La sita Espe no me encontró traumas. Yo creo que no me miró bien. Le dijo a mi madre que lo único que yo tenía eran ganas de hablar, muchas ganas de hablar, que me moría por hablar y que eso más que una enfermedad es una pesadez que uno tiene, como la pesadez de estómago. Vaya diagnóstico más idiota, así también hago yo diagnósticos, no te joroba.
La sita Espe le dijo a mi madre que lo que hacía falta es que me escucharan un poquito en casa. Mi madre le dijo:
—¿¿¿Más???
Yihad me dijo en el recreo que la sita Espe se ha quitado de encima el marrón de aguantarme dos horas a la semana. Él presume porque a él no le ha echado. Sólo a mí. Sólo a mí. Si no tuviera gafas igual me había pegado con él, pero estoy harto de cobrar por las dos partes, por la de Yihad y por la de mi madre cuando ve las gafas rotas. Yo soy de los partidarios de poner la otra mejilla. Dice mi padre: «Tú lo que tienes que hacer es enfrentarte si te pegan».
¿Para cobrar otra vez? De eso nada, monada.
Bueno, lo de la sita Espe no me ha sentado nada bien, la verdad. Tú imagínate que vas a hacerte un análisis de orina, recoges el resultado y lees:
«Es usted un plasta», firmado: el doctor Martínez.
Eso duele. A mi madre también ha debido sentarle mal, porque dice:
—Me va a contar a mí la tía esa que yo no escucho a este niño. Si no me deja ni poner una lavadora de color.
Al final me tuve que poner a llorar; tú hubieras hecho lo mismo. Mi madre me dijo esta tarde que por la noche todos me iban a escuchar para que ningún extraño fuera diciendo por ahí que en mi casa nadie me escuchaba.
Vinieron todos a mi habitación hace un rato. Yo estaba un poco cortado, la verdad. Mi abuelo, acostado en la cama de al lado. Mi madre, sentada en la mía con el Imbécil en brazos. Mi padre se tumbó directamente. Me dijeron:
—Habla.
Joé, a mí no me gusta improvisar: cogí mis dos cuadernos y empecé a leérselos. Cuando iba por el segundo me interrumpieron los ronquidos de mi padre. El tío ronca que parece una morsa. Luego no sabía qué hacer porque me habían invadido la cama: no podía ni estirarme, así que me he venido a la cama de mis padres y los he dejado allí apelotonados. Eso sí, les he apagado la luz, les he quitado la radio y les he tapado con la colcha de mi abuelo. Seguro que mañana mi madre se despertará diciendo que le duelen todos los huesos de su cuerpo corporal. Ah, se siente. Eso les pasa por no escuchar la historia de mi vida hasta el final. Voy a empezar a pensar que mis cuadernos aburren hasta a las ovejas.
Igual mañana me cae una bronca. No sé por qué, pero seguro que me cae. Eso se presiente igual que cuando te va a caer un cero en un examen. Dice la Susana que cuando a una persona la han echado ya de todas partes, entonces la llevan al psicólogo, y que antes los llevaban a las islas desiertas. Si yo tuviera que elegir entre la sita Espe y una isla desierta, me quedaría… con la cama de mis padres. Es la cama desierta más grande que he visto en mi vida y eso que sólo es de 1,35 de matrimonio cariñoso. Aunque eso de matrimonio cariñoso, según mi madre, es un decir.
Hace unos días no fui al colegio porque mi padre y yo tuvimos hora con el oculista por culpa de ese niño fuera de la ley que es el capitán Merluza. Fueron unos días terroríficos en los que se mascó la violencia en mi vida. Me gustaría que Rambo se viera en las terribles situaciones en las que yo me he visto. Se le iba a poner el rabo entre las piernas al tío ese.
Te lo voy a contar desde el principio de los tiempos: di que el otro día estoy tan tranquilo en el parque del Árbol del Ahorcado, que lo llamamos así porque sólo tiene un árbol que tiene muy buena pinta para ahorcarse, un árbol del lejano Oeste, y estaba con el Orejones López jugando a la trompa carnicera, cuando va y llega sin previo aviso el chulito de Yihad, me pone un pie en la trompa —en la trompa carnicera, no en la mía— y me dice:
—Ahora vamos a jugar a que yo era el capitán América. —Después de esta orden tajante señaló al Orejones y dijo también—: Éste era la chica y Manolito, el traidor asqueroso, y yo me peleaba con él a vida o muerte, me quedaba con la chica y Manolito se quedaba tirado en el suelo con la cabeza abierta.
Así es Yihad, a él le gusta que las bases del juego queden claras desde el principio.
La verdad es que viendo que me las iba a llevar de todos los colores, dije:
—Pues casi prefiero ser yo la chica.
El sucio cobarde del Orejones estaba encantado con el papel que le había encasquetado Yihad:
—No, de chica hago yo, porque hacer de chica en este juego me sale chachipé, como para ganarme el Oscar de Hollywood a la mejor actriz secundaria.
Le miré con los ojos bastante inundados de odio y se me ocurrió preguntar:
—¿Y por qué no dejamos el juego para mañana? Es que tengo que prepararme psicológicamente.
Ni por esas, el chulito de Yihad contestó:
—Ahora.
El Orejones se puso a gritar en su papel de princesa atacada, como si le hubieran dado cuerda, y yo salí corriendo como si fuera a ganar los cien metros lisos. Yo soy de esa clase de tíos a los que les gusta pelearse en plan retirada. Pero en esta vida las personas se dividen en dos grandes grupos: los que ganan las carreras y los que las pierden. Yo soy de los segundos. El chulito de Yihad me cogió por la capucha de la trenca y me dijo:
—Defiéndete, Gafotas. Tienes la oportunidad de pelearte con el tío más bestia de la clase, que soy yo.
Bueno, visto así era una suerte: está claro que no es lo mismo presumir de que te ha puesto el ojo morado Rambo a tener que confesar que ha sido Piolín el que te ha hecho besar la tierra.
Yo con las manos no podía defenderme porque todo mi cuerpo estaba paralizado por la emoción intensa de ese momento crucial de mi vida, así que tuve que defenderme con la boca, que es lo único que me responde cuando estoy a punto de morir degollado. Cuando digo que me defendí con la boca no quiero decir a mordiscos, no seas bestia, quiere decir hablando:
—Es que yo era el rey y al rey nadie le puede pegar porque está prohibido por la Constitución, así que si me pegas tus huesos irán a parar a la cárcel y todo el pueblo español estará en contra de ti.
Tienes que reconocer que si se hiciera en el planeta un concurso mundial de frases la mía quedaría por lo menos finalista. Pero a Yihad no le impresionan las grandes frases; él es el clásico tipo duro, duro de roer:
—Una mierda vas a ser tú el rey; los reyes no pueden llevar gafas, y cuando nacen con gafas los mandan al extranjero y ponen a otro.
Eso sí que no me lo esperaba. Mi padre me había contado que él se había librado de la mili por las gafas, pero no sabía que por las gafas no pudieras llegar a rey, una profesión, por cierto, en la que yo nunca había pensado, pero que en aquellos momentos me parecía la única profesión que merecía la pena en este mundo, si es que me servía para quitarme de encima a un tipo peligroso como Yihad.
Un día vi en la televisión a un tío que contaba que una vez iba en un avión tan tranquilo cuando de repente va el piloto y anuncia por los altavoces que los motores están fallando y que tienen que hacer el clásico aterrizaje forzoso. El tío, que era un americano pero no era un actor, contaba que mientras el avión se iba cayendo en picado, él pensó: «Éstos son los últimos momentos de mi vida», y entonces todo lo que había hecho desde que nació le empezó a pasar por su mente como una película. Bueno, pues a mí me pasó igual, pero al contrario; en los instantes en los que el bestia de Yihad me sujetaba por la trenca y yo estaba a punto de caer con la cabeza abierta en el suelo, mi vida me pasó como una película, pero en vez de hacia atrás hacia delante. Vi mi futuro, veía días completos dentro de mi cerebro, pero pasaban a una velocidad tan grande que casi no me acuerdo de nada. Sólo de dos cosas: que yo llegaba a rey y que mi familia y yo salíamos por las noches en la televisión después del telediario, igual que salen ahora los reyes de España. En mi foto estaba yo en el centro, con la capa típica de los reyes y la corona un poco de lado, que es como me gusta a mí llevar las coronas; a mi lado estaba mi abuelo con el traje de los domingos, y de pie, mis padres con el Imbécil en brazos de mi madre. Estábamos todos muy sonrientes y sonaba el himno de España: «¡Chunda, chunda, Tachunda chunda, chunda, Tatachúndachún, Tachunda chundachún…!». Pero Yihad me agarró más fuerte del cuello y mi mente tuvo que regresar a la realidad.
Así que Yihad decía que los reyes no podían llevar gafas. Menos mal que tengo reflejos y le reté:
—Eso es mentira, mira el rey Balduino.
Eso es lo que se llama un golpe bajo. Yo me acordaba del rey Balduino porque mi vecina la Luisa dice que lloró intensamente cuando murió Balduino, el rey de Bélgica. Ella veraneaba en Motril como su majestad y dice que era muy buena persona, porque se había casado con una española que tenía nombre de actriz, Fabiola, pero que la pobre era de esas españolas que no salen muy guapas. Dice la Luisa que en Motril vivían puerta con puerta. Mi madre siempre cuchichea detrás de ella: «Sí, puerta con puerta. Pues anda que no tiene ésta imaginación».
Yihad empezaba a estar de rey Balduino y de sus gafas hasta las narices. Me dijo:
—¿Sigues queriendo ser rey, Gafotas?
Me llamaba Gafotas a cada momento. Yo tuve una equivocación histórica y le contesté que sí. No te creas que me avisó, me dio un puñetazo en todo el cristal derecho de las gafas y se dio media vuelta para irse diciendo:
—Misión cumplida.
Se ve que hay niños que tienen como misión pegarme a mí un puñetazo en el parque del Ahorcado. En ese momento doloroso de mi vida vi cómo mi abuelo se acercaba, así que pensé que mi retaguardia estaba protegida y le grité al chulito de Yihad:
—¡Nunca serás el capitán América! ¡Lo único que puedes ser en tu vida es el capitán Merluza! ¡Todo el mundo te conocerá como el capitán Merluza!
Es que a su padre todos los del bar el Tropezón le llaman Merluza, y no precisamente porque sea pescadero.
Esto le debió doler tanto como a mí el puñetazo, porque se volvió y delante de mi abuelo me quitó las gafas y me las tiró con tanta puntería que se quedaron colgando del Árbol del Ahorcado.
Mi abuelo no pudo salir corriendo detrás de él porque como está de la próstata pues es como el que tiene un tío en Alcalá, que ni tiene tío ni tiene
ná
. Las gafas estaban tan altas que tuvimos que bajarlas a base de tirar piedras.
Así que nos volvimos a casa. Mi madre primero me abrazó cuando vio cómo me había puesto el ojo y luego me dio una colleja cuando vio cómo me habían puesto las gafas. Mi abuelo gritaba:
—No le des tú también que ya ha recibido bastante por hoy.
Total, que por la noche ya estaban todos consolándome y contándome las películas, porque sin las gafas no veo ni un pijo.
De repente, sin previo aviso, mi padre se remanga la camisa y suelta:
—Manolito, te voy a enseñar el típico golpe García para que ni el hijo del Merluza ni ningún otro hijo de su padre vuelva a hacerte morder el polvo.
No es porque sea mi padre, pero el típico golpe García es alucinante. Primero me dio una clase teórica:
—Tienes que hacerle creer a tu enemigo que le vas a dar con la izquierda, y cuando se va a defender el flanco izquierdo, tú le pegas un tremendo derechazo.
Era el mejor golpe que había visto en mi vida. Sólo hicieron falta tres clases teóricas más, porque a la cuarta me dijo: