobre todo para el heredero, jamás me hubiera atrevido a importunaros a estas horas.

Marçal de Sant Jaume dirigió una mirada llena de desprecio a su visitante, y sin decir palabra se dejó caer en los mullidos almohadones mientras Simó permanecía de pie, cabizbajo. A la segunda palmada del dueño de la casa, apareció una joven circasiana vestida con una camisa ajustada al escote con un cordón, un chalequillo de lana amarillo que apenas cubría sus jóvenes pechos, unos bombachos a través de cuya fina tela se insinuaban sus finas pantorrillas y chinelas de pico puntiagudo. Atendiendo al reclamo de su dueño, trajo en una batea una copa de estaño en la que se veía un ambarino licor.

Cuando ya la muchacha se retiraba y luego de repasar de arriba abajo su figura, el subastador, deformado por su oficio, no pudo evitar exclamar en voz baja:

—Hermosa criatura, ¡vive Dios!

El fino oído del de Sant Jaume percibió el comentario de Simó, al hilo de la presencia de la esclava.

—¡Tú me vendiste a Zahira, gordo seboso! Me extraña que ahora te sorprenda su belleza.

Simó tragó saliva antes de contestar, y mientras se maldecía por su desliz deseó en lo más hondo de su ser no tener que soportar los desplantes del arrogante caballero.

—Señor, han pasado tantas por mis manos a través de los años que apenas las recuerdo. Sin embargo, sí me quedan grabadas las virtudes que hicieron tan viva la puja y recuerdo que esta criatura sabía leer y escribir. Me reconoceréis sin embargo que a pesar de los afeites y ropas con las que procuro mejorar su aspecto antes de subastarlas, éste cambia en cuanto, bien comidas y mejor vestidas, se aposentan en una mansión como la vuestra.

Marçal hizo un gesto de fingida fatiga ante las loas de su visitante, aunque en el fondo le agradaban profundamente.

—Soy ya un hombre entrado en años, gordo Simó, y la prudencia, virtud de viejos, aconseja disimular si no se quiere acabar en una corte musulmana en calidad de moneda de cambio por haber sido demasiado osado delante de la dueña de esa mancebía que es la corte condal… Pero dejémonos de charlas, mejor será que comencemos a saber del negocio que te ha traído hoy aquí y que según tú nos ha de hacer ricos a todos.

Simó respiró hondo y se dispuso a explicar de la manera más apetecible la conversación que había mantenido con aquel siniestro forastero del parche en el ojo.

Después de una prolija exposición en la que sus manos gordezuelas fueron subrayando en todo momento sus palabras, comenzaron las preguntas del noble personaje.

—Y dices que su nombre es Bernabé Mainar —dijo Marçal de Sant Jaume en tono inexpresivo.

—Así es, señor.

—Y que lleva un parche negro que le cubre un ojo.

—Exactamente, señor.

—¿Y vas al encuentro de un desconocido sin conocerle y sin saber sus propósitos? ¡Cada vez te vuelves más imprudente, Simó!

El aludido bajó la cabeza y murmuró una explicación:

—Señor. Cuando tales circunstancias vienen acreditadas por una escarcela con dineros suficientes para comprar el más maravilloso de los donceles sin haber todavía obtenido nada a cambio, justo es que pretendiera conocer a tan generoso individuo. Por cierto que la mitad es vuestra, como de costumbre, caso de que deseéis intervenir en el negocio.

El de Sant Jaume disimuló una sonrisa complacida y pareció meditar la respuesta.

—Vamos a ver si he entendido bien tu proposición. En primer lugar tienes que orientar al personaje sobre dónde situar sus casas de fornicio buscando para ello los lugares más pertinentes.

—Exactamente, señor. No es la misma clientela, ni por tanto el mismo precio, el que pagará un comerciante de la ribera por el solaz momentáneo con una moza, que el que abonará un señor pudiente o un abad.

—Y dime, ¿cómo le vendo yo el artificio a nuestro protector?

El astuto Simó observó complacido que Marçal de Sant Jaume entraba en su juego.

—Con la confianza que tenéis con el heredero no os será difícil.

El tono del caballero de Sant Jaume era glacial cuando replicó:

—No te demando que me halagues recordándome que gozo de la confianza de mi señor, sino que me expliques la manera de afrontar este negocio y el modo de justificar la necesidad de su patronazgo.

El orondo subastador entendió el mensaje.

—Veréis, señor, el heredero quiere disfrutar de la prerrogativa de escoger las mejores piezas de las subastas: ya sea para hacer una merced a quien lo merezca entre sus amigos, ya sea para su satisfacción personal, lo cual le comporta no pocas preocupaciones y gastos, pues el cupo de esclavos de palacio es ya notable y día llegará que pueda tener una embarazosa complicación, tal vez inclusive con la condesa. Por otro lado, a nuestro futuro socio le interesa sobremanera la protección del heredero: ya sabéis la dificultad que entraña ese comercio… Siempre hay algún prójimo que, azuzado por la verde envidia, pues para su solaz tiene únicamente la entrepierna de una parienta impresentable, se dedica a acudir a la iglesia más cercana a denunciar que en su vecindad se mercadea con el virgo de alguna que otra moza.

—¿Y?

—Si el heredero accede a lo que os propongo, gozará de los mismos privilegios sin tener que mantener a un conjunto de personas que comen, visten y ocupan lugar donde se alojen. Y a cambio sólo tendrá que ofrecer su protección.

—Ya entiendo… O sea que el primogénito del conde tendrá prioridad sobre cualquier pieza, ya sea para su capricho ya sea para halagar a cualquier amigo o partidario, contando con la consiguiente discreción.

—Exacto. Amén de contar que, si así lo desea, una moza será reservada para personas de la mayor calidad. A cambio, si surgiera algún problema, extendería sobre el asunto su protector manto.

—Voy entendiendo. Y supongo que tanto tú como yo obtendremos parte de los beneficios de tan cómodo negocio, en el caso de que lleguemos a un acuerdo. —En el tono de Marçal subyacía el rencor de tener que compartir su suerte con un individuo de la calaña de Simó lo Renegat. Pero la codicia, como siempre en él, se imponía al honor.

—Por supuesto, señor.

El de Sant Jaume meditó unos instantes ante la angustiada mirada de Simó.

—En el bien entendido que siempre trataré contigo, que serás el nexo de unión con ese estrafalario personaje y que, exceptuando la vez que lo conozca, jamás deberá acudir a mí sin tu compañía si yo no lo reclamo… Y eso únicamente en contadas y graves ocasiones.

—Es evidente, señor —le aseguró Simó—. El vínculo con el extraño personaje seré únicamente yo mismo. Sus observaciones sobre cualquier aspecto del negocio se harán a través de mi persona.

—Entonces, sin más, pongamos hilo a la rueca y veamos dónde va a parar tan extravagante proposición. —Y, sin despedirse de Simó, se levantó de los cojines y salió de la sala.

14

Bernabé Mainar

El viajero se había alojado en la fonda de na Guillema que le había recomendado Simó, y allí aguardaba con impaciencia las nuevas de su futuro socio.

Al no tener otra cosa que hacer se dedicó a pasear por la ciudad, reconociendo unos lugares, descubriendo otros y asombrándose de hasta qué punto había crecido Barcelona.

Aquella mañana salió con un fin premeditado, aunque en principio se dedicó a dar un indolente paseo por los lugares que le interesaba conocer. Se detuvo ante el palacio condal, luego encaminó sus pasos hacia el Palau Menor y fue siguiendo el perímetro de las murallas, sin dejar de observar el tráfico de las distintas puertas y el atareado trajinar de guardias y mercaderes. Pasó luego por el
Call
, bajó hasta los tinglados de la playa, donde la cantidad de naves que habían echado el hierro en el fondeadero le señaló el inmenso cambio que había sufrido la urbe. Por último encaminó sus pasos hacia el lugar, auténtico incentivo de su curiosidad y que, según le indicó el paisano al que se dirigió para informarse, era asombro de propios y extraños: el jardín de Laia; una vez dentro llegó hasta un monumento de mármol gris y basalto. Allí se detuvo y leyó las letras de bronce encastadas en la lápida: «Desde aquí voló al cielo Laia, que siempre vivirá en el recuerdo de quienes la conocieron. Los ángeles deben estar con los ángeles».

Luego su pupila recorrió cuanto abarcaba su vista. Finalmente se dirigió al torreón que daba a poniente y tras agacharse, buscó con detenimiento lo que le interesaba, en la base del mismo. Después dirigió sus pasos a la pequeña capilla situada en uno de los laterales: la construcción, que databa de tiempos remotos, aún mostraba en sus paredes las huellas del fuego y del humo que habían arrasado el resto de la lujosa mansión que allí se alzó. Tras lanzar una última mirada a su entorno, fue a hacer la postrera diligencia antes de regresar a su nuevo hogar. Bernabé Mainar recogió el vuelo de su capote de viaje y tras calarse el tricornio, ascendió por el Pla de la Seu y se encaminó hacia la Pia Almoina. Allí era fácil pasar inadvertido, pues la cola de más de cien menesterosos —que aguardaban escudilla en mano a que saliera un lego que, ayudado por dos acólitos, repartiría la sopa de los pobres, desde que el conde Suñer y su esposa regalaron la casa de la canonjía para este menester— era nutrida. Mainar se colocó junto a la cancela y en tanto esperaba se dedicó a observar el escudo que presidía la entrada en el que se veían las herramientas del tormento de Jesucristo y la cruz hospitalaria. El parche que ocultaba parte de su rostro y sus ropajes poco distinguidos le ayudaron en su propósito. La agitación de aquellos mendigos le indicó que la ceremonia de repartir el modesto condumio estaba a punto de comenzar. Cuando el pequeño cortejo ocupó la arcada central, los dos sacristanes instalaron en el suelo enlosado el inmenso caldero y el lego se dispuso a llevar a cabo su caritativa misión. Entonces, aprovechando el barullo del momento, Mainar se introdujo en la portería. En la pared, junto a la segunda cancela, figuraba una madera de avisos y en ella colgaban unas tablillas con los nombres visibles de los ocupantes de la santa mansión, caso de que estuvieran presentes; de no ser así la oportuna tablilla puesta del revés denunciaba su ausencia facilitando la misión del portero, ya que los visitantes se acercaban a ver si el sacerdote que buscaban estaba en la casa y en caso contrario se retiraban, sin necesidad de acudir al lego que se ocupaba de la portería.

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